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"The Spanish horror show"

«Si le llevo a mi madre, que vive en Suecia, una primera página de un periódico español, estoy seguro de que la daría un infarto de miocardio... ». Así se expresaba la otra tarde un periodista extranjero a la vista de los titulares de un diario cualquiera, de un día cualquiera en los inicios de esta canícula que presagia un otoño tormentoso. Efectivamente, la cosa más o menos era así: Más víctimas de la epidemia de neumonía, Sospechas de torturas en el caso de AImería, Policía municipal muerto en Madrid en un atraco, España se asfixia en una ola de calor sin precedentes en el siglo, Y, por aquello de que tampoco por ahí fuera la cosa anda para bromas, la única noticia del extranjero se refería a los miles de muertos en Irán con motivo del terremoto. O sea, que está muy claro de que estamos al fin del milenio y el sentimiento milenarista nos domina.Vamos por partes: los periodistas, y los periódicos, no inventan nada y es obvio que todo ese cúmulo de horrores está en la realidad. Más complejo sería, sin embargo, analizar por qué, entre nosotros, sólo las malas noticias son noticias y más complejo aún sacar de ello consecuencias de un sentimiento, probablemente no tanto colectivo como común en ambientes político-periodísticos, que gira alrededor de un desolado pesimismo que se niega inconscientemente a hacer otra cosa que no sea tirarse del pelo para salir del agujero. Y eso sin desconocer el hecho, demasiado evidente, de que cuando los poderes públicos, como en Almería, no asumen su responsabilidad, la Prensa no tiene más remedio que suplir un papel de acusación permanente que, en principio, no le correspondería. Lo que sucede es que ese espíritu se ha desbordado y contagiado a todo el quehacer periodístico que, en esto, no es sino un reflejo del sentirniento de vivir políticamente a la intemperie. Lo curioso es que, en estos momentos, son los demócratas y sus medios de expresión los que más cultivan no ya los fallos del sistema, como sería y es su papel, sino la debilidad del mismo a través de la sistemática y permanente elevación a categoría de las, por otra parte abundantes, quiebras de la democracia. Lo mismo que la hábil campaña de los golpistas ha conseguido, o puede conseguir, que el juicio a Tejero y adláteres se convierta no enjuicio a su actitud sediciosa, sino a la democracia, los demócratas de este país, y no se sabe bien por qué extraños mecanismos de

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mala conciencia, damos la vueIta al calcetín convirtiéndonos a la mínima oportunidad, y oportunidades abundan, desde luego, en acusadores implacables del sistema que dependemos. La otra tarde, y sin ir más lejos, en un coloquio público en el Ateneo de Madrid, y sobre el tema genérico de denuncia del terrorismo, varios intelectuales de inequívoca trayectoria de permanentes defensores de la libertad acabaron, de alguna manera, convirtiendo sus intervenciones en auténticas proclamas contra esta democracia, en un afán sin duda loable de mejora y de autocrítica, pero haciendo constante hincapié en los ostensibles fallos y pasando a vertiginosa velocidad por algunos logros que, sin duda, existen Especialmente si se tiene en cuenta de dónde venimos y a dónde nos quieren, llevar algunos.

