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El miedo a Israel

En la segunda quincena de junio las calles de Madrid se vieron embanderadas con el verde coránico de un país del Islam. Suculentos tratados comerciales traían a un monarca medieval a España, a uno de esos históricos amigos que vienen a reafirmar la tradicional amistad con los pueblos árabes. Hasta aquí un intercambio habitual entre Estados, normal en un país democrático deseoso de mantener buenas relaciones con todas las naciones del mundo. La vieja intolerancia española, el fanatismo religioso de otrora y el aislamiento imperial son recuerdos de una época afortunadamente superada.El Primer signo de anormalidad emana, sin embargo, de una información ampliamente difundida en la Prensa, según la cual el Rey don Juan Carlos había declarado a un diario saudí que España no establecería relaciones diplomáticas con Israel mientras ese país no devuelva todos los territorios ocupados a sus vecinos árabes. Ningún medio se percató de la anormalidad de la declaración, acostumbrados a partes similares emitidos por responsables del Gobierno, hasta que la propia Casa Real desmintió ese extremo, propio de ser dicho por un presidente de Gobierno o por un ministro, pero no por el Rey de todos los españoles. El sistemático incumplimiento de uno de los puntos del programa electoral del partido en el Gobierno, el reconocimiento de Israel, sigue los pasos de los últimos Gobiernos franquistas aferrados a una extraña mezcla de revanchismo, por el no reconocimiento de España por Israel en tiempos del bloqueo internacional y de un injustificado miedo a las represalias de los países árabes. Y para mantener esta arbitrariedad, todos los argumentos son igualmente válidos como insuficientes.

¿En qué reside el miedo a Israel? ¿Por qué no se reconoce alúnico país democrático de Oriente Medio y sí a todos los demás? El Gobierno de Beguin, con cuya ideología no participa más del 50% de los israelíes, es el representante de la mayor minoría política, al igual que el Gobierno español. No es el resultado de un golpe de Estado militar ni se trata de una dictadura popular surgida tras una revolución o una invasión militar. ¿Cuáles son entonces las razones éticas que impiden el reconocimiento de un país, manteniendo relaciones con naciones tan dispares como Bulgaria y Chile? El reconocimiento de un Estado no implica nunca solidaridad con su política nacional o internacional ni con sus formas de gobierno, y esto lo, sabe cualquiera. ¿Por qué las acciones de Beguin son más reprobables que las de cualquier otro Gobierno? ¿Acaso nuestro país ha roto sus relaciones con Irak por invadir Irán, o con Irán por bombardear Irak?

Si los responsables oficiales españoles niegan las razones económicas y el innegable miedo a las fantasmales represalias de los árabes tendremos que acabar pensando que el miedo a Israel de nuestros gobernantes es una suerte de terror irracional a esa diferencia, resto traumático de una vieja tradición de antisemitismo castellano que tuvo su gran aquelarre con la expulsión de los judíos en 1492 y en las, posteriores purgas inquisitoriales, que hicieron de este país un cómico escenario de buscadores de pureza de sangre con el consiguiente mercado negro de rancia cristiandad y blasones. ¿Es posible que en 1981 siga vivo ese espíritu antisemita que encontró en el fascismo un caudal cómodo y que tras el derrumbe de la locura hitleriana marchó a esconderse en sus formas más vergonzantes? Los más preclaros intelectuales españoles de la posguerra, que creyeron en el Movimiento Nacional, son ejemplos vivos de ese antisemitismo secreto disfrazado de conmiseración e ignorancia en las páginas del diario de Dionisio Ridruejo, o llameante y fervoroso en los hoy liberales que durante la guerra mundial firmaban en las revistas nacionalsocialistas. No es necesario dar los nombres de quienes no ocultaron entonces su miedo a Israel, y que hoy se amparan en éticas que no conocieron a la hora de Auschwitz y Treblinka. Pero esa es sólo una de las vertientes del antijudaísmo, la que tiene claras sus relaciones con la tradición más oscurantista, porque hay otra amparada en supuestos progresistas y en el mismísimo judío Carlos Marx, la cual sobradamente estudió Bernard Henri Levy. La segunda prefiere enmascararse bajo el nombre de antisionismo, que es una de las formas izquierdistas de ejercer el miedo a Israel.

