130.000 edificios para dos millones de personas
La llegada de los madrileños de agosto coincidió con el final de la cotidiana operación de recogida de basuras. Durante el año, Madrid produce 2.300 toneladas diarias de desperdicios, y en verano el vertedero se reduce aproximadamente a la mitad. Sin embargo, los basureros de guardia repiten sus acostumbrados movimientos como si todo siguiese igual. Para un buen conductor de camión de recogida, la primera virtud es la rapidez, como para el jefe de coche y los tres peones del resto de la cuadrilla lo es la precisión de movimientos. El frenazo coincide con el descenso de los cargadores desde el estribo trasero; el vaciado de los cubos, la puesta en marcha de la trituradora, el golpe de aviso en la barra, después del último crujido, y el acelerón hasta los siguientes cubos de goma negra son para el equipo un acto reflejo, una sucesión de gestos tan naturales como ponerse el guante de piel vuelta o rascarse la nariz.Por el mismo sistema, 1.262 basureros retiran unas 70.000 toneladas en los meses peores, sin caer en la cuenta de que el crecimiento de los vertederos es un claro signo de prosperidad: en 1.963, cada madrileño producía 173,6 kilos de desperdicios por año; en 1.980, más de 250 kilos. Para ellos, la aparición de las bolsas de plástico y de los abigarrados envoltorios de papel impermeable en los diez millones de metros cuadrados de aceras ha sido la novedad más señalada de la última época; una especie de etiqueta de la vida moderna que ha dado un toque de exotismo, el único, a los trajes grises de los trabajadores. El olor sigue siendo el mismo mal olor de siempre. Sobre todo en verano.
En cambio, los 3.365 peones que se encargan de la limpieza pública no tienen el mismo problema: el barrido, repaso, baldeo y riego de calles, y el vaciado de las 8.000 papeleras públicas, permiten, por el contrario, una reconfortante patrulla de parques y jardines. Además, el trabajo de los limpiadores exige un pequeño margen de habilidad: en otoño hay que acertar a las hojas de castaño de Indias al primer intento; en junio, julio y agosto, a fundas de polos y bombones helados, pasquines con ofertas de casitas en la sierra y octavillas políticas, según y cuándo. Los barrenderos son, probablemente, los únicos madrileños que se detienen a hablar en las esquinas. Si se les nota menos es porque también van de gris y porque no suelen levantar mucho la voz, excepto cuando se les pregunta dónde está la calle de Tal, en cuyo caso se disputan la respuesta mientras mueven los brazos como péndulos, por una comprensible deformación profesional.
Agosto: de ciudades sanitarias a hospitales geriátricos
Muchos de los madrileños que enferman en época laborable se reponen haciendo cola ante los consultorios de San Blas, Doctor Esquerdo, Fuencarral o Vallecas. Gracias a las salas de espera, padres y madres de familia intercambian ideas sobre papillas, trucos, generalmente mágicos, para identificar el aceite de colza desnaturalizado, ya sea hirviendo anillos de plata purísima en caldo de rana de San Antón, o rezando un suplicatorio al alba, y también versiones del 23-f, pronósticos y lamentos. Debió de ser en las largas esperas de los ambulatorios cuando se descubrió el sistema que varios miles de titulares de la Seguridad Social pusieron en práctica en vísperas del viaje de julio, igual que otros habían hecho un mes antes: con el pretexto de enfermedades crónicas, internaron por sorpresa a los abuelos en uno de los nueve grandes hospitales de la red sanitaria para deshacerse temporalmente de ellos. Una arritmia cardiaca bien defendida, un asma bronquial o una simple caída de tensión pueden crear tan graves cargos en la conciencia de un joven médico de guardia como para garantizar una de las 1.680 camas del Piramidón o de las 1.095 del Primero de Octubre. Cuando en el hospital quieren darse cuenta de que la enfermedad es crónica y de que, por tanto, no tiene remedio, la familia está en una de las siete grandes vías de escape hacia la costa.
