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Reportaje:

Juana Mordo, en óleo sobre tabla

Manuel Vicent

Tiene la nariz carnosa, los mofletes densos, cierta rigidez en la nuca y los ojos mojados por una humedad melancólica como todos los de su raza; pero más que nada Juana Mordó se parece a la pintura que vende como el amo, con el tiempo, acaba por tomar el aire de su perro o del caballo favorito de su cuadra. Encima de su lámina judía Juana Mordó tiene una pátina abstracta, una tensión cubista en los músculos de la cara. Quiero decir que su piel ha cogido la calidad cremosa de una materia de Tápies, su blusa a rayas es un Sempere y la lazada de seda bajo el cuello es una espátula cruzada de Viola. Se necesitan muchos años de refinamiento para que la dueña de una galería de arte acabe por confundirse, espiritualmente con la propia mercancía. Esta es la pequeña historia de esa hipóstasis.-Mi padre se ocupaba de barcos, tenía una pequeña oficina en Grecia y yo nací en Salónica. La gente, cuando se entera, me dice: «¡Ay!, qué bien, usted es griega, qué maravilla». Pero yo estuve en Grecia sólo unos meses y después ya no he vuelto por allí. A París me llevaron en pañales y en París he vivido toda mi juventud. Mi madre era francesa, mi padre era de origen español, un burgués sefardí o cosa así. Murió a los 36 años de un ataque al corazón, y mi madre fue una joven viuda muy entristecida que se encerró en casa durante cinco años y nuncapensó en volverse a casar. Mi hermano y mi marido también murieron del corazón, y yo sufro del corazón. El 23 de febrero, a las seis de la tarde, tuve un infarto. Algunos creyeron que se debía al susto de Tejero; pero no, no: fue el resultado de una amarga aventura, cuando Jacqueline Picasso, que se ha pasado la vida diciéndome Juana je t'aime, Juanaje t'aime, porque había educado en mi galería a su hija Caterine, después de estar todo apalabrado, el seguro pagado y el catálogo hecho, en el último momento, por un simple ataque de histeria, se negó a entregarme los cuadros de Picasso para una exposición que ya estaba en marcha. Bueno, hay que olvidarlo. El médico ha escrito unas instrucciones para que en la galería nadie me dé disgustos. Mi familia tenía buena posición y luego mi hermano alcanzó una fortuna considerable. Era un ser lleno de talento, de encanto y de hermosura. El nunca se movió de París; en cambio yo no sé de dónde soy, realmente no lo sé. Cuando estoy entre los españoles defiendo a Francia, y si estoy entre franceses me peleo continuamente por España, porque creo que ni unos ni otros se conocen bien. Yo era una joven muy pura, una chica de buena familia. Si hubiera vivido mi marido ahora sería una señora burguesa, jugaría al bridge todas las tardes y leería algún libro de cuando en cuando.

En la galería hay un barbudo alucinadobajo los focos mirando cuadros en medio de ese silencio sospechoso que exhala la crisis. Hace tiempo que los coleccionistas se han fugado por el escotillón, dejando la pintura abandonada en la paredes a merced de estetas pobres, barbudos puros e intelectuales con morral y bufanda. El mundo del arte ha recobrado su antigua soledad en las incubadoras de moqueta, bajo una teoría de lámparas deslumbradas contra la cal. Juana Mordó está en el despacho. Es esa anciana acicalada con brillos de seda y destellos de oro que se mueve suavemente bajo su propia espalda, tan leve y gentil que uno olvida la estructura de hierro prusiano que la mantiene en pie.

"LIegué por cuatro semanas y me quedé toda la vida"

