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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La propiedad intelectual y su pillaje

EL ANTEPROYECTo de ley que el Gobierno va a examinar para poner al día la propiedad intelectual (un texto de 1879, aunque actualizado de hecho por la adhesión a posteriores convenciones internacionales) va a reducir a vigencia de esa propiedad a cincuenta años después de la muerte del autor (hasta ahora era de ochenta años). Con ello España se equipara a la mayoría de las naciones occidentales. Resuenan las viejas palabras de Cánovas cuando defendía la perennidad del derecho de propiedad intelectual: se admiraba de que todavía se respetasen como legítimas "las propiedades nacidas de los repartimientos de tierras conquistadas al moro", pero, en cambio, "si apareciese algún descendiente bien demostrado de Cervantes o de Pedro Calderón de la Barca, ningún derecho le consentiríamos que alegase sobre el Quijote o La vida es sueño, obras que yo creo más difíciles de ejecutar, en cierto orden, que matar enemigos". No se explica, evidentemente, por qué el trabajo realizado en otras materias engendra una herencia inextinguible -aunque los derechos de transmisión la vayan mermando-, mientras que el fruto económico de la creación en el arte se extingue velozmente. La razón es que la creación intelectual forma parte de un patrimonio nacional, y su paso al dominio público abarata la difusión de la obra, al no estar gravada con derechos de autor. No obstante este argumento, válido, no lo debería ser sólo para el caso de los libros, y podría aplicarse sin dificultad a la propiedad de la tierra, por ejemplo. En la práctica, sin embargo, estamos asistiendo a un verdadero pillaje del dominio público mediante los abusos de adaptadores, refundidores o simples anotadores de las obras con derechos extinguidos, que pasan a devengar la totalidad de la propiedad intelectual. Esto ha generado un desmedido afán de retoque de los clásicos, movido muchas veces por este interés de cobro más que por el de la mejora de la obra. En el anteproyecto esta cuestión sigue sin resolverse, y sigue estando reconocida la naturaleza jurídica de los adaptadores, incluso cuando son simplemente antólogos o hayan realizado extractos o compendios. Es justo que este trabajo esté reconocido; pero en el fondo su abuso viola el beneficio que debía representar para el público la reducción de precio en el libro o en las localidades de las obras clásicas. Sobre todo, porque está generando una especie de atentado contra la integridad de la obra original: una cosa es la refundición, adaptación o actualización de una obra realizada por persona de mérito reconocido y estudio suficiente y otra es la que perpetra un advenedizo para aprovecharse de la libertad que le da la ley antigua y mantiene la nueva en su exclusivo beneficio. Con lo cual la protección del patrimonio cultural y artístico se convierte justamente en todo lo contrario: en la patente de corso para el destrozo de ese patrimonio.

Otro problema que queda sin resolver es el que atañe a lo que las convenciones de Berna, Estocolmo, Roma o Bruselas llaman derecho moral. Es aquel por el cual el autor y sus herederos pueden defender la integridad de la obra y conceder o no el derecho a publicarla o representarla. Si el heredero tiene o debe tener, al menos durante los cincuenta años prescritos, los mismos derechos económicos que el autor, queda siempre la duda de si tiene el mismo derecho moral que el auténtico creador, o si éste pertenece a la sociedad. En ciertos aspectos del patrimonio artístico, los derechos morales del heredero están limitados, aun en detrimento de sus derechos económicos, por la protección al patrimonio artístico nacional -no se puede modificar una fachada o derribar un edificio si ello lesiona el medio cultural o artístico a que pertenece-. No se explíca así por qué los herederos de un escritor pueden prohibir su publicación o su representación, autorizar o desautorizar las modificaciones de la obra. Nada indica que su talento sea superior al de quien engendró la obra que administran, o que sus intereses particulares puedan ser legítimamente una interferencia en los intereses culturales públicos.

El anteproyecto de ley, según el resumen publicado, tiene otros muchos puntos para el comentario y el análisis. Sería conveniente que en los pasos que han de seguirse hasta su conversión en ley se discutieran a fondo y se incorporasen conceptos modernos del derecho de la sociedad a su cultura. La formación de una institución permanente -fuera de la política o del alcance del Estado- que administrase no el dinero, sino el derecho moral de la obra de autor fallecido, su integridad, la legitimidad y solvencia de las refundiciones o adaptaciones, la autorización para publicarla o para representarla dentro de unos márgenes estrictamente culturales, como sucede en otros aspectos del patrimonio artístico nacional, podría significar un paso considerable para la protección real de algo a cuyo saqueo y destrozo se está asistiendo diariamente. Y cuyos beneficios económicos van a parar muchas veces a personas poco o nada cualificadas para obtenerlos.

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