En varias de las grandes ciudades sanitarias madrileñas, la picaresca de los ingresos es siempre denunciada al final de los veranos. "Aunque fueron concebidos como centros de urgencias, los grandes hospitales van a acabar convirtiéndose en gigantescas clínicas geriátricas y a desempeñar una misión opuesta a la que se les asignaba", dicen todavía algunos jefes de servicio, mirando acusadoramente los libros de ingreso. El doctor Guillén, jefe adjunto de geriatría del hospital de la Cruz Roja, un caserón de ladrillo con aires de antiguo palacio episcopal, tiene una opinión más benévola del caso, quizá porque su sección se ha curtido en la barriada de Tetuán-Cuatro Caminos, una multitud de casi 200.000 personas, cuya edad media es la más alta de la ciudad. Por una sorprendente coincidencia, ocupa algunos de los conjuntos de edificios más viejos, en una simbiosis todavía no muy bien explicada entre hombres y casas.
La tesis del doctor Guillén es que la picaresca de los ingresos no es una costumbre, sino un comportamiento excepcional y tal vez reservado a familias agobiadas durante el año por la necesidad de atender a uno o varios familiares impedidos. "No se puede negar a nadie el derecho a disfrutar de dos semanas de vacaciones", responde al sector crítico.
Convencidos de que el mejor hospital para un anciano enfermo es su propia casa, los médicos de Cruz Roja organizaron, sin embargo, hace varios años un servicio de asistencia domiciliaria en el que se alternan, divididos en tres equipos, el doctor Mohíno de la Torre, las enfermeras Inés del Valle, sor Angela Bargueño y Estrella Andrés, dos auxiliares de clínica y una asistenta social. Viendo trabajar a Estrella Andrés es fácil imaginar el espíritu del equipo. Cuando el furgón-microbús se detiene en la dirección correspondiente, Estrella marca dos tiempos: uno para recoger la bolsa de instrumental, otro para descender aprisa, casi de un salto. Una vez en la escalera, bromea al tropezar en un peldaño defectuoso, se ajusta la cofia, deja la bolsa, llama al timbre, la recoge de nuevo y pasa al interior. Entre la puerta y el dormitorio saluda al familiar, consigue enterarse de alguna pequeña travesura del viejo y, sin detenerse, le llama por su nombre de pila, le reprende por la travesura, abre la bolsa, elige el instrumental con movimientos muy precisos y hace las curas sin cambiar de conversación. Cinco minutos después han desaparecido de la casa la enfermera Estrella Andrés, la bolsa y la inercia del tedio que se respiraba al abrir la puerta. Los especialistas del hospital de la Cruz Roja dicen que en Madrid hay más de 400.000 ancianos. Calculan que pronto serán muchos más "porque la esperanza de vida es cada día mayor" y, al llegar el verano, discuten el papel de los familiares que, a última hora, han decidido ingresar al abuelo en el hospital para irse de vacaciones. Una cosa parece cierta: hay en Madrid una ciudad indefensa de abuelos que esperan el comportamiento de la otra ciudad.
El mejor amigo del perro
Hay una segunda ciudad desamparada: la de los perros, gatos, pájaros y otros animales domésticos. Hace algún tiempo, una colegiala de Primaria paseaba un cachorro de león por la Castellana, camino de la heladería Oliveri, donde luego pedía una caja de crema de pistacho. Era, decían, uno de esos cachorros que se alquilan por meses y se devuelven luego cuando han crecido y comienzan a mirar sospechosamente a sus protectores a la hora del almuerzo. Otras muchachas pasean perros a través de Alberto Aguilera, se detienen bajo las estalactitas de cal de "Helados americanos" y, después de elegir un polo de colorines, se dirigen hacia la plaza del Conde Duque, donde llegan a reunirse, al atardecer, cien perros, cien dueños y una nube de humo colgante y dulzón. Camino del Retiro, las colegialas con perro se detienen también en la heladería Arnoldo, de la calle de Atocha. Pero la rara sociedad de chicas, animales y heladerías se hace visible sobre todo en los jardines de Sabatini, el lugar de toda la ciudad en que sin duda viven más gatos, incluido el Mercado Central de Pescados, en la Puerta de Toledo. Al volver de Sabatini con sus perros las chicas se detienen en Palazzo, en la calle de Bailén, 11, una de las ocho heladerías artesanales de Madrid; eligen alguna de las diecisiete especialidades de mantecado que prepara Jose Cea en la trastienda, frecuentemente la de sabor a melón o helado-hit del verano, y observan con simpatía alas viejecitas, que saborean muy despacio las bolas de turrón en los sillones de al lado, después de discutir la lista de precios, de 35 a 100 pesetas. Más de 400.000 madrileños pasean sus perros, camino de los parques, o vacunan sus gatos o compran combinaciones, o aminoácidos para sus canarios.