-Conocí a mi marido, Enrique Mordó, en París. Era un financiero también sefardí que se había criado en Austria, aunque siempre conservó la nacionalidad española.Me fui a vivir con él a Alemania y fueron tiempos muy difíciles aquellos de recién casada, cuando HitIer estaba subiendo al poder y comenzó a descargar sobre nosotros toda su maldad. Algunos matrimonios judíos, entre ellos un médico muy famoso, habíamos alquilado, a treinta kilómetros de Berlín, una casa llena de flores junto al agua para pasar)los fines de semana. Aquel domingo nosotros no habíamos podido acudir. Fue cuando unos chicos nazis entraron y lo estrozaron todo. Al día siguiente vino el médico a casa y se puso a dar vueltas a la mesa, totalmente enloquecido, gritando: Nos van a matar, nos van a matar». Lo habían triturado todo: la vajilla, el lavabo, la nevera, las ventanas, pusieron a nuestros amigos cara a la pared, sacaron de la cuna a un niño enfermo en una noche de frío, dejaron aquella villa reducida a pasto. Refugiamos al médico en nuestra casa de Berlín, y para que la criada no se diera cuenta, el hombre llegaba a la una de la madrugada, le hacíamos pasar de puntillas y dar el clic de la luz; luego se levantaba a las seis y se iba a pasear por la ciudad todo el día, sin entrar en ningún sitio porque estaba aterrorizado. Yo hacía su cama y limpiaba el lavabo en secreto antes de que amaneciera, y así estuvimos mucho tiempo. Es la única vez en mi vida que he tenido miedo, aunque nosotros éramos católicos españoles y estábamos ligeramente a salvo; pero entonces buscaban los orígenes de cualquiera, y si tenías un abuelo judío, ya podías decir amén, que lo mismo caías. Algunas veces, en los viajes en tren, los soldados o la policía, al ver mi pasaporte español, -creían que forzosamente tenía que ser franquista y antisemita. Alguno me decía: «Vamos a ganar la guerra, vamos a tomar Madagascar; mandaremos allí una colonia de judíos que nos haga la isla bien habitable y después ya veremos». Y yo tenía que sonreír. Al principio de la guerra viajé a Suiza para encontrarme con mi madre, y en Suiza a mi marido le dio la primera angina de pecho. Murió allí cuatro años después. Por nuestra casa de Berlín pasaron rusos, alemanes, familias enteras de refugiados, se perdió la colección de alfombras y yo me quedé sola en Suiza con unos muebles y un coche. El cónsul me dijo que tenía que venir a España a arreglar ciertas cosas de mi marido. Llegué aquí sólo por cuatro semanas y me he quedado toda la vida.

España olía a sardina de bota, y en los descampados ya se lamían mutuamente los perros tristes y las niñas mutiladas que años después pintaría Barjola. Los intelectuales del tiempo se adornaban con cinchos y correajes el día de la raza, y los poetas líricos dormían con camisón y las polainas puestas. Juana Mordó llegó a España en 1943, y en su coche con matrícula suiza se movió por aquel desolado Madrid de adoquines y raíles de tranvía, que tenía un limpiabotas en el tronco de cada acacia, una aguadora con botijo a la salida del cine y una castañera en cada cruce, alrededor de cuyo fogón hacían tertulia y calentaban el silbato los guardias urbanos, esperando a que llegara algún carromato con gasógeno para levantar el brazo. Había entonces una cultura de papel de estraza sellado con timbre móvil y dos pólizas.

-Durante aquellas cuatro semanas tuve aquí un lío sentimental y decidí quedarme, ya digo. Hice traer mis cosas desde Berlín en un convoy militar francés que atravesó la zona rusa y vendí el coche para resistir mientras mi hermano me mandaba dinero; pero el dinero nunca llegó y me vi muy pronto sola en Madrid, sin nada; así que decidí ponerme a trabajar. Yo había conocido a Castiella a través de la familia Quijano, en Suiza. Le pedí ayuda. Podía hacer traducciones o algo parecido. Castiella me mandó a Román Escohotado, entonces director de todas las emisiones de radio para Europa, y como era un político muy fino, me dijo: «Escohotado acaba de ganar un premio por el artículo El jardín de madame Bovari. Llévale su artículo ya traducido al francés y así verá cómo puedes hacerlo». Se lo llevé. Y Escohotado me lo hizo leer. Estaba tan embelesado oyéndose en otro idioma que no dejaba entrar a nadie en su despacho. Gritaba-, «¡ Fuera, fuera todo el mundo! », y daba unos portazos terribles. Al final, cayéndole la baba, me dijo: «Mi literatura suena mucho Pasa a página 12

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mejor en gabacho». En seguida me contrató un artículo diario en francés o español para la radio. Así resistí hasta caer en cierto medio de intelectuales, lo mejor que había entonces. Conocí muy pronto a Pedro Laín, un chico del que ya se hablaba mucho. Fui a oírle una conferencia sobre Menéndez y Pelayo en el edificio del Senado y me chocó enormemente que mientras leía o hablaba tenía a su espalda dos guardias muy tiesos en posición de firmes. Al terminar la conferencia le hice una observación que le gustó y así iniciamos la amistad. Después, poco a poco, a través de Antonio Zubiarre, el poeta que conocí también por CastiIla, empecé a tener amigos que venían a casa para charlar. Luis Rosales entró el primer día algo impertinente e irónico, pero muy pronto comprendió como era yo.En aquel tiempo los futuros coleccionistas de arte todavía se conformaban con un buen calendario de la Unión de Explosivos, Con una santa cena de lata cromada o con tres. perdices ensangrentadas encima del aparador. Los pintores más consagrados aceptaban como un éxito que el dentista se aviniera a sacarles una muela a cambio de un paisaje, o que el urólogo les rebanara la próstata pagando con un bodegón. Entre poetas y artistas había un intercambio de cuadros por sonetos, de elógios y mercancía. Las galerías de arte estaban en la trastienda de alguna librería, iluminadas con bombillas de sesenta vatios mal contados. Juana Mordó entonces,comenzó a ejercer de madame Stein entre la escuela de Vallecas y la generación literaria del 36, todo regado con vino tinto y aperitivo de cacahuetes.

