Elecciones sin ley electoral / 1
Aparentemente, las próximas elecciones generales en España serán en la primavera de 1983. Pero podrían ser antes. Sin embargo, no existe paradójicamente hoy una ley electoral vigente con la que puedan celebrarse. En efecto, las normas electorales con las que se llevaron a cabo las elecciones del 15 de junio de 1977 y 1 de marzo de 1979, esto es, el Real Decreto-ley de 18 de marzo de 1977, está virtualmente derogado, tanto por su propia naturaleza como por mandato constitucional.Por su propia naturaleza, porque su artículo 1º señalaba que tenía como único objeto «regular las primeras elecciones a Cortes», después de los cuarenta años de la dictadura franquista. Luego se trataba de una norma dada para una sola vez y para unas circunstancias excepcionales. Por mandato constitucional, porque los artículos 68, 69 y 81 de la Constitución exigen una nueva ley electoral que deberá tener el carácter de orgánica. Las elecciones de 1 de marzo de 1979 se celebraron, no obstante, con la misma normativa, a causa de una disposición transitoria de la Constitución, la 8ª, 3, que preveía, en el caso de elecciones anticipadas -como así fue-, que debería utilizarse de forma excepcional el Real Decreto-ley de 1977, sin que tal disposición evitase -de ahí su carácter de transitoria- la solución de continuidad en materia electoral.
Lo cual es lógico, porque la entrada en vigor de la Constitución modificaba no sólo el espíritu de la norma de 1977, sino incluso algunos aspectos concretos de su letra (régimen de inelegibilidades e incompatibilidades, edad de voto, sistema electoral del Senado). Por consiguiente, es necesaria constitucionalmente hablando una nueva ley electoral, ya que no creo que haga falta recordar, como señala el artículo 9.1 de la norma fundamental, que «los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución».
Pues bien, vistas así las cosas, cabría recordar, como ha señalado un autor americano recientemente, que «el miedo a las próximas elecciones es una constante de la política en toda democracia». Lo cual, en el caso español actual, cobra una mayor sonoridad. Miedo del. Gobierno, porque las elecciones constituyen la sanción final a su actuación. Miedo, teñido de temor ciertamente, de la oposición, porque los nuevos comicios la pueden situar frente a las ásperas responsabilidades del poder.
Nuestros políticos, salvo honrosas excepciones (Fraga, Jiménez de Parga), parecen consecuentes con tal diagnóstico, afectados por una grave parálisis que les hace inmunes a lo establecido en la norma constitucional, tres años después de su entrada en vigor. Ello, evidentemente, es grave por tres razones: en principio, porque la discusión y aprobación de una nueva ley electoral requiere un cierto tiempo y bastante reflexión. A continuación, porque toda reforma electoral puede incidir sobre el sistema de partidos políticos existente. Y finalmente porque, aunque nadie discute ya en el ámbito científico -otra cosa es en el político- que una ley electoral condiciona radicalmente los resultados de una elección en un sentido o en otro, lo cierto es que sí tiene alguna influencia sobre los mismos. El sistema electoral no es una variable independiente, sino uno más de los factores de diversa índole que influyen en el desenlace de los procesos electorales.
Si hubiera que recurrir a un ejemplo convincente, podríamos aludir al reciente caso francés, en el que se ha puesto de manifiesto que a pesar de la opinión muy extendida de que el sistema electoral que introdujo la V República favorecía claramente a la derecha, el mismo sistema ha permitido que la izquierda se alce con la más brillante victoria electoral de su historia. Parece, pues, que una determinada ley electoral no hace ganar o perder, de forma automática, unas elecciones, aunque sí haya que reconocer, repito, que pueda contribuir en alguna manera a uno u otro resultado.
Ello es importante tenerlo en cuenta, ya que conviene señalar también que las elecciones, cuando comportan el cambio de los que mandan, no las gana la oposición, sino que las pierde el partido del Gobierno. Así ha sucedido en Estados Unidos con el triunfo de Reagan; en el Reino Unido, con la victoria de Margaret Thatcher; en Canadá, con la vuelta al poder de Trudeau, y en Francia, con la llegada de Mitterrand al Gobierno.
Todo ello nos indica algo que cada día es más evidente: el peso crecientemente mayor del electorado flotante en los países con democracia estable y alto nivel económico. Por supuesto, al afirmar esto no quiero resucitar el víeJo cadáver de la tesis de la muerte de las ideologías, sino simplemente subrayar que el mayor porcentaje de clases medias e ilustradas en estos países industrializados permite una mayor ponderación del voto entre partidos que, por otro lado, no poseen grandes desniveles en sus ideologías.