Pero al llegar el mes de vacaciones, comienzan a pensar qué se puede hacer con pastores alemanes, boxers caniches y foxhounds en Benidorm, en Mallorca o en Roma. Hace varios años, el Zoológico de Madrid abrió una guardería de verano donde se garantizaba una atención completa a cualquier animal por 75 pesetas diarias. La razón oficial del cierre de aquella guardería fue el potencial peligro de contagio para los animales del parque. Hoy, la cuestión ha empeorado mucho. Es cierto que hay nuevas residencias privadas para animales, pero también es verdad que los precios se han disparado y que, después de un largo veraneo, podrían comprarse 101 dálmatas con lo que determinadas guarderías cobran por custodiar, alimentar y mantener en forma a un chihuahua. En la residencia del doctor Ruiz Pérez, de Arganda, ya habían sido ocupadas todas las plazas para perros y gatos el 27 de julio, aunque los precios diarios por la pensión completa sean 300 y 250 pesetas, respectivamente. Sólo se admitían canarios y otros pájaros, al precio de cien pesetas jaula. En el consultorio-residencia de Profesor Waksman, 10, para los que prefieren lugares céntricos y alegres, aún había plazas libres, si bien se exigía una fianza de 8.000, en previsión de q e los dueños no vuelvan nunca, y cuotas de 420, 325 y 200 pesetas por día.
El destino de los abuelos madrileños parece fatalmente ligado al de sus animales de compañía, aunque nunca llegue a ser tan trágico. Ayer, 1 de agosto, y después de que sus dueños echasen cuentas, más de mil perros fueron abandonados en las siete grandes salidas de la ciudad. Son esos perros tan fáciles de atropellar que miran fijamente desde el arcén y dejan en sus ejecutores la duda de si eran perros idiotas o si se habían quedado estupefactos.
La muerte se aleja con los veraneantes
Otros hechos confirman también que la muerte se aleja con los veraneantes. En época laborable, dos madrileños consiguen suicidarse cada día y otros diecinueve lo intentan. Hasta hace unos pocos meses, casi todos los suicidas consumados eran varones de cierta edad y siempre elegían sistemas muy violentos, ya fueran la horca, el salto al vacío o el accidente de tráfico voluntario. Ahora parece que han sido ligeramente superados por las mujeres, en cuyas mentes la violencia ha desplazado a los barbitúricos. Aún están incompletas las estadísticas, pero ya puede adelantarse que la cifra proporcional de suicidios ha descendido respecto a la primavera. Si se mantiene la relación entre efecto y causa, también habrá descendido el número de frustraciones sexuales, que son, según los estudiosos, el principal motivo, seguramente porque tienen algún punto común con la soledad.
Dicen también que las enfermedades de Madrid-agosto son leves. Casi nunca sobrepasan la colitis, de la que se culpa siempre a las verduras, y el resfriado, del que se culpa a los acondicionadores de aire. En consecuencia, y a pesar de la llegada de los viejos, muchas de las 25.000 camas hospitalarias de la ciudad quedan vacantes hasta septiembre, lo que parece probar la teoría de que, para los madrileños, la enfermedad es sobre todo un estado de ánimo.
Por si acaso, muchos de ellos iniciarán su primer día laborable en agosto como en junio. Es decir, consultando el horóscopo.
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