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Pionera del tiempo nuevo

Hace ya 2.400 años que Herodoto sabía que una de las formas más eficaces para llegar al conocimiento de la historia es el diálogo con la gente; el médico con sus pacientes, el cura con los feligreses, el gobernante con los ciudadanos, el abogado con sus defendidos, el oficialismo con la oposición. El método, de una u otra manera, apenas dejó de funcionar y cuando lo hizo en política, la palabra se cambió por el sable. En otros temas sucede, a veces, que si la palabra es auténtica y está bien dicha, puede llegar a provocar el escándalo, en especial si quien habla -o escribe- es una mujer.«He visto lo que poca gente ha visto nunca. Niños que dicen "mi padre come carne humana, pero yo seré médico"». Cerca de 2.000 personas, que la conferenciante apenas podía distinguir con sus ojillos estrábicos, escuchaban, en el Museo de Historia Natural de Nueva York, cómo Margaret Mead hacía revisión de su vida, una de las más apasionantes, originales, fértiles, y también polémicas, del presente siglo.

Sus cabellos blancos y el suelo distaban tan sólo un metro y 54 centímetros, separados por unas amplias caderas embutidas en una falda multicolor con diseños indios. Un nudoso bastón con puño en horquilla y una ristra de ideas alarmantes y provocadoras era todo lo que la discípula predilecta del mítico Franz Boas necesitó para apasionar al auditorio. Combinando la reflexión de las sociedades primitivas con sus escandalosas propuestas sobre la civilización contemporánea, la cofundadora de la antropología moderna no había hecho nada más que comenzar.

Oscar Lewis, con sólo cruzar el río Bravo, dejando atrás su natal Nueva York, hizo el portentoso hallazgo de demostrar cómo coexistían en México la inteligencia con la «cultura de la nobreza». Margaret Mead prefirió ir más lejos. «Las sociedades primitivas», dijo a los oyentes, «prácticamente no han cambiado. Un niño repite casi exactamente la vida de sus padres, de sus abuelos, de sus antepasados. En las sociedades avanzadas, que cambian a mayor velocidad, los niños abandonan a menudo las pautas paternas y modelan su comportamiento según el de sus maestros e ídolos», Eso era cierto, cuando muy joven todavía ya había observado in situ cómo es posible pasar de la Edad de Piedra al presente en treinta años; eso era verdad cuando había asombrado con su primer libro, Adolescencia y cultura en Samoa, pero no lo era ya en el momento de dialogar con el público. «Ahora», rectificó, «la clase de cambio fomentado por la tecnología también ha aventado esos modelos».

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Los jóvenes -¿quiénes, si no, iban a ser?- preguntaron qué modelos eran los válidos. Margaret Mead, que se había vaciado hablando y escribiendo sobre los salvajes felices, dio un giro de 180 grados y el hombre urbano sintió un escalofrío en su espina dorsal: «Todos los que nos criamos antes de la segunda guerra mundial somos pioneros, inmigrantes en el tiempo; hemos dejado atrás nuestros mundos familiares para vivir en condiciones distintas a las que hemos conocido. Nacidos y criados antes de la revolución electrónica, la mayoría de nosotros no entiende lo que esto significa». A esta altura de la conferencia, los jóvenes comenzaron a comprender: ellos y ellas eran los miembros de una nueva generación nacida en un país nuevo y, aunque inconformistas, estaban cómodos en el tiempo que estaban viviendo. «A juicio de los jóvenes, la matanza de un enemigo no es cualitativamente distinta del asesinato de un vecino. No pueden conciliarse nuestros esfuerzos por salvar a nuestros niños mediante todos los recursos conocidos, con nuestra predisposición a exterminar con napalm a los niños ajenos».

