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Intelectuales y terroristas

El terrorismo no es una lacra nacida precisamente en nuestra época, pero hoy se presenta con un carácter de generalidad y virulencia que no tuvo en tiempos pretéritos. Es natural, pues, que proliferen los estudios sobre sus posibles antecedentes. Sin embargo, se insiste demasiado, a nuestro juicio, sobre la base que el discurso intelectual haya podido prestar, queriendo o no, a la violencia política. En Alemania Occidental, por ejemplo, se pretende nada menos que inculpar a escritores como Heinrich Böll y Günther Grass del auge del terrorismo, cosa que de ser verdad no dejaría de constituir un halago a la clase intelectual, al hipostasiar la acción del pensamiento sobre nuestra sociedad. La verdad es que el papel de la literatura es más modesto. Se limita a ser testimonial más que proselitista. Y no se trata, por cierto, de excluir totalmente a la clase intelectual de cierta exégesis del terrorismo ni negar que abundan los entes de ficción que prefiguran esta generación del odio de nuestros tiempos. Y es que la violencia siempre ha ejercido una curiosa fascinación en el hombre de pensamiento. Se trata de la acción redentora que le liberaría de un cierto complejo de culpabilidad por la supuesta esterilidad de la espectilación intelectiva. Por eso, el intelectual, a solas consigo misme. reflexiona hondamente sobre la violencia, pero en una especie e e onanismo Filosófico que le hace más y más inapto para el matrimonio con la política comprometida. De aquí que sus teorías sobre el terrorismo y la violencia se encuentran un poco fuera de la realidad; más en el mundo de los sueños que en el de la vida. Algo de lo que ocurre cuando los que teorizan sobre el sexo son los impotentes o los obispos. Hay quien hace a los terroristas de hoy epígonos de la desen-Pasa a la página 10

Intelectuales y terroristas

Viene de la página 9

gañada juventud del mayo francés de 1968, sin tener en cuenta que ya no son ni jóvenes ni contestatarios. 0 se invoca la reacción contra una vida como la actual, sin riesgo ni compromiso, que llevaría a la juventud a una rebeldía -con o sin causa aparente- teñida de un vago romanticismo violento, híbrido de Nietzsche y Marinetti. Curioso romanticismo, no obstante, que se satisface con el cobarde abandono de una bomba en una estación o en el lavabo de una cafetería.

Aun siendo aventurado establecer que el terrorismo pueda inscribirse en pautas trazadas en obras de ficción, es cierto que por la literatura europea de la primera posguerra deambulan taciturnos personajes, hijos de Sartre, Joyce, Kafka o Camus, cascarones de hombres, tránsfugas de la nada desarraigados de toda realidad, para quienes sólo la acción, y cuanto más violenta mejor, parece devolverles la sensación de existir. Ese Mersault, por ejemplo, héroe de Camus en El extranjero, que asesina a un hombre "porque hacía un calor horrible" -el famoso "acto gratuito" de Gide- o el Dédalus de Joyce (Retrato de un artista adolescente), que aborrecía los juegos y los ruidos de sus compañeros porque le apartaban "del mundo sin sustancia de sus pensamientos", mundo que era para él más real que el de la materia y las formas. (Esta irrealidad, ¿no será la misma que en el arte abstracto demanda la destrucción de la forma y en el terrorismo exige la aniquilación a ultranza?). Finalmente, Sartre, sin una declaración explícita al respecto, parece coincidir con Hemingway en el hecho de "que el sentido de la irrealidad desaparece cuando se entra en la lucha". Lo que esta lucha pueda representar no se explica claramente, pero lo mismo puede ser la cacería de leones que el puro terrorismo.

En cuanto a esos escasos exegetas de la violencia a los que me refería al principio, no hacen más que repetirnos una serie de lugares comunes sobre la violencia institucional o los males del liberalismo burgués. Un perfecto espicilegio de frases hechas sobre el tema, y en idioma original, lo recopiló para nosotros el escritor Alfonso Sastre en unos polémicos artículos que publicó no hace mucho este diario. Por ejemplo, "la vida cotidiana está hecha de violencia oculta" (qué duda cabe, y especialmente en las horas punta). "La paz es sólo la máscara de la opresión" o la curiosa paradoja, digna de Millán Astray, de que "el terrorismo puede ser humanista y el humanismo, terrorista".

Pero todas estas alambicadas y convencionales teorías sobre el terrorismo van a ser, afortunadamente, desplazadas por otra fuente de información más fiable. Las declaraciones de los propios terroristas que desertan del campo de la guerrilla urbana. Estas sí que ofrecen un puro material ideológico sobre la génesis de la violencia revolucionaria y sobre su progresiva corrupción, y ello sin mezcla alguna de ganga seudointelectual. Naturalmente, y por razones obvias, no se conoce el contenido de las revelaciones de ese centenar largo de terroristas que se han confesado en las cárceles italianas, pero empiezan a surgir libros que arrojan luces nuevas sobre el fenómeno terrorista. Tenemos las confesiones de Bonni Baumann, plasmadas en el relato Tupamaros Berlín Oeste (1), y, sobre todo, el magnífico libro de Hans-Joachim Klein, La mort mercenaire, que lleva como subtítulo Temoignage d'un ancien terroriste ouest-allemand (2).