"Te veré el sábado

en casa de Juana Mordó"

-Aquellas tertulias en mi casa duraron diez años, hasta que entré a trabajar en la galería de Biosca. Se celebraban los sábados. Yo solía invitar formalmente a quien me interesaba y lo hacía una sola vez para abrirle la casa. Después ya acudía la gente libremente si le gustaba. Venían amantes del flamenco, poetas, pintores, escritores e intelectuales. Creo que aquellas veladas ayudaron mucho a que la generación del 36 se encontrara, se conociera mejor y se aglutinara más. Yo preparaba unos panecillos de nada y vino tinto, sólo eso. Mi piso es pequeño, pero a veces llegaron a juntarse más de cincuenta personas. Entrabas en el dormitorio y dentro de una nube de humo gris adivinabas la silueta de Fernando Quiñones que le estaba cantando flamenco de verdad a Gallego Burin. En otra alcoba estaba Rosales, Luis Felipe Vivanco, Ridruejo, Pedro Laín hablando de literatura o Benjamín Palencia, que era el dios de aquel grupo, sentado en un sofá con varios discípulos. Yo trataba de abrir ventanas, pero todos querían humo,más humo. Fue entonces cuando descubrímos que Aranguren existía de veras, que no era un seudónimo de Eugenio d'Ors, como creíamos hasta entonces los amigos, ya que nadie le había visto jamás. Un día, Eugenio d'Ors me dijo que Daniel Rops, le había pedido que explicara un poco su filosofía, y él creía que para eso nada mejor que traducir un capítulo de El pensamiento filosófico deEugenio d'Ors, que había escrito Aranguren. Me pidió que me encarga de la traducción y yo acepté, convencida de que Aranguren era D´Ors en persona. Lo mismo pensaba Ridruejo. En el trabajo encontré una expresión no muy correcta que en francés sonaba muy mal. Temblando de miedo, lo consulté con el maestro. Y D´Ors exclamó, muy sorprendido: «' íA mí que cuenta! Dígaselo a José Luis ». Salí corriendo en busca de mis amigos, gritando: «Aranguen existe, Aranguren existe y lo voy a conocer». Vivía retirado en Ávila. Y le conocí. Me causó impresión; no lo digas, pero era mucho más feo que ahora; con el tiempo ha mejorado mucho; ahora se acepta o es que nos hemos acostumbrado. Le invité a que viniera a mi casa. Y en sus memorias cuenta que allí Conoció a todo el grupo: a Panero, a Laín, a José María Valverde, a Vivanco. En aquel tiempo era corriente en ciertos medios intelectuales oír esta frase de despedida: «Te veré el sábado en casa de Juana Mordó».

Entonces la gente fina acudía a las conferencias de Ortega, recién llegado del exilio. También Xavier Zubiri salía a veces de la caja fuerte y se aparecía en un salón del Banco Urquijo. Eugenio d'Ors había convencido al dueño de una tienda de decoración de la calle de Génova para que abriera una galería de pintura en el sótano, y así,en medio del páramo, comenzó a moverse débilmente la afición. En aquel sótano de Biosca montó Eugenio d'Ors sus salones, con charlas, exposiciones y coloquios. Las minorías cultas y adineradas colgaron el primer Palencia de su vida donde antes tenían tres ciervos abrevando o un san Onofre en éxtasis. Y las consultas de los médicos se adornaron con acuarelas de Eduardo Vicente.