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En aquella misma quincena de junio, y coincidiendo con la fiesta cristiana de Corpus Christi, se reunió en Zamora un congreso internacional de sefarditólogos. Delegaciones extranjeras, un director de la Unesco y catedráticos y estudiosos españoles intercambiaron información sobre esos españoles sin patria, como los llamó el doctor Pulido, y que casi siempre han recibido la incomprensión de quienes gobiernan a sus hermanos con patria. El congreso pasó casi inadvertido, no existía interés oficial en que se aireara esa realidad: más del 50% de la población de Israel es sefardita, o sea, de origen español, y un enorme porcentaje de esos judíos españoles conservan el viejo castellano que se llevaron al exilio. Por el contrario, este periódico informó de una orden del Ministerio de Exteriores para que los consulados españoles, restringieran las visas a los funcionarios israelíes ante lo que consideraban una campaña de intoxicación proisraelí iniciada con el viaje de Moshe Dayan a España. No sólo se trata de ocultar una realidad cultural y humana inocultable, sino impedir el tránsito de personas, que resulta ser uno de los derechos humanos inalienables pregonados por las actas de Helsinski, firmadas por España. El miedo a Israel parece crecer hasta cotas insospechables. Aunque tanto la oposición de derechas como la socialista coinciden con ese incumplido punto del programa electoral del partido del Gobierno: el reconocimiento del Estado de Israel.

Pero no todo el miedo es oficial, y eso es lo más grave. En las páginas de este mismo periódico, un conocido novelista acaba de confesar su propia manera de sentir su miedo, al condenar con una rigurosa frivolidad el hecho de que los judíos, no sólo los israelíes, recuerden anualmente el holocausto. Este narrador, entregado recientemente al polemismo, se rasga las vestiduras porque los judíos no quieren olvidar que seis millones de los suyos murieron exterminados por el nazismo alemán, como los japoneses no olvidan la bomba de Hiroshima. Sin compartir los criterios de los neofascistas de que «el holocausto es una mentira sionista», acepta que esto ocurrió en un tiempo tan lejano como el período comprendido entre el 30 de enero de 1933 y el 8 de mayo de 1945, contemporáneo al Imperio Babilónico, y que resulta de mal gusto recordar algo tan desagradable para el buen nombre del pueblo alemán. No satisfecho con esto, corre a manipular un acto religioso ante el muro occidental del templo de Salomón, comparándolo con las concentraciones de los nostálgicos del franquismo, Este fino prosista considera indigno recordar al padre o la madre asesinados en 1943 durante la destrucción del gueto de Varsovia, después de una heroica resistencia que desmiente la falta de rebeldía del pueblo judío y la falsa teoría de que se entregó a la muerte quejosamente, para poder vivir un Israel sobreviviente. Afortunadamente, el autor de novelas célebres no comparte tampoco las teorías de otro colega literario, elevado a la fama por una historia mágica de supercherías, que reúne en sus cuatro volúmenes toda la vasta panfletaria antisemita escrita desde los Protocolos de los sabios de Sión. Pero el miedo a Israel le empuja a creer que sólo recuerdan el genocidio de los judíos los .partidarios de Beguin y por estrictas razones electorales. No sabe el novelista que las cámaras de gas no fueron inventadas por el partido Likud, que el día anual de recuerdo a las víctimas del nazismo no fue instituido por Beguin, sino que se celebra en todos los rincones del planeta donde existen judíos y se les permite reunirse en una sinagoga, o que el holocausto no fue el resultado de una guerra civil, sino el cumplimiento de un plan diabólico de exterminio sistemático de todos los judíos del mundo. Tampoco su erudición alcanza a la gran biblioteca que sobre este tema se ha reunido en Yad Vashem, en una de las colinas de Jerusalén, y en donde puede ilustrarse ampliamente acerca del tema que tanto le horroriza. El miedo a Israel es lo que nuestro amigo debería tratar de olvidar para poder entender a quienes no pueden renunciar a ser lo que son y honrar a sus muertos. Un miedo a Israel que, como vemos, resulta ser múltiple y ubicuo.

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