Límites de la Constitución
De ahí que podamos preguntarnos entonces si esta situación general es válida también en nuestro país en el momento en que nos enfrentamos con unas próximas elecciones que deberían estar regidas por una nueva ley electoral. Mi respuesta, con todo el riesgo que apareja la formulación de predicciones en política, es que probablemente será así, incluso por encima de cómo pueda ser la ley electoral futura. Entre otras razones, por el sencillo argumento de que el margen que permite la Constitución en temas electorales no es ya muy grande. En efecto, la norma fundamental, aparte de las modificaciones ya señaladas, sigue las líneas maestras que marcó la ley para la Reforma Política en el campo electoral.
Concretamente, en lo que se refiere al Congreso de los Diputados, el apartado 1 del artículo 68 establece, en primer lugar, un mínimo de trescientos y un máximo de cuatrocientos diputados. Lo cual quiere decir dos cosas: que la nueva ley electoral puede determinar, dentro del límite de esas cifras, el número estable de diputados-de una vez, o que, partiendo de la cifra mínima de trescientos, puede irse elevando, según los cambios de población, la cifra de diputados por provincia, hasta alcanzar el tope de cuatrocientos.
En segundo lugar, la Constitución mantiene la provincia como circunscripción electoral, lo que viene a significar que, dado, el número de provincias existentes en España, se trata de circunscripciones muy pequeñas para que pueda jugar con exactitud matemática cualquier fórmula proporcional.
En tercer término, se establece que la ley electoral deberá señalar un mínimo inicial de diputados por provincia, lo que comporta, dentro de la coherencia de los límites del número máximo de diputados, que no se pueda optar más que por uno, dos o tres por provincia. Un número mayor inicial, además de acentuar las desigualdades de representación entre provincias más o menos pobladas, podría hacer exceder, el número de cuatrocientos, al tener que distribuirse el resto de diputados proporcionalmente a la población, según cifras apropiadas.
Por último, el apartado 3 del artículo 68 exige que la elección se realice en cada circunscripción atendiendo a criterios de representación proporcional. Al señalarse únicamente esta condición se deduce que sería constitucionalmente posible la adopción de cualquiera de los sistemas proporcionales que exisien hoy en el derecho comparado.
Y, en cuanto al Senado, la Constitución podría haber adoptado dos posiciones coherentes: una primera hubiera sido optar por supresión, siguiendo la tendencia mundial que nos señala la pérdida de importancia de las segundas cámaras en los países en que todavía existe. La otra, siguiendo también la orientación,de los países que han adoptado, como nosotros, la descentralización territorial del poder, debiera haber sido crear una Cámara alta o Senado de estructura sernifederal, en donde estuviesen representadas directamente las diferentes comunidades autónomas.
Sin embargo, lo mismo que ha ocurrido en lo referente al título VIII, según ha explicado aquí en otra ocasión, no se ha optado claramente por una de esas dos soluciones, sino que parece que se ha querido tener en cuenta las dos al mistno tiempo, dándose lugar así a una fórmula híbrida y poco eficaz. Así es: por un lado, se ha despojado al Senado de la casi igualdad de que gozaba respecto al Congreso anteriormente y se le ha convertido en una Cámara capitidisminuida.
En cuanto a su composición, se mantiene la fórmula de cuatro senadores por provincia, pero se incluye también el párrafo 5 del artículo 69, que establece que «las comunidades autónomas designarán además un senador y otro más por cada millón de habitantes de su respectivo territorio».
Ahora bien, manteniéndose las líneas maestras de la situación anterior, hay que señalar, como consecuencia de la poca importancia que los partidos concedieron a esta Cámara en la constituyente, que no se menciona ningún requisito o fórmula electoral, remitiéndose para ello a la próxima ley electoral. Esto es importante, porque si se mantiene la fórmula mayoritaria anterior habrá que contar con que el Senado difícilmente dejará de ser un feudo de la derecha, lo cual podría ser un grave elemento distorsionador del sistema constitucional en el supuesto de que la izquierda obtuviese una mayoría absoluta en las elecciones al Congreso de los Diputados. Todavía se está a tiempo, pues, de evitar una guerra entre las cámaras que no sería beneficiosa para la democracia.
Jorge de Esteban es profesor agregado de Derecho Político de la Universidad Complutense, ex subdirector general del Centro de Estudios Constitucionales.
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