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Reportaje:Madrid se encoge en verano/ 5

El robo de viviendas cerradas por vacaciones, un delito específico de agosto

Entre los barrios periféricos y los grandes almacenes hay decenas de cuñas publicitarias en las que se anuncian artículos "desde trescientas a 1.500 pesetas", cientos de vallas y affiches y miles de escaparates que acompañan siempre a los madrileños y les invitan a aprovecharse de las rebajas de verano. Cada vez que se detienen en. las calles, los hombres reciben mensajes de chicas paralelas que sonríen sugestivamente; las mujeres son tentadas con píldoras y bañadores que convierten a cualquier ama de casa en la chica 10, y los muchachos, con pequeños magnetófonos cuyos auriculares de alta sensibilidad permiten estrellarse contra las paredes cuando se va en moto, en bicicleta o sobre patines, disfrutando de los Bee Gees, Pink Floyd o The Who.Pero está comprobado que el estímulo que les hace dar el paso definitivo hacia el interior de los grandes almacenes no es la publicidad, sino el aire acondicionado. Los paseantes y turistas saben que traspasar el, umbral de El Corte Inglés ("En-agosto-más-ventajas"), Galerias Preciados ("Rebajas-a todo-trapo") Sepu o Simago es, en realidad, pasar de los treinta grados a la sombra a los veinte. Luego, como ocurre todos los años, compran exactamente lo contrario de lo que necesitan , y vuelven a casa sin saber que los grandes almacenistas han conseguido fuertes recaudaciones y que el aire acondicionado es el equivalente comercial de las piscinas y los refrescos.

Seguridad: igual que en invierno

Durante todo el año, los grandes almacenes son, con los bancos, los establecimientos que soportan una mayor tasa de robos. Los circuitos cerrados de televisión y los guardas jurados no pueden evitar del todo que alguno de los 3.000 clientes que están en el comercio consiga escamotear una camisa bajo la que lleva puesta, ocultar unas cucharillas en los calcetines o guardar disimuladamente en la bolsa con el logotipo del comercio una casete, un cortauñas o el último éxito de venta.

El número de robos decrece mucho en verano. En el mes de febrero los auxiliares administrativos de la Jefatura Superior de Policía registraron 6.654 delitos contra la propiedad, calificación que incluye sustracciones, robos con violencia en las cosas y atracos, y 1.783 hurtos de coches. En agosto de 1980, el núniera de delitos generales descendió a 4.667, y el de hurto de coches, clasificado aparte, a 1.007. Hay, a pesar de todó, un delito específico del verano: el robo de chalés y pisos cerrados por vacaCiones. En muchos casos, la policía tiene graves dificultades para investigar, porque son denunciados en septiembre. El año pasado, los expertos calcularon al menos cien. Frecuentemente los ladrones se comportaron como metódicos empleados de una compañía de mudanzas: llegaron con un camión cubierto, cargaron pacientemente, todos los muebles y enseres y desaparecieron.

Para garantizar la seguridad ciudadana, la guarnición policial de Madrid sigue siendo muy aproximada a la del invierno: 1. 140 funcionarios del Cuerpo Superior de Policía, 6.774 policías nacionales, 7.279 guardias civiles y más de 4.500 policías municipales; los 160 hombres del TEDAX, o Brigada de Desactivación de Explosivos, y un retén permanente de noventa bomberos y conductores siguen también en estado de alerta.

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Y, no obstante, la ciudad carece, como en invierno, dé recursos para evitar las primeras causas de la delincuencia: por ejemplo, de centros sanitarios especializados en la corrección del consumo de drogas duras, que son el móvil del 80% de los delitos armados. En algunas, como el centro piloto de la Cruz Roja, de la calle de Fúcar, 8, trabajan dos equipos en condiciones heroicas: por sus consultorios, forrados con decadentes piezas de hule, pasan chicos demacrados que llegan casi siempre con los bolsillos vacios y una cucharilla colgada al cuello; madres de familia que sostienen, avergonzadas, a niños de primaria que aspiran vapores de pegamento Novoprén, y a seres indeterminados que parecen mirar con estupor desde el fondo de sus ojeras. Los médicos y asistentes sociales de Fúcar advierten a los visitantes de que en sus tratamientos no se u san sucedáneos de droga, y garantizan un secreto absoluto. En las situaciones de máxima impotencia se dice que, mientras el gramo de cocaína se cotice a casi 10.000 pesetas y el de heroína a 20.000, habrá demasiado interés en difundir la droga y, por tanto, en aumentar el numero de drogadictos.

Tampoco dispone Madrid de recursos primarios contra la delincuencia juvenil, como no sea el de ingresar un número indefinido de vece s a los niños terribles en los dos reformatorios y esperar a que den señales de vida cuando se han fugado. La biografla de el Jaro, el Bizco, el Colega y el Kung-Fu no es otra cosa que la verdadera historia de un Madrid suburbial, apretado y confuso, en el que la unica familia posible es la pandilla.

El Bizco atacaba en Villaverde porque no veía otro modo de dejar de ser simplemente el Bizco. Y en San Blas, que es el Bronx español, el Kung-Fu ha brindado unas valiosas claves a los sociólogos. Todo empezó cuando se emitía por televisión la serie. Kung-Fu. El muchacho se miraba fijamente en un espejo y se decía que, con algunos retoques, podría pasar ante sus amigos por aquella especie de bonzo on the rocks que desarmaba a matones y pistoleros a cámara lenta. Un día apareció en la calle con la cabeza afeitada y descalzo. Por arte de magia, en el barrio empezaron a llamarle el Kung-Fu.

