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Sobre el concepto de la realidad política

Antonio Gala escribió en EL PAIS SEMANAL del pasado día 5, bajo el título de «Nuestra realidad», un excelente artículo en el que ésta era contrapuesta a la encogida «realidad política» de nuestros malhadados políticos profesionales. Y me felicito a mí mismo de él conjeturando que, junto a la náusea que la conversación de aquella cena -en la que yo también estaba presente- le inspiró, también pudieron contribuir a moverle para su redacción los efectos retóricos que, en medio de la discusión, yo procuré, atribuyéndole a él el papel de quien -porque apenas hablaba, sin duda a causa del asco que ya se había producido en él-, no entendía el razonamiento contrario y yo, irónicamente, hacía como que se lo explicaba.Por supuesto, no he de repetir aquí, malamente, el artículo de Gala. Por lo que voy a preguntarme es por el origen de ese concepto de «realidad política», tan importante en su época -y aun en la nuestra- cuando es bien entendido, tan venido a menos en la argumentación de quien compartió con nosotros aquella cena.

Frente a la confusión tempranamente nacional-catolicista, sustentada por el imperio español, de la Iglesia y el Estado, de la comunión confesional y la convivencia de ciudadanos de diferentes creencias, de la religión y la política, pero evitando a la vez, por el otro extremo, la subordinación por Maquiavelo, de la religión (y los demás valores extrapolíticos) a la política, en Francia, por obra, en el plano teórico, de Jean Bodin, y en el de la praxis, por el partido de los denominados, por antonomasia «políticos», de entre quienes surgió el gobernante cardenal Richelieu, se llevó a cabo el deslinde de un ámbito, precisamente el de «la realidad política», en el que se haría posible la convivencia cívica de todos, dentro del mismo Estado, por mucho que discrepasen en otros terrenos y, particularmente, en el religioso. (Recordemos las «guerras de religión» que estaban asolando, por entonces, el país vecino). Este proceso -necesario- de secularización del Estado y de la vida civil culminó, tras corregir las desviaciones laicistas de una cabal laicidad, en esa conquista moderna que ha sido la separación de la Iglesia y el Estado (que la jerar quía española, en muchos de sus prelados, está todavía lejos de haber comprendido y asimilado). La gran aportación francesa a la ciencia y a la praxis política ha consistido, pues, en la constitución de un ámbito autónomo y neutral con respecto a cosmovisiones de un ámbito autónomo -y «neutral» con respecto a cosmovisiones, metafísicas, escatologías, trascendencias axiológicas- que por ello puede y debe acertadamente llamarse «realidad política».

No es éste el lugar donde proceda discutir la posible desmesura de una autonomía total de lo político, con su secuela de una temible «razón de Estado», concepto, sin embargo, de raíz mucho más maquiavélica que bodiniana. Ni es el lugar ni, felizmente, se siente hoy, en el plano de la teoría y en el del modo de ser, prevenir contra posibles excesos, pues el talante actual, mucho más cercano de la acracia que de la estatolatría, tiende a relativizar no sólo esta pretendidamente absolutista primacía del Estado, sino la centralidad misma, para la vida humana, de ese acotado recinto de «la realidad política». No se acaba de entender el actual descrédito de los políticos, si no vemos que, más allá de su torpeza en cuanto tales, se trata de una desvaloración de la esfera política misma. Que esta desvaloración proceda, como ellos tienden a pensar, de una pérdida de entrenamiento democrático o, más bien, como otros creemos, de un entendimiento de la democracia que no se conforma con su praxis alienada del pueblo y de las bases e hipostasiadamente parlamentarista y gubernamental, es otra cuestión.

Como quiera que sea, me parece, en efecto, característica de nuestra época el creciente interés por otros «espacios» -el del tiempo libre y la vida cotidiana, el ecológico, con la preocupación ecologista, el psicodélico, el de las pacíficas revoluciones socioculturales y sociomorales -ajenos al de una «realidad política» que, considerada como «politicismo», tiende a ser dejada en manos de quienes han hecho su profesión de la política. Personalmente, pienso, sin embargo, que esta despolitización es equivocada, incluso, y particularmente, desde el punto de vista de quienes pensamos que el quehacer político no es el más importante quehacer humano, porque la viabilidad colectiva de esos otros quehaceres a los que damos primacía se decide precisamente en el plano de las decisiones políticas. La «realidad política», aun cuando menos autónoma y menos fundamental de lo que sostuvo la ciencia política moderna, constituye una auténtica realidad.

Mas ¿qué tiene que ver ese concepto clásico de «realidad política» con aquello tras lo que, desmayadamente, es verdad, «se parapetaba nuestro interlocutor de la cena en cuestión, y contra lo que, con toda la razón, se revuelve Antonio Gala? Nada. «Realidad política», para nuestros sed¡centes políticos de izquierda significa el pretendido conocimiento en detalle de unos para nosotros, los legos, arcana regni, es decir, de las amenazas, intromisiones y presiones de la instancia potencialmente golpista del Ejército. Ahora bien ¿es propiamente «política» esta mediatización -internalizada por nuestros políticos- del golpe? Sólo en el sentido de la afirmación famosa de que la guerra -en nuestro caso la conminación bélica de un terrorismo militar- constituye una continuación de la política con otros medios. Y con esto desembocamos en otra realidad que sí es plena y lamentablemente política: la de esa decisión o, mejor dicho, indecisión, vano intento de racionalizar el miedo, según la cual el mejor modo de defender la Constitución es ir renunciando, artículo por artículo, a ella, y la única manera de preservar la democracia es ejecutar, desde el poder legítimamente constituido, la voluntad de los golpistas. ¡Ah!, pero eso sí, conservando el Parlamento.

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