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El labetinto enrgético

Parece como si todos los implicados en el problema del petróleo nos escamotearan siempre toda o la mayor parte de la verdad cuando a él se refieren. Al leer los innumerables artículos, declaraciones e informes sobre el tema, ya sean autóctonos, ya de puertas afuera, uno no puede por menos de recordar la famosa diferencia entre el país real y el país oficial, dicotomía que, aparentando en principio circunscribirse al mundo de la política, se extiende por lo visto a otros muchos campos.Que los árabes justifiquen sus continuas subidas del precio de los crudos por la inflación que, según ellos, generan los países consumidores y consumistas, o que ciertas fuerzas políticas que contemplan con extraña delectación el agotamiento de Occidente por los productores de petróleo de Asia y Africa opinen que elevar la cotización de una mercancía escasa, mientras la demanda aguante, es la más ortodoxa economía política, son argumentos cuya utilización como arma de combate explican su escasa fundamentación. Pero lo curioso es que Gobiernos, compañías petroleras y técnicos en la materia se empeñan en insertar el problema del petróleo en la economía más que en la política. Con ceguera suicida se empecinan en considerarlo una mercancía más, sujeta a las leyes del mercado, en lugar de contemplarlo como lo que en realidad es: instrumento de chantaje y dulce bálsamo para curar viejas heridas de enfrentamiento entre razas y culturas.

Cifras a la vista, resulta pueril la creencia de que con ahorros de energía del 2% o del 4% se va a solucionar el problema. Los productores de petróleo de Oriente Próximo, cuando la demanda se contrae, se limitan a subir los precios, de modo que sus beneficios sean siempre progresivos. Es más, el año en que los ingresos de la OPEP alcanzaron su nivel máximo, en proporción con los anteriores, fue 1979, precisamente cuando los planes europeos de ahorro de energía empezaban a dar resultado. De las cifras que se exhiben a continuación puede deducirse que el salto en el precio del barril de crudo, entre 1972 y 1980, que representó multiplicarlo por diecinueve, poco o nada tenían que ver con la inflación mundial o los avatares del dólar.

Si tomamos ahora un producto de primera necesidad cuyas circunstancias lo aproximan bastan te al petróleo, como es el trigo -producción limitada, demanda creciente y posibilidad de convertirse en arma política-, vemos que su precio, en el mercado internacional de cereales de Chicago, pasó de 2,23 el bushel (27,21 kilos) en 1972 a 4,48 en 1980, o sea, se multiplicó por dos. En otro producto, como es el carbón, más influido por las subidas del petróleo, el precio de la termia, durante el mismo período, saltó de 0, 15 pesetas a 0,68, es decir, 4,53 veces el valor de 1972. Finalmente, según los datos sobre comercio exterior español confeccionados por el Banco Hispano Americano, si en 1972 vendimos a razón de un índice medio de 108,8, el de 1980 fue de 363,00. En una palabra, mientras en 1980 el petróleo que comprábamos nos contaba diecinueve veces más que en 1972, en el mismo período sólo habíamos conseguido triplicar el precio de los productos que vendíamos. De aquí que la mansedumbre no, pueda ser virtua habitual entre nosotros cuando oímos cómo los jeques del petróleo reconvienen a los países ricos porque "son malos" y gastan demasiada energía y nos duplican el precio del petróleo en un año como cariñoso correctivo de padres responsables.

Lo más triste es que ni siquiera le queda a uno el magro consuelo de esgrimir un leve maniqueísmo, imaginando a EE UU y a Europa como propicias víctimas de la rapacidad de la OPEP, pues parece que los intereses de las grandes compañías petroleras pesen más en las balanzas de los Gobiernos que ningún otro. Posiblemente se exagere cuando se habla del poder y la voracidad de las "siete hermanas" y sus innumerables primas, pero existe un hecho que no puede por menos que indignar y es que mientras el mundo soporta los sacrificios que la actual crisis impone, las empresas petroleras están obteniendo los mayores beneficios de su historia, sin que ni siquiera los Estados se atrevan a hacerles soportar una parte de los opíparos impuestos que en todas partes y a todo el mundo se les hace pagar a través del consumo de combustibles líquidos. Por otra parte, y esto es lo más triste, los Gobiernos de los países consumidores de petróleo parecen asistir impasibles a las pesadas secuelas de la crisis energética, sin tener el valor de tomar las medidas drásticas necesarias para cortar su dependencia económica y política de un desalmado oligopolio como es el del petróleo. Precisamente, mientras estas líneas eran escritas, publicaba el Boletín Informativo de la Fundación March, en el número de octubre de este año, un artículo de Ian Smart, técnico en cuestiones energéticas, en el que se recoge esta extraña apatía de Europa, recalcando "que EE UU ha estado siempre más preocupado que sus aliados por la dependencia del petróleo de Oriente Próximo y ha buscado con más vehemencia la construcción de un bastión político contra la influencia de los países exportadores de petróleo". Lo curioso es que el comentarista parece también disculpar la resignación de las naciones europeas, que "no tienen otra alternativa", dice, "que seguir dependiendo de Oriente Próximo durante, al menos, otros veinte años".

Como decíamos antes, no aparecen por ninguna parte las medidas "reales" que podrían librarnos de tan larga condena. Y llamamos medidas reales las que tienen que ir mucho más allá de esos parvos ahorros en el consumo de petróleo, que no hacen más que propiciar su subida. Ni siquiera habríamos de referirnos a las energías sustitutivas, pues la experiencia nos muestra que son propiciadas por los Gobiernos con toda clase de reticencias, lentitud y vacilaciones. ¿Es que nadie se acuerda ya del sistema de obtención de petróleo sintético por hidrogenación catalítica de la hulla? Descubierta dicha técnica nada menos que en 1921 por el premio Nobel de Química Friedrich Bergius, suministró a Hitler el 90% de su combustible líquido durante la segunda guerra mundial. Sin embargo, no parece que tal técnica goce del favor, no digamos de los industriales del ramo, ni siquiera de los comentaristas.

Según informaciones recogidas en la Prensa extranjera, los precios del petróleo de 1979 hacían ya rentable su síntesis. No obstante, al parecer, no existe por ahora sino una pequeña planta piloto -¿por qué piloto?- en Seattle, en la costa del Pacífico de EE UU. Bien es. verdad que compañías petroleras como la Royal Ducht, la Exxon y la Mobil Oil están adquiriendo paquetes de acciones de las empresas productoras de carbón, pero, conocida la produtividad de tales trustes a hacer de perro del hortelano, uno teme que al final este futuro control de la obtención de hulla sólo tenga por objeto inmovilizar un peligroso competidor al suculento negocio del petróleo, como dicen que ocurrió durante lustros con los automóviles eléctricos.

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