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Joaquín Garrigues Walker, un llamado a la libertad

El liberalismo es una conducta y, por tanto, es mucho más que una política. Y, como tal conducta, no requiere profesiones de fe, sino ejercerla, de un modo natural, sin exhibirla ni ostentarla. Se debe ser liberal sin darse cuenta como se es limpio o como, por instinto, nos resistimos a mentir.La cita es de Marañón. Joaquín Garrigues se las sabía de memoria. Hasta la utilizó, creo, en alguno de sus artículos. Y la practicaba a conciencia, con esa espontaneidad tan evidente que caracterizó siempre su andadura. En realidad, su bagaje no era apenas teórico: el sello que este hombre tan prematuramente malogrado ha impreso en quienes tuvimos la fortuna de coincidir con él de algún modo no proviene de algún aleccionamiento intensivo o de alguna extraordinaria capacidad persuasora: más bien, y sobre todo, es fruto de la sorpresa que producía su conducta singular. Singular porque no es moneda corriente tanta sinceridad desgarrada, ni un respeto tan estricto a las ideas y los comportamientos ajenos, ni un desprendimiento tan grande de las cosas que a los demás estimulan pasiones; máxime, en un político con vocación tan irreprimible y en un hombre que, por todo, tuvo que sortear, siempre con su enigmática desenvoltura, la exasperante frivolidad de sus entornos más frecuentes.

Me guardaría mucho de decir que la imagen de Joaquín Garrigues -que corre el riesgo de mitificarse, como todo cuanto queda definitivamente inmóvil, en lo alto- ha de permanecer al margen de la cosa pública, de la política misma, ya sea en el más trivial o en el más magnánimo de los sentidos de esta palabra pendenciera y desprestigiada. Ni él mismo querría tan espiritual destino, ni sería posible, probablemente, separar ideas que nunca dejaron de ser partes de un mismo todo. Pero lo que sí he de decir es que, más allá, y por encima del Joaquín Garrigues aureolado con los dijes de su brillantez concreta, otra faceta menos visible de su rebosante humanidad ha esparcido orfandades, y ausencias al emprender la irreversible marcha. Junto a quienes recuerdan al mirífico adalid de una causa específica, otros muchos sentimos el vacío de aquel sosegado, apenas perceptible, a menudo involuntario, ejercicio del liberalismo, que era como un derroche sutil de tolerancia. como un constante alarde de sensibilidad ante el cerco de respeto que cualquiera adquiría en su presencia.

Hay hombres, y él era uno de ellos, que no habrían de medirse nunca por raseros objetivos. Lo de menos en Joaquín Garrigues era cuanto podía ser conmensurable: los cargos sucesivos, el relumbre social, el equipaje ideológico, las indudables aptitudes políticas... Lo prodigioso en él era su presencia, la sola presencia, que emanaba unos flujos envolventes, embriagantes de cordialidad, que dejaban al interlocutor embarcado en sus manos, preso en su mundo de humor inteligente y parco con el que, de modo magistral, anudaba lazos o marcaba distancias. En todo caso, quien conociese de él algo más que la sola superficie

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habrá de recordar, aparte de una envergadura excepcional, el atractivo indescriptible de una personalidad fuera de lo común Tan fuera de lo común que hasta la muerte fue para él como un amargo juego sin sentido.

Por todas estas cosas, no es extraño que la silueta de Joaquín Garrigues aparezca en el fondo de algunos acometimientos políticos. Excepto alguna burda manipulación amarillenta que de él han hecho algunos que nunca fueron liberales, todas las demás empresas de este tono son perfectamente comprensibles: es lógico que quien con tanta dignidad abanderó una idea haya hecho prosélitos aquí y allá, e incluso sirva de estandarte a éstos o a aquéllos. Pero este no es un fruto trascendente: sería menguada cosecha la que se limitara a dar un enjambre de discípulos, o un partido político, o aun una triunfante opción de poder: el poder tiene siempre. muy poco que ver con las convicciones morales, y aun se contradice con frecuencia. con las más nobles. No en vano aquel aforismo que asegura que el poder corrompe ha tenido fortuna en el mundo acartonado de las citas literarias.

De ahí que algunos quisiéramos -y el algunos no tiene entidad corporativa por cuanto, como siempre, hablo sólo en m nombre, aun sabiendo que hay otros que en esto piensan como yo- que la memoria de Joaquín Garrigues, que en nosotros dejó mella y huella, sirviera para beneficiar, en el más conceptual de los sentidos y fuera de la lid partidaria, a un país como este que, por encima de los tópicos, las evidencias muestran surcado por in transigencias de ancestrales raíces; acosado por represiones ancladas más allá de la Edad Media; dominado por taumatúrgicos tabúes y por integrismos de toda estirpe y procedencia; amenazado por visionarios que, con disfraz de liberales, no son sino advenedizos en esta gran ceremonia de. concordia que acaba de iniciarse.. En este país nuestro urge hacer, antes que las políticas concretas, un gran esfuerzo de proselitismo actuando sobre las gentes, especificando qué valores han de impregnar la democracia, gobierne quien gobierne, y dejando sentado qué nos falta y de, qué bagaje debemos desprendernos cuanto antes. Y a este empeño docente ha de aplicarse la atractiva aureola de Garrigues hasta conseguir el objetivo arduo de que cada cual empiece a aceptar incondicionalmente al prójimo; de que se deje de medir a los demás por los mezquinos baremos de nuestras represiones personales; de que se evite el juicio de cuanto no nos concierne juzgar; de que se obvie la morbosidad de la contemplación de las miserias de los otros; de que las propias impotencias no provoquen excesos castradores.

En los últimos párrafos de El espectador, Ortega dice que el líberalismo, antes que una cuestión de más o de menos en política, es una idea radical sobre la vida: es creer que cada ser humano debe quedar franco para henchir su individual e intrasferible destino. Y nuestra primera obligación, la de todos aquellos que pensamos, con Azorín, que, efectivamente, la primera cualidad de la civilización es el respeto, es, pues, Atender esta sugestión de Ortega: luchar por la franquía del hombre, para que aderece su potencia vital siñ presiones espurias, sin el acoso represor de una sociedad anquilosada y pusilánime.

Este ha de ser el logro primero de una democracia que, hoy por hoy, Joaquín Garrigues seguiría mirando con un rictus de ironía en el semblante y con aquella sonrisa de muchacho travieso que tanto desconcertaba a algunos de los instalados.

Hoy, cuando se cumple un año de su muerte, la evocación de su memoria sigue siendo el llamado a una libertad interior que todavía no ha cundido en los corazones.

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