Detrás de

la ventanilla trasera de un Ford Granada de color azul oscuro, el ex presidente del Gobierno Adolfo Suárez echó un vistazo ayer, a primera hora de la tarde, hacia el ahumado, parterre que separa las calzadas central y derecha de la Castellana. Su rostro parecía ligeramente verdoso, pero en este caso el color no era una cuestión de salud o de campaña electoral, sino un efecto de los gruesos cristales blindados. Para el ex presidente, lo que debía de ser un desplazamiento formulario se convirtió, una vez más, en la pequeña aventura de sentirse descubierto y de apreciar en las caras de todos los conductores dos expresiones sucesivas de asombro y familiaridad. Delante del coche del ex presidente, los tres ocupantes de un turismo cuidadosamente limpio, todos hombres jóvenes, abrían la marcha y se preocupaban de analizar los alrededores con la rigurosa atención de los sabuesos. Detrás, los cuatro pasajeros de un Supermirafiori metalizado, y muy limpio también sostenían la mirada de cuantos curiosos y forasteros se atrevían a tocar el freno para ver de cerca, siquiera durante un segundo, al personaje que acostumbraban a ver de lejos. «No hay viajes de rutina en la vida de los líderes», pensarían, delante y detrás, todos los hombres del ex presidente.