De los datos autobiográficos comprendidos en el mismo se deduce lo que podría considerarse un retrato robot de un futuro terrorista. El curriculum vital del protagonista acumula tantas circunstancias típicas que se diría que nos hallamos más bien ante una lección teórica de un libro de sociología que de una auténtica peripecia humana.

Un padre autoritario y brutal. Un hogar sin madre. Constante ida y vuelta entre la casa, los cuidadores mercenarios y los eufemísticamente denominados hogares de educación para jóvenes, y todo ello en una atroz soledad sentimental. Inútil pensar que tal medio social y espiritual pueda llevar a otro mundo que no sea el de la violencia y la marginación. Expulsado de todos los trabajos "por llegar tarde", dice, "o simplemente porque no tenía ningunas ganas de continuar en él", y añade muy gráficamente: "En fin, o se juega el juego o se encuentra uno fuera". Fuera de la sociedad, fuera de la ley; un paso que se recorre sin darse cuenta. Se comienza con el hurto de coches, para pasar al aprendizaje de los pequeños robos. La profesionalidad, como siempre, se adquiere en la inevitable cárcel. A la salida de la última condena, se une a un grupo de vagas actividades políticas, aunque, según confiesa, "la gente de izquierdas no me interesaba todavía". Manifestaciones sobre el Vietnam, ocupaciones de viviendas, distribución de octavillas y los primeros servicios de apoyo, desde una izquierda todavía legal, al grupo Baader-Meinhoff. Para estos marginados, la banda terrorista es una tierra de promisión. Se sienten por primera vez integrados en un colectivo, con una tarea común y con esa camaradería, novelescamente viril, que se establece ante el peligro. Y además, la atracción de las armas. "Las armas representaban poder", dice. "Inspiraban una fascinación difícil de explicar, pero que nos invadió a todos. Pienso que un punto importante en el hecho de unirse a una guerrilla es que se sucumbe a esa fascinación..., las armas representaban también un sustitutivo para ocultar las dificultades del individuo, tanto personales como políticas".

Admitido en el grupo terrorista Rote Army Fraktion (RAF) y después de tomar parte en la fracasada toma de rehenes de altos representantes de la OPEP -Viena, 1977-, que se saldó con varias muertes innecesarias, el autor envió a la revista Spiegel una especie de confesión y su revólver. Más tarde, oculto y con la ayuda de protectores cuyos nombres no revela, escribió el libro al que nos referimos. Su desengaño en cuanto al mundo del terrorismo se centra en varios puntos. En el hecho de que constituye un callejón sin salida, en su creciente utilización como instrumento a sueldo de determinadas potencias y en la deshumanización de las relaciones entre el mando de la guerrilla y sus miembros. Conoció, por lo visto, las consignas pasadas a un prisionero que estaba en huelga de hambre de sabotear su tratamiento médico, con lo que hubiera muerto con toda seguridad. "Nos hace falta un muerto en la prisión", fue la explicación dada al autor por los jefes del grupo terrorista. Finalmente, fue también decisivo en su abandono el conocimiento de ciertos atentados sin el menor objetivo político. "Una operación", dice, "en la que se trataba solamente de una cuestión de dinero y en la que, para procurárselo, la guerrilla oeste-alemana no tuvo temor alguno en provocar una carnicería. El grupo tenía que depositar una maleta con explosivos en un avión de la compañía japonesa JAL lleno de turistas para derribarlo, según instrucciones de Waddi Haddad, si no se recibían cinco millones de dólares". Todo esto le llevó a la conclusión de que la guerrilla era una pura locura. "Sus acciones", añadía, "no tienen ninguna relación con la política y, por supuesto, no con la política de izquierda. ( ... ). Los guerrilleros se han rebajado a ser jet-set-managers del terrorismo. ( ... ) Los objetivos políticos tan profusamente proclamados y los ideales se han convertido en una guerra privada y comanditada llevada a cabo sin el menor escrúpulo..."

Posiblemente, estos interesantes escritos sobre el terrorismo son todavía escasos para que con ellos se pueda fundamentar un estudio sobre sus causas, móviles y protecciones, pero no cabe duda que están influyendo en que el terrorismo pierda credibilidad de forma acelerada. Ese papel de ángeles exterminadores ayudando al advenimiento de un nuevo Göterdämerung apocalíptico para la sociedad corrupta aparece cada vez más lastrado por evidentes y no explicadas circunstancias económicas. Los grupos terroristas se asemejan más y más a sociedades anónimas del crimen, y sus miembros, en vez de jóvenes románticos, violentos o desplazados, parecen ser funcionarios armados que ejercen un oficio muy bien remunerado y escasamente peligroso.

1. Traducido del alemán por La France Sauvage, 1976.

2. Editions du Seuil, París, 1980. Prologado por Daniel Cohn-Bendit.

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