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48 horas en Cancún

Al principio fue el pánico: alguien soltó el rumor de que la delegación de Estados Unidos iba a pedir un minuto de silencio en memoria del presidente Sadat. La delegación de Argelia hizo saber de inmediato, mediante otro rumor en sentido contrario, que abandonaría la conferencia con un portazo que se iba a sentir en el mundo entero. La noticia saturó poco antes de la cena inaugural el vestíbulo hermético del hotel Sheraton, de Cancún, donde esa noche había más jefes de Estado por metro cúbico que en cualquier otro lugar del planeta, y se interpretó como un mal presagio. Menos mal que al canciller de México, Jorge Castañeda, que es un hombre sereno y con sentido común, se le ocurrió la solución más simple, que era la que a nadie se le había ocurrido: preguntarle al secretario de Estado de Estados Unidos, Alexander Haig, si la versión era cierta. Haig, para alivio de todos, le contestó que no. Fue así como al día siguiente empezó sin ningún tropiezo esta reunión internacional -sobre cooperación y desarrollo, en la que once países ricos y once países pobres se sentaron a conversar en torno a una mesa redonda en cuyo centro, a falta de una idea menos lúgubre, se sembró un jardín de crisantemos.Fue de veras una reunión secreta. No sólo por las medidas de seguridad, que convirtieron el confuso hotel Sheraton en un recinto sagrado, sino porque se cumplió sin desmayos el acuerdo de que nadie distinto de los escogidos pudiera entrar en la sala de la disputa, para que todos dijeran lo que les diera la gana. Más aún: en el ámbito del inmenso hotel de 323 habitaciones sólo podían penetrar algunos miembros selectos de las distintas comitivas con una credencial inequívoca. No hubo una sola excepción en un país de América Latina, donde casi siempre las reglas sólo sirven para confirmar las excepciones. Los propios automóviles oficiales que regresaban al hotel eran sometidos a una requisa meticulosa. Desde el otro lado del jardín, en uno de los mares más bellos del mundo, tres barcos de guerra vigilaban el horizonte, y tres helicópteros militares sobrevolaban la ciudad y venían a posarse en estas playas de harina de trigo que parecen anteriores al descubrimiento de América.

El secreto de las sesiones fue propuesto por México con el propósito de que se estableciera un diálogo real y no una competencia de discursos para lucirse ante la Prensa. No se permitió una sola grabadora en el interior del recinto, ni nadie tomó notas oficiales para la historia. Desde el punto de vista notarial, en síntesis, esta conversación a veintidós voces no existió nunca.

Los periodistas, por supuesto, aunaron la inventiva profesional para burlar el cerco. Las conferencias de Prensa de las distintas delegaciones, después, de cada sesión, no sólo resultaban sospechosas de parcialidad, sino que tenían el sabor de las comidas enlatadas. De modo que todo el que pudo hizo lo suyo por atrapar un pájaro vivo. El primer día, los servicios de seguridad encontraron un micrófono oculto entre los crisantemos. Un micrófono inalámbrico, de una sofisticación exquisita, cuyo punto de destino no fue posible establecer. Una tarde, dos asesores presidenciales acreditados para asistir a la reunión fueron sorprendidos con grabadoras ocultas. Un muy alto funcionario mexicano se introdujo en una cabina de traducción simultánea, y fue invitado a salir de inmediato por los servicios de seguridad. De todos modos, entre los jefes de Estado con sus asesores, los intérpretes simultáneos y los fotógrafos de prensa que alcanzaban a oír más que unas frases sueltas durante los breves minutos en que les permitían entrar, quedaron numerosas piezas sueltas de un inmenso rompecabezas que los 1.200 periodistas acreditados trataban de armar por completo al término de la reunión.

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Curioso ejemplar

El presidente norteamericano Reagan, desde luego, fue el ejemplar más curioso de este raro cardumen presidencial. Muchos que lo entendieron antes se dieron cuenta ahora de por qué puso tanto empeño en que Cuba no asistiera a esta reunión. En realidad, el presidente Reagan era consciente de que asistía a su primera representación pública internacional, y de que una confrontación con Fidel Castro no era lo que más le convenía a su imagen de vaquero de cine de casi ochenta años. Su deterioro físico, visto de cerca y bajo las luces despiadadas de los reflectores, es mucho más notable de lo que se puede imaginar. Los camarógrafos de cine y televisión no se equivocan en las cosas de su oficio, y muchos de ellos coinciden en que el maquillaje del presidente Reagan, inclusive con toques de colorete, es completo y, laborioso desde el desayuno hasta la cena, y no es de una técnica de estos tiempos, sino del cine mudo. Sus intervenciones fueron pocas, repetitivas y más bien elementales. Pero varios testigos presenciales estuvieron de acuerdo en que su posición fue moderada, e hizo todo lo posible por evitar cualquier tropiezo con alguno de sus interlocutores desfavorecidos. Inclusive, no se sabe si por cálculo o deseuido, no aceptó el whisky que el presidente López Portillo le ofreció en el aeropuerto, a su llegada, sino que pidió, en presencia de medio mundo, su trago favorito: vodka ruso con agua tónica.

La reunión corría el riesgo de fracasar en el pantano florido de los convencionalismos y las buenas maneras. La primera mañana, en una prueba sin precedentes, se despacharon los veintidós discursos de cada uno de los de legados, gracias a la severidad con que el maestro de ceremonias, Pietre Trudeau, primer ministro de Canadá, hizo respetar los minutos asignados. Pero aun en la reunión de la tarde las cosas parecían seguir sin cambios notables, hasta las 16.20 horas, cuando el presidente Reagan se arriesgó en la defensa febril de la propiedad privada en la producción agrícola. Dijo que si todos los países del mundo cultivaran la tierra en la forma en que lo hace Estados Unidos, y con iguales recursos, no sólo quedaría resuelto el drama mundial del hambre, sino que se reducirían en gran medida las tierras necesarias para la agricultura. Lo que quiere decir, en términos más simples, que si todos los países fueran tan desarrollados como Estados Unidos no habría problemas de alimentación en el planeta. Esto sirvió de base para que el presidente de Tanzania, Julius Nyerere, convirtiera por fin en un diálogo verdadero lo que hasta entonces había sido un sartal de monólogos. Con una voz cortante y un inglés pedregoso, el carismático Nyerere puso las cosas en su puesto al recordarle a R.eagan que el rendimiento agrícola no es sólo un problema técnico, sino también cultural. De paso, planteó un interesante problema de lenguaje. "Tanzania", dijo, "no es un país en vías de desarrollo, como se dice ahora por una traducción fácil del inglés (developping country), sino un país subdesarrollado que ni siquiera ha empezado a encontrar las vías para dejar de serlo". En realidad, aunque Nyerere no lo dijo, la pobreza de su país es una de las más penosas y originales: su único producto de exportación son las semillas de marañón, y apenas si le alcanzan para comprar la mitad del petróleo que consume. Con todo, la opinión casi unánime, al término de esta conversación múltiple, es que los resultados fueron mejores de lo que todos esperaban. El documento final, que no estaba previsto, es una carga de identificación de los problemas pendientes entre los ricos del Norte y los pobres del Sur, y una orientación que puede ser útil para intentar una solución global. En síntesis, se piensa que valió la pena una iniciativa en la que el presidente López Portillo empeñó a fondo su inteligencia y su bien ganado prestigio internacional, que mantuvo en vilo durante 48 horas la atención de medio mundo, y que le costó a México la bicoca de quince millones de dólares

Copyright 1981, Gabriel García Márquez-ACI.

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