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Tribuna:
Tribuna
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¿Y la reforma penitenciaria?

El notorio retraso en la aprobación del reglamento que debe desarrollar la ley Orgánica General Penitenciaria está produciendo no poco malestar entre la población reclusa española, que ve de esta forma postergada sine die la total y efectiva aplicación de la tan cacareada y nunca vista reforma penitenciaria; alienta este retraso, de otra parte, una contradictoria, cuando no arbitraria, interpretación de la legalidad vigente y, en suma, hace posible el mantenimiento de formas y métodos ya caducos.El mutismo de que hace gala la Dirección General de Instituciones Penitenciarias en el sentido de no establecer provisionalmente una interpretación de la ley que homogeneizase la praxis penitenciaria, al menos en sus puntos más acuciantes y conflictivos, y que a la par sirviera como cortapisa de arbitrarias medidas, sólo es comprensible si se tiene en cuenta que quienes en la actualidad debieran optar por tal solución, estuvieron siempre, con las excepciones de rigor, y lo siguen estando contra la mal llamada reforma penitenciaria. Es decir, que ni creen ni han creído nunca en la viabilidad y posible eficacia de las vigentes normas.

Así las cosas, nos encontramos por otra parte ante un hecho incuestionable: nuestras prisiones son en su inmensa mayoría como grandes cajones donde el hacinamiento y falta de higiene, la carencia de medios materiales y de cualificación y número en los humanos hace posible a diario desde el homosexualismo impuesto mediante la coacción física, el robo, la venta y consumo de drogas, al suicidio y un largo etcétera que convierten a nuestras prisiones en forzados submundos donde la administración penitenciaria no puede, hoy por hoy, garantizar a la mayoría de los internos no ya su reeducación y reinserción social, sino algo mucho más primario como es su integridad física o sexual. Frente a ello la administración penitenciaria mantiene en los puestos de responsabilidad y aúpa a estos funcionarios carentes, por regla general, de una preparación adecuada y de una actualizada mentalidad penitenciaria, pero, eso sí, con un preclaro expediente de fidelidad a las viejas formas, y únicas, por supuesto, que saben aplicar; funcionarios que convierten las prisiones en centros eminentemente punitivo-custodiales, por su incapacidad para digerir diferentes planteamientos que conllevarían ineludiblemente nuevas soluciones.

Nace de esta manera lo que podría llamarse el síndrome de fuga, caracterizado por ese prurito que pesa sobre el funcionariado de considerar el más mínimo dato como indicio de una potencia¡ evasión o alteración del orden, o sea, la determinación de las prisiones como problema de seguridad exclusivamente; deformación profesional, en definitiva, que, propiciada y alimentada desde los puestos de responsabilidad, seca la iniciativa de los funcionarios y los frustra en cuantas andaduras puedan iniciar al margen de la exclusiva función de vigilancia. Esta que pudieramos llamar fanática misión de la vigilancia, cuando por otra parte la Administración no dota de los más elementales medios para cumplirla con garantía, hace que los funcionarios deban relegar a un segundo plano casi inexistente cualquier otra actividad de las muchas y ricas que la ley les encomienda.

Una estructura caduca

Los actuales responsables de la administración penitenciaria, al igual que el kafkiano oficial, desean mantener a toda costa -en ello les va a la inmensa mayoría el puesto- una estructura, una máquina ya caduca. Y baste como botón de muestra la verificable existencia en el estable cimiento penitenciario de Valencia -¿sólo en él?- de celdas que, sin ningún tipo de luz natural o artificial, sin cama y con un alto grado de humedad, son obligado habitáculo para algunos internos; o el constatable estado de postración de aquellos otros que, a resultas de una «interpretación extensiva» del artículo 10 párrafo 1 de la ley, pasan meses y meses, algunos de ellos más de un año, en unas celdas infectas, aislados y con sólo media hora diaria de paseo por un pequeño patio. Esto constituye una apreciable manifestación de lo que los actuales responsables de las instituciones penitenciarias están dispuestos a leer en nuestra ley. No se hace preciso ya señalar que la desdeñable y vergonzosa situación penitenciaria que padecemos no es consecuencia de la reforma opera da por la reciente legislación, sino precisamente de su contrario, de su inaplicación. Estos son algunos datos de la realidad penitenciaria española que la opinión pública debe conocer al margen de informaciones oficiales, porque, si en nuestro país existe una escalofriante situación penitenciaria que obvia los derechos humanos y nuestra legislación positiva que fielmente los normativiza, es responsabilidad de todos. Carlos García Valdés escribía a mediados de los setenta, al defender la abolición de la pena de muerte, que era ese un tema donde «callar es hacerse cómplice, sucias ya las manos»; ahora hago mías sus palabras para exigir la exacta y pronta aplicación de la ley Orgánica General Penitenciaria, de la que él fuera principal promotor.

Cristóbal Fernández García es funcionario del Cuerpo Especial de Instituciones Penitenciarias y abogado.

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