Margaret verificó -aquí la reverencia juvenil es compartida con el afecto- que en ningún país del globo existen ahora adultos que sepan lo que saben los adolescentes. Los mayores sufrieron un cambio masificado y urgente, se desesperaron por asimilarlo, comprobaron cómo las fuentes energéticas, los medios de comunicación, las certezas de un mundo conocido, los perfiles del universo explorable, la definición de la humanidad y los imperativos de la vida y la muerte cambiaban y se dislocaban ante sus narices. Formaron así una generación solitaria, extrañamente aislada, sin descendencia ni antepasados. Lo que Margaret Mead quiere transmitirnos es que la continuidad padres-hijos se ha roto. Para los muchachos y muchachas, el pasado es un fracaso colosal, absoluto, ininteligible, y, por tanto, es posible que el futuro encierre la destrucción del planeta. Atrapados entre el pasado y el futuro, no debe asombrar, pues, que millones de jóvenes estén dispuestos a despejar el terreno para algo nuevo y justo, mediante el empleo de una topadora socioeconómica.

Para explicar su verdad, Margaret empleó un término pictórico: «Yo defino ese estilo, ese modelo, como prefigurativo, porque en esta nueva cultura será el hijo, y no el padre ni los abuelos, quien represente el porvenir». Esta pionera del tiempo nuevo, treinta años antes había demostrado que en las sociedades que ella denominaba posfigurativas el pasado de los adultos era el futuro de cada generación. En Bali, por ejemplo, los acontecimientos hogareños se fechaban por los días y semanas de un calendario cíclico, y no por el año. Cualquier modificación en los hábitos se interpretaba como una moda oscilante dentro de un mundo inmutable y reiterativo, en el cual los niños volvían a nacer y morir dentro de sus familias, sin posibilidad de posar para el retrato del joven-liberado-pasota-de-las-re-formas-sociales. En consecuencia, los adultos todavía creen o piensan que existe un camino seguro y socioeconómicamente consagrado que conduce a un tipo de vida que los jóvenes jamás conocieron; los que creen que, tal como los maestros y padres de antaño, pueden asumir gestos y actitudes instrospectivos e invocan su propia juventud para comprender a los jóvenes de hoy, esos seres adultos no sólo están equivocados, sino también perdidos.

Férrea observadora del comportamiento humano, a los nueve años leía centenares de libros por año y todas las revistas, permitidas o prohibidas, que llegaban a casa de sus Padres, economista, él; socióloga, ella. A los doce años ya pronunciaba discursos y escribía artículos en una sociedad feminista del barrio en donde vivía: Bucks County, en Pensilvania. Cuando regresó del Barnard College, en Manhattan, antropóloga ya, su fama se había extendido por todo el país. Seis meses en Samoa, armada con grabadoras, cámaras fotográficas y filmadoras, sirvieron para demostrarle que era posible estudiar civilizaciones existentes, esas que se conocen como primitivas, en un tiempo en que la antropología se empeñaba casi exclusivamente en las agrupaciones humanas extinguidas. Por entonces afirmaba: «Los padres que deseen comprender lo que hizo su propia generación deben invertir los esquemas tradicionales y preguntarles a sus hijos cuáles son los verdaderos temas de la época». ¡Cómo no iba a amarla la juventud! Años después, otro vejete venerable, Herbert Marcuse, compuso rimas parecidas, fustigó a la sociedad unidimensional con igual franqueza, compadeció al hombre con la misma ternura y, en definitiva, consideró a la juventud, con la misma fe de Margaret, como la única posible redentora de una sociedad en decadencia.

«El hombre primitivo, en un universo seguro y ordenado, posee una dignidad que nosotros hemos perdido. Es de una sola pieza, tiene pocas dudas y casi ningún azoramiento». Esta afirmación, que hoy engrosa el bagaje de cualquier ser relativamente culto, dicha en 1920 era casi una blasfemia. También lo fue su consigna juvenil: «Una vez más, los jóvenes nos marcan el camino para modificar nuestros procesos mentales: por tanto, aceptemos lo que ellos dicen: el futuro es ahora».

Cuando los asistentes abandonaron la sala de conferencias del Museo de Historia Natural de Nueva York, habían descubierto que en una mujer de setenta años, con la carne gastada por los años y la piel marcada por la pátina del tiempo, podía albergarse un corazón de adolescente. Que se puede amar, al mismo tiempo, con pasión juvenil y madurez intelectual.

es diputado de CD por Barcelona.

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