El problema no es, desde luego, fácil. El equilibrio entre la crítica y la denuncia, imprescindibles, y la defensa de una democracia amenazada y en peligro, es un ejercicio ciertamente complicado. Especialmente cuando la debilidad de las instituciónes no viene dada solamente por su falta de raigambre social, sino también y resulta imposible desconocerlo, por lo que tiene todos los visos de ser una dejación por parte de los poderes públicos de algunas de sus funciones ejemplarizadoras y decisorias más características. La cosa se complica aún más si se tiene en cuenta que llevamos varios meses sin saber exactamente la firmeza del terreno que se pisa y dónde acaba la impotencia del Gobierno ante ciertas realidades fácticas y dónde comienza la incapacidad. Nada se gana, por otra parte, con desconocer las limitaciones del actual momento político y sus condicionantes, y resulta cuando menos utópico, en el sentido peyorativo del término que se pida que Gobierno y oposición no las tengan en cuenta o actúen como si tal cosa. El problema está en que el régimen salido después de la muerte del general Franco se ve obligado a afrontar una serie de «asignaturas pendientes» partiendo de un Estado hueco o, lo que es peor, lastrado por antidemócratas, con una clase política que provenía del franquismo o de la clandestinidad, con una dinámica social embarullada que mezcla las lícitas reivindicaciones con la pura demagogia, sin ningún diseño previo y con la urgencia de resolver una serie inacabable de cuestiones que se afrontan con inflación ideológica, inexperiencia y el contexto adverso de una fortísima crisis económica. Lo que sorprende hoy, cuatro años después de las primeras elecciones libres en cuarenta años, es que en este tiempo no haya habido treguas. Conviene repetir que el papel del terrorismo ha sido en este sentido no sólo desestabilizador, sino absolutamente corruptor de todo el proceso político: ha enervado a los militares, ha desmovilizado a la izquierda, ha traumatizado a la sociedad y ha puesto las bases del autoritarismo. Se olvida que en julio de 1977 se constituye el primer Parlamento popular, las cárceles se quedan vacías de cualquier tipo de presos políticos y los organismos internacionales se asombran del amplio respeto a los derechos humanos que se va consiguiendo en nuestro país. España es, por vez primera en siglos, un país sin exiliados políticos, y, aunque es verdad que aquí no hubo ningún «día del clavel», no es menos cierto que el ámbito de libertad real era incluso mayor que en otros países europeos con infinitamente mayor grado de estabilidad.

Hoy poco queda de todo eso. El miedo, la incertidumbre, el renacimiento de un fuerte sentimiento autoritario y la indeterminación de futuro, además de la difuminación de las fronteras entre las diversas opciones políticas debido al «peligro exterior», son las coordenadas visibles de la situación. De las invisibles, mejor no hablar, aunque, obviamente, están en la mente de todos. De todas maneras, una cosa está meridianamente clara: ésta no es sólo la democracia más débil de Europa, sino que es también la que tiene mayor carga de problemas objetivos. De arrastre y de continuidad. Pues bien, a la vista de ello no parecería que hay otra manera de tirar del carro que convertir los problemas, que por supuesto existen y no son de ningún modo artificiales, en un continuado museo no ya de los errores, sino de los horrores permanentes. Así los escasos éxitos son inmediatamente devaluados y relativizados por los propios demócratas en un afán de pureza crítica verdaderamente insólita en cualquier país europeo, y que tiene bastante de autocomplacencia masoquista, mientras incluso los elementos debidos al azar se convierten en lanzas contra la democracia y contra la clase política, descalificada en su conjunto (clase política que recibió los votos de la ciudadanía) por errores que en cualquier caso deberían achacarse a unos y no a todos. Algunas tribunas periodísticas están más imbuidas de una especie de espíritu de «defensor del pueblo» que de objetividad informativa o libertad opinativa y no es infrecuente ver cómo la rivalidad o los agravios personales influyen de manera decisiva en el enfoque o en la dureza de este u otro problema. En fin, antes eran los extranjeros, y muy especialmente los franceses, los que gustaban de hacer de este país un permanente museo de la fealdad. Les hemos sucedido los demócratas y muy especialmente los que escribimos en los periódicos. Naturalmente que esto no es precisamente un cuento de hadas. Pero cuando las cosas están objetivamente como están, cuan do la opción es democracia o dictadura, cuando los enemigos de la libertad se amparan unos a otros y se justifican mutuamente, la necesaria denuncia y la crítica a los hechos concretos no debería convertirse en un acta de permanente descalificación, ni en latiguillos, como los que tanto abundan, que lejos de fortalecer lo que se quiere defender, lo socavan ante la opinión pública. Este es un país con problemas muy serios y el invento puede irse al traste. Pero esto no es todavía el «Spanish horror show», y aunque, desgraciadamente, puede llegar a serlo.

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