La Fundación
En ocasiones, cuando algún comentario propio coincide casualmente con el coro de alguna muchedumbre, se hace preciso, para evitar equívocos, salir a fijar la entonación con algún matiz que, de otro modo, resulta innecesario.Hace unos días me refería yo aquí mismo a ciertas tentativas políticas al margen de la ortodoxia de los partidos, y hablar aquí y ahora de la preeminencia que todo demócrata debe dar a los partidos como cauce de participación y representación políticas puede ser, en efecto, entendido como un ataque frontal a ciertos movimientos asociativos, perfectamente identificables, que dan en estos días sus primeros pasos. Y aunque entiendo que aquella afirmación, en la que me ratifico, no requiere precisiones ni adornos, pienso que es justo, desde mi perspectiva de contemplador distante y ajeno, dejar sentado que la sociedad española, a más de sus tareas políticas institucionales, ha de emprender otros muchos acometimientos que reconduzcan sus titubeantes trayectos hacia una senda de fecunda maduración intelectual. A dar pábulo a estos acometimientos tiende, al parecer, la re-
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La Fundación
Viene de página 9cién anunciada Fundación para el Progreso y la Democracia, epígono evidente de aquella Agrupación al Servicio de la República que promovieron insignes intelectuales de la época. Según se desprende de la convocatoria hecha pública, la que es ya Fundación por antonomasia a los efectos del coyuntural comentario, pretende infundir un germen regenerador en el cuerpo social, provocar un rearme cívico, estimular iniciativas de progreso en todos los ámbitos y promover una dialéctica positiva que ponga término al ambiente de apatía y desmoralización que hoy se percibe en amplios sectores de la colectividad. Si el concepto no estuviera manoseado en exceso, bien podría decirse que se trata de un proyecto de animación social, encaminado a vertebrar una comunidad que, por múltiples causas, se encuentra manifiestamente postrada en una amorfía lamentable.
Así, pues, no acaba de entenderse cuáles son los argumentos de los anatemas y dicterios que contra la Fundación han proferido, a derecha y a izquierda, los dos principales partidos del país. Si se tienen lo bastante claras las ideas, se ve que el papel institucional de los partidos no compite con el que puedan desempeñar cuantas asociaciones de toda índole se formen para estimular la creatividad, el análisis, la cooperación y la inquietud intelectual de los hombres y mujeres de este país, tan necesitado de aportaciones de esta clase tras tanto tiempo de despolitización y de restricciones vergonzosas de los instintos asociativos.
Si el intento de la Fundación prospera con fidelidad a sus declaraciones originarias, es decir, con una tentativa regeneracionista aderezada con tintes radicales, más predispuesta a crear soportes intelectuales sobre los que arraigue pletórica la democracia que a servir de catapulta política a sus principales protagonistas, los partidos no hallarán en ella rivalidad sino cooperación. Y me parece reprobable, aunque no extraño ciertamente, que hayan cundido con inaudita presteza tantos juicios de intenciones desde que se tuvo la primera noticia de lo que apenas está tomando ahora cuerpo y envergadura. Al cabo, quizá no ande desencaminado un agudo periodista de la vieja escuela cuando dice que «el partido está para instalarse y el club para que se note a aquellos que no están instalados», pero no se debe descalificar a priori con ingeniosos juegos de palabras cuantos proyectos colectivos se alumbren en este país.
Resulta evidente, ya desde que al comienzo de la transición se hicieron perceptibles profundos vacíos, la precisión que aquí se tiene de estimular a la sociedad en el sentido de que se percate de que tiene su destino en las manos. Ello debe obligar a un arduo esfuerzo cultural; no en vano el profesor Tierno Galván acaba de contraponer en su reciente libro de memorias la época de la República en la que «la característica mayor era la continua mezcla entre política y cultura» y el día de hoy, «en que la política se ha profesionalizado y no quiere saber apenas nada de la cultura académica». No se trata, es obvio, de reproducir fórmulas viejas, sino de inventar las actuales: el logro de una España «vertebrada y en pie», como quería Ortega, no sólo depende de la capacidad de los partidos para convencer, representar e ilusionar a la ciudadanía, conforme corresponde a su rol institucional, sino también de la calidad de las fuerzas sociales presentes en la ceremonia de la convivencia y, en último término, de la solidez de las convicciones que inspiren ese difuso espíritu colectivo que permanece atento, como trasfondo de los grandes cambios y de la evolución social. De ahí que haya de cargar con una grave responsabilidad quien, desde el púlpito oficial de los partidos, salga a impartir excomuniones sobre las cabezas de quienes declaren sentirse inclinados a excitar intelectualmente la sensibilidad de los ciudadanos de España, sobre todo en unas circunstancias en que es obvio, aunque duela reconocerlo, que los partidos políticos son los principales culpables de la endeblez del sistema por haber cometido imperdonables errores al proponer la gradación de los principios morales que han de guiar a la comunidad en un régimen de libertades. A mijuicio, los partidos no han de tener, hoy por hoy, ni ascendiente ni prestigio bastante para proscribir una empresa que, como la Fundación, declara alentar objetivos que, por lógica, provocarán indirectamente una revitalización de los partidos mismos, tan en precario en esta hora actual. Bien está que éstos demanden, si acaso, la debida preeminencia e incluso el respaldo explícito de cuantas organizaciones se formen con el ánimo de fortalecer la democracia, pero no sé qué suerte de democracia íbamos a hacer aquí si la clase política, o una parte de ella, quisiese monopolizar las iniciativas o expedir las patentes para ejercer la docencia y el proselitismo pluralistas. No es por la vía de reclamar ateilción y audiencia imperativamente como los partidos podrán fortalecerse, sino por la de persuadir y actuar en el seno de una sociedad saludablemente inquieta y bien estructurada.
No me agrada, en cambio, y no veo razón para ocultarlo, el negro diagnóstico que parece avalar la iniciativa de la Fundación. Una colectividad no debe ceder fácilmente a la tentación de defenderse de sí misma para sobrevivir, ni es bueno que las empresas trascendentes busquen su justificación en el desmoronamiento del ámbito en que nacen. La plenitud democrática no se logrará nunca haciendo hincapié en el caos presente como pretexto para el esfuerzo propio, sino arropando el camino de la espontaneidad hacia adelante con toda sencillez. Tan sólo los golpistas y los terroristas incluyen en sus especulaciones las hipótesis de una involución, y el mero hecho de aceptar como viable esta idea es para ellos un progreso estratégico. Por esto, la Fundación debe nacer desde la fe en el futuro de este país y no desde el escepticismo, la duda o el síndrome del 23-F, hito este último que ha inspirado ya, consciente o inconscientemente, demasiadas cautelas y demasiados miedos. En cualquier caso, los proyectos del estilo de la Fundación, si son sinceros, nunca necesitan pretextos para fraguar y sobrevivir.
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