-Bíosca estaba buscando una persona de mundo para ponerla al frente de la galería, alguien que supiera servirle un»whisky al señor Arburúa si llegaba por allí. Yo no teníani idea y me resistí más de dos horas cuando me lo propuso Aurelio Biosca; pero al final me convenció. Entré de socia con él en octubre de 1958. Aquella tarde me encontré a Viola y a García Ochoa en el café Gijón y les dije: «Voy a dirigir la galería Biosca». Y ellos saltaron de alegría. Así me metí en la mermelada. Piensa que tuve que esperar siete años para vender el primer Millares en España. Lo compró Juan Manuel Ruiz de la Prada. Me sentía atraída por la vanguardia, pero tenía todos los gustos en contra, y aun que la gente se burlaba de mi, en seguida organicé la primera exposición de arte abstracto. EI grupo El Paso ya estaba formado desde 1956 y era conocido en el extranjero porque González Robles lo había llevado a las bienales; pero aquí la gente se ponía las manos a la cabeza, no comprendía nada. Biosca, al ver el primer Canogar, exclamó: «Parece que está hecho con crema chantilly». Entraban en la galería las parejitas pensando en comprar un bodegón para el comedor y se encontraban con un Viola. ¿Y .esto qué es? ¿Y qué significa? ¿Y vale dinero? ¿Y le gusta a usted? ¿Y se puede poner enci ma de la chimenea? Y tenías que repetir mil veces que aquello se podía poner encima de la chimenea si la chimenea no estaba encendida. En cierta ocasión vendí una arpillera de Millares por 5.000 pesetas. A los quince días vino el comprador muy compungido, y me la devolvió. No había podido digerirla. Hoy vale más de un millón. Casos como este te podría contar más de cien; pero en el fondo no fue tan difícil porque venía gente de fuera. Aquí sucedía que no había confianza, creían que era un timo. Los que entonces compraron a precios ridículos hoy están orgullosos de sus colecciones y dicen: yo tengo el mejor Tápies, el mejor Millares, el mejor Rivera. Y así llegó el momento en que mis amigos me forzaron a poner una galería propia. Yo noté que Biosca estaba cansadode mí, y realmente no sintió mi salida. Y así, a finales de 1963, el crítico Santos Torroella me encontró este local, que era un restauran te -en este despacho estaba la cocina-, y me vine aquí con todo el grupo. Lucio Muñoz buscó la constructora, que realizó las obras en un tiempo mínimo, desde el 7 de enero al 14 de marzo de 1964, y en esa fecha se inaguró esta galería con una exposición en la que estabán todos, desde la A hasta laZ, desde Arroyo a Zóbel. Un crítico elogió mucho la muestra, aunque lamentó que Chillida sólo estuviera representado por un dibujo. Pero Chillida tenía aquí una escultura enorme en la primera sala. Lo que sucedió es que el crítico no había visitado la exposicion: se había, limitado a hacer la crítica por el catálogo. Eran buenos tiempos aquellos, cuando podía hacerse una gran colección por poco dinero: un Tápies, 60.000 pesetas; un Saura, un, Lucio, un Sempere, por 20.000 pesetas. Por aquí han pasado todos. Se podía ,comprar un Antonio López por 7.000 pesetas, que hoy vale siete millones.

Juana Mordó comenzó a dirigir los gustos de una masa dineraria desenfrenada. De repente, por aquellos años, se destapó el baile. Los coleccionistas venían ciegos desde su parcela en la sierra y entraban en las gaIerías como si fueran farmacias de guardia. Fueron ocho años locos de pintura. En mitad de aquella feria, Juana Mordó se convirtió en una sacerdotisa hebrea y abstracta que iba del bracete de artistas de la vanguardia más melenuda, diciando la moda estética a los ricos modernos, que tenían negocios y despachos con un toque milanés. Ahora, aquel vendaval de billetes ha cesado. Aquí, en la galería, hay un solo barbudo alucinado bajo los focos. Juana Mordó ha quedado varada en su despacho como un tótem dorado.-Por mis manos han pasado todos los Pintores, desde Zabaleta, tan simpático y tacaño -tan tacaño que murió por no pagarse un médico-,hásta Vázquez Díaz, que iba en Metro, aunque tenía quince millones en el banco; pero mi orgullo ha sido haber materializado el grupo El Paso. Siempre me ha gustado poner en contacto a pintores con intelectuales y hacer que la gente se entienda. Recuerdo cuando invité juntos al teatro a Eugenio d'Ors y a Pedro Laín, que entonces no se podían ver, y gracias a mí se abrieron mutuamente. Eso he hecho también entre pintores y coleccionistas. Cuando me atacaron los de Gazeta del Arte, en un golpe de envidia e histerismo, la mayoría de los artistas se pusieron de mi parte, aunque muchos me hayan abandonado al creer que yo iba a dejar la galería. Me han hecho proposiciones muy ventajosas; pero vender esta galería sería como vender mi nombre, sería traicionar lo que ha sido mi propósito toda la vida.Me quebraría un poco, la verdad. Pero no me gusta figurar. Por ejemplo, nunca me he atrevido a saludar a Zubiri después de una conferencia, porque me daba vergüenza ajena verle rodeado de señoras que no habían entendido una palabra y le hacían zalemas en la cara.A Juana Mordó se la puede ver a las tres de la madrugada, rodeada de nuevos pintores, en una terraza, en una discoteca, en'una chocolatería, en un tiovivo, en una taberna, en una juerga flamenca. Está totalmente viva. Tan viva como un Tapies de la mejor época.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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