En lugar de perseguir matones, el Kung-Fu se convirtió en uno de ellos. Se especializó en gasolineras y en coches. Me gustan los Seat de mayor cilindrada: son rápidos y fáciles de manejar". No puede decirse que fuera muy valiente; en cierta ocasión, un viejo empleado hizo huir a toda la pandilla, armado sólo de una lata de aceite lubricante.

Los funcionarios policiales de la y Comisaría de San Blas pensaban íntimamente que aquel chico de de ojos tristes y cabeza de huevo no cavilaba demasiado bien. Su comportamiento en los interrogatorios era chocante. Solía decir, más o menos: "Anda, que hoy, que me habéis cogido, por la cara. Porque no he hecho na. Si me hubiérais trincao ayer, cuando estaba robando la gasolinera tal, vale, pero es que hoy no he hecho na".

Más de una vez, los inspectores que patrullaban por la zona oyeron que alguien les llamaba por sus nombres desde un coche y luego les saludaba aparatosamente con las manos. Era el Kung-Fu

La persecución terminaba siempre en el portal de su casa, porque el chico no conocía otros escondrijos. Alrededor, los funcionarios recuperaban ocho o diez coches robados y convertidos en uno de los parques móviles más completos de la ciudad.

Un día, el Kung-Fu fue tiroteado en Mejorada del Campo, después de atracar una, gasolinera, Le alcanzaron varios balazos, dos de ellos en la cara y en la garganta. Estuvo a la muerte, perdió la voz , y hoy habla con un soplido: "Quiero ser mecánico", mientras le cae de la boca un hilo de saliva. La nueva situación limita mucho su repertorio cinematográfico. Probablemente, los chicos del barrio empezarán cualquier día a llamarle Ouasimodo.

La soledad de juzgados y ministerios

Desde la inauguración del gran edificio judicial, el aspecto de la plaza de Castilla ha cambiado mucho. Hasta entonces, cientos de madrileños se congregaban en las bifurcaciones próximas a la prolongación de la Castellana. Los obreros de la construcción, en camino hacia las urbanizaciones de Mirasierra, carretera de Colmenar Viejo y el Pinar de Chamartín, se citaban allí para tomar los autobuses periféricos. De madrugada, los obreros que esperaban los pes-verdes veían pasar con nerviosismo, sobre el fondo gris de las tapias, a los oficinistas que trabajaban en el centro y que descendían de los autobuses y entraban rápidamente en la boca del metro. Por la tarde, la situación se invertía: los obreros bajaban al metro apenas habían abandonado las camionetas y se encontraban con los grupos de oficinistas, que estaban esperando sus autobuses para volver a casa. En verano, los dueños de los tenderetes les vendían tabaco, cerillas y caramelos de menta, y en invierno, castañas asadas, mientras asistían al extraño ceremonial en el que las bolsas de lona se cruzaban con las carteras de mano.

Cuando abrieron el edificio judicial, el torbellino se cambió al final de Bravo Murillo: los seiscientos trabajadores que se ocupaban de los veintidós juzgados de instrucción y de los diecinueve de Primera Instancia precedian, a paso lígero, a ex delincuentes juveniles, matrimonios mal avenidos y a una muchedumbre de agresores y víctimas en todas sus formas. En los días de más movimiento entraban en el juzgado de guardia setecientos nuevos asuntos.

Con la clausura del año judicial, al comienzo de las vacaciones de verano, la plaza ha vuelto a recobrar su antiguo aspecto. El gran edificio blanco de los juzgados se ha transformado de repente en un falso panteón. Las fachadas de piedra artificial las esquinas chafianadas, los marcos dorados de las ventanas y cierta solidez fría y excesiva hacen pensar, si se le mira atentamente, que entre losas y ventanales faltan epitafios, jaculatorias, responsos y esquelas de defunción. Los procesos, sujetos durante el año a un dinamismo lento, pero implacable, se detienen en los archivos, o nichos judiciales, de manera que las únicas hojas muertas de Madrid-agosto son las de los sumarios y expedientes.

A pesar de los esfuerzos para reajustar las vacaciones judiciales, los madrileños tendrán, hasta mediados de septiembre, la única opción del juzgado de guardia.

Muchos de los que han vuelto de vacaciones a finales de julio han encontrado en sus agendas de trabajo avisos sobre consultas o visitas a direcciones generales, subdirecciones, servicios y negociados de alguno de los ministerios. Son inútiles: la ausencia de varios millares de los oficinistas responsables de la vida oficial ha convertido a media Administración pública en un contestador automático.

Los interlocutores de los ministerios, no importan sus temas de conversación, están destinados a ir, como almas en pena, de una extensión telefónica a otra. Viajan, sin saberlo, por ventanillas, rellanos, pasillos, antesalas, secretarías y despachos, y en los mejores momentos consiguen hablar durante treinta segundos con delegados, subdelegados y validos de los ausentes; con fieles burócratas convencidos de que el mejor modo de no equivocarse es no decir nada.

En el código de los sustitutos hay siempre una contestación vaga, dilatoria, para toda pregunta posible. Cuando los consultantes tardan en recordar que más de la mitad de los 334.000 oficinistas de la nómina de Madrid han cerrado hasta septiembre, están condenados a respuestas cada vez más demoledoras, con arreglo a la siguiente serie: "Llame más tarde", "Llame mañana", "¿Quién le dijo que llamara en sábado?", "El señor que debía atenderle ha salido a desayunar", "Ha salido de viaje" y "Ya está en la playa". Y cuando al fin preguntan quién se encarga de administrarnos en verano, la mundial: "A mí no me diga nada; yo soy el ordenanza".

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