A Narcís Serra, alcalde de Barcelona
Llevar en Barcelona un apellido de les terres fosques, como según Azorín llamaban los campesinos de Alicante a ambas y anchas Castillas allá por los años del desastre, tiene manifiestos inconvenientes y señaladas, ventajas. Vayamos por partes y empecemos por aquello de decirse Rojas en la ciudad de tu alcaldía, que también es mía por nacimiento, aunque ahora profese y resida a occidente de las Bermudas y de su masónico y notorio triángulo.Los perjuicios de llamarme como me llamo, en el Cap i Casal de Catalunya comienzan en las alturas administrativas, donde legalmente elegidos residís tú y el honorable Pujol, como al decir de unos cromos de mi infancia hay un alto ámbito de la sabiduría, donde junto a la sombra de Cervantes sólo alienta la de Homero. Cuando en el último verano del franquismo unos amigos comunes, el matrimonio Viza, me presentaron al futuro honorable en La Puñalada (con tilde puesta creo que aún se pronuncia), don Jordi, quien aquella -noche señalada andaba muy preocupado por la suerte del Alcoyano en Segunda, deferente y cordialmente empezó a hablarme en castellano, quizá por aquello de haber escrito uno ciertos libros del todo prescindibles, en la lengua que Arrese Magra, surrealista él, titulaba del Imperio.
Cuando andando el tiempo y en el Círculo Ecuestre de Barcelona, la tarde siguiente a la de la final de la Copa de Su, Majestad antes del Generalísimo, y antes del Presidente de la República, que de los tres modos he oído llamarla, final que en su última versión todavía ignoro quién la ganaría, cuando en el Ecuestre, dígo, nos presentó Josep Antoni González Casanovas, también me saludaste en un castellano, por cierto bastante mejor pronunciado que el del honorable. En ambas ocasiones tuve que replicaros, en el catalán pequeño burgués del Ensanche, al oeste de la muralla romana y de la Barceloneta, que, a pesar de los libros prescindibles, yo no era del todo analfabeto, en mi lengua nativa.
Las ventajas de apellidarme como me apellido tampoco son grano de anís, en justa compensación y desde un punto de vista estrictamente literario. Hace menos años de los que puedo contar con los dedos de una mano, la portera de mi casa me preguntó si yo había escrito La Celestina. Pensando en todo aquello de "la hora del lector", en Morisset, en Castellet, y en Unamuno, quienes dicen toda obra recreada por quien se acerca a ella con el ánimo limpio de fantasmas estructuralistas, dije verazmente que sí, aunque el libro no me saliese redondo, porque la novela dialogada no es mi género ni son mi especialidad las alegorías de la caída del hombre. Replicó la portera haberlo barruntado de este modo, antes de decidirse a preguntármelo para cerciorarse. Punto y aparte, que, concluido el entremés literario, volvemos al ecuestre y al almuerzo de tu homenaje donde nos conocimos.
Allí, a la sombra en flor de unas náyades modernistas y de unos espejos por donde se aparecen los espectros de Rusiñol y de Casas, entre los canalones y el sorbete de limón ceutí, que es el más perfumado, improvisamos, todos, unos discursos muy sonoros y sonados en tu honor, mientras las sombras de Casas y de Rusiñol, dos ironistas, debían desparecerse de risa en el limbo de sus critales un sí es no es amoratados por los años del siglo. Yo recuerdo haberte dicho con todos los respetos debidos a tu alta magistratura que recibí las nuevas de tu toma de posesión en la América de Carter, una suerte de jaula de locos sólo superada por la América de Reagan. Leí entonces aquella frase tuya en la Casa Gran, mientras mostrabas tu vara al pueblo: ¡Este bastón es vuestro!". Dije y digo no gustarme tal viva Cartagena ni entonces ni ahora, prefiriendo algo así como "¡Este bastón es mío; pero yo soy vuestro!". A la hora de remercier nuestras aduladoras tiradas, te mostraste en desacuerdo conmigo e insististe en que no, en que tu vara era la de todos, y de viva Cartagena, nada de nada.
Como gustéis, que así lo diría don William Shakespeare, el mismo que afirmara ser las heridas más largas de curar las abiertas en la carne propia. Por cierto, en tal punto, sí estuvimos de acuerdo y lamentaste las grandes y muy enconadas llagas de Barcelona, heredadas de otros municipios. Fue también entonces, en el rigodón del remercier, cuando hiciste una declaración de principios que me heló la sangre en el alma. "Como alcalde de Barcelona", pronunciaste en mayúsculas, "a mí no me interesan las obras públicas, sino la temporada del teatro griego".
Testigos tiene el Ecuestre, que los doctores son todos que la Iglesia para oponerse al divorcio y al aborto, quienes no sólo oyeron sino aplaudieron a rabiar tan originalísima paradoja, mientras yo seguía con la sangre hecha un carámbano en mitad del ánima. No concibo cómo un alcalde de la Casa Gran puede desentenderse del teatro griego, por donde, de cuando en cuando, pasa Casandra para recordarnos en vano lo de las heridas abiertas " pero todavía concibo mucho menos cómo el señor de la vara florida, la nuestra, según dices, pueda afirmar su rotundo desprecio hacia las obras públicas en una ciudad de casi tres millones de habitantes.
Por lo demás, y a juzgar por las apariencias, decías la llana verdad a pecho descubierto. Para muestra me remito a un botoncito significativo, si bien casi olvidado. A un tiro de piedra de la casa de mi madre, en la plaza de Tetuán, lleva años reconstruyéndose y sin concluirse el monumento a tu lejano antecesor en la alcaldía, el doctor Robert. A Robert, mandamás municipal en la época de Casas, de Rusiñol, de Picasso, de las bombas, de Lerroux y de la Lliga, le derribaron la estatua los cruzados libertadores en nombre de la lengua y del imperio hacia Dios. Ahora, en el desconcierto que siguió al despotismo, el teatro griego impide al parecer su resurrección en mármol y roca viva.
Es una pena, porque el doctor Robert descubrió en sus tiempos que nosotros, los catalanes, superábamos a los demás mortales en virtud de nuestra única y especialísima estructura crancana. Aunque en les terres fosques se mofasen de tan señalado hallazgo, no deja de ser cierto. Sin lugar a dudas, lo pruebas tú mismo con declaraciones de principios municipales que no haría ningún otro alcalde. Inmodestia aparte, también lo demuestro yo, escribiendo La Celestina cada vez que la leo, si bien el librito, al igual que los otros míos, todos prescindibles, según dijimos, saliese, el pobre, algo cojitranco.
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