Blasfemar
Días pasados estaba en la cola de una taquilla, con mi hija y otros dos niños, todos ellos de nueve años.Nos precedían seis mozalbetes que, en los quince minutos que permanecimos en la fila, soltarían aproximadamente cincuenta blasfemias.
Yo comencé a discurrir sobre cuál de los muchos argumentos que hay para recriminarles o disuadirles de su incalificabe actitud debía esgrimir:
Podría decirles que, si eran creyentes, defecar hacia arriba, además de gyotesco, es manchoso para el defecante.
Podría decirles que para evacuar están los retretes; en la vía pública hace feo.
Podría decirles que no tienen derecho a mancillar las creencias de los demás, si no eran creyentes.
Podría decirles que dejaran de contaminarnos con sus cagamentos.
Podría decirles, en fin, que está prohibido por la ley, y punto.
Pero, entre lo que tardé en repasar mentalmente la lista de argumentos y el miedo (sí, el miedo) que me producía la posible neacción de la manada de blasfemos, llegaron a la taquilla, tomaron sus billetes y se perdieron.
Ni yo ni nadie les había corregido, ni tan siquiera rogado que cesaran de blasfemar. Y cuando nos libramos de ellos, yo quedé vacío, pensando en el inmenso. mal que estamos haciendo a la sociedad con nuestras inhibiciones y nuestras precauciones. /