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El dilema

Estamos ante un proceso de intoxicación cuyo sistemático planteamiento se adivina claramente. Se trata de lograr el desprestigio del poder y de las instituciones de nuestra vida pública. El ataque es cotidiano y se hace por distintos conductos. En las columnas de la Prensa aparecen violentas diatribas que tienen como objetivos el sistema vigente, la clase política, los partidos y, sus líderes, el Parlamento, las centrales sindicales y, por supuesto, la capacidad y credibilidad del propio Gobierno. Este coro de improperios no es un orfeón espontáneo, ni aislado. Se trata de una cuidadosa orquestación para ejecutar una partitura determinada. Su tema ce itral es el fracaso de la democracia. El puebIo español no sería capaz de regirse por sí mismo. Necesitaría sabios tutores impuestos por la violencia. Ante la hipotética impotencia del Goblerno y de los legisladores se intenta ir creando un espacio de escepticismo y de frustración que acibe en la indiferencia pasiva. Son los estados de ánimo que preceden a los golpes de Estado que intentan justificarse luego por el «así no podíamos seguir». Ejemplos no lejanos abundan en el catálogo histórico de las dictaduras, cuyo previo trampolín era de esta índole. Argentina, Chile, Grecia y Uruguay conocieron en su día escenarios parecidos.Los acontecimientos del 23 y 24 de febrero significaron, en esencia, una grave fractura del proceso de la transición. Los hechos ocurridos permitieron además calibrar la hondura y dimensión de una amenaza que algunos conocían y muchos sospechaban. Porque digámoslo de una vez. La verdadera e irresuelta cuestión que condiciona la normalidad de nuestra vida pública consiste en el hecho siguiente: una parte importante de nuestra burocracia administrativa y de algunos sectores de la información, de la seguridad y de la defensa no han aceptado, ni mucho ni poco, la democracia. Esos minoritarios grupos no quieren asumir el régimen constitucional, no porque sus gobiernos sean buenos o malos o cometan errores en su desempeño, sino porque rechazan frontalmente el régimen que un gran mayoría de los ciudadanos ha refrendado con sus votos. Si no hablamos claro en este trascendental asunto entraremos en una irremediable fase de confusión deliberada primero y, posteriormente, de violencia inevitable. Estamos ante un propósito subversivo de largo y planificado alcance. Quienes no admiten el actual código de instituciones democráticas y representativas para regir la nación española pueden defender dentro de la legalidad otras opciones autoritarias, oligárqqicas o despóticas de la filosofia del poder. Es su derecho y se halla inscrito dentro de nuestras libertades de expresión. Pero lo que no está permitido, lo que no es lícito es que trasladen esa actitud a planear un asalto específico al Poder para destruir por la violencia de sus medios instrumentales la Monarquía constitucional y parlamentaria.

Y en esa circunstancia estamos. El presidente Calvo Sotelo, en unas palabras medidas y severas se preguntaba hace pocas horas ante el Congreso: «¿Quién está detrás?», refiriéndose al extraño y alarmante secuestro de Barcelona. No sabemos con certeza quiép. está detrás. Pero sí sabemos con bastante precisión lo que tenemos delante. Lo que nos desafia, amenaza, vigila y rodea. Los escaparates políticos de la operación los conocemos al pormenor. Sus intenciones también. Decir que existe en España un clima latente de subversión es descubrir el Mediterráneo. Ese ambiente se alimenta cuidadosamente en la Prensa y es sostenido por rumores, apologías determinadas, relatos rocambolescos de maletas y documentos, equívocos judiciales, anuncios de amnistías y exaltación de quienes asaltaron al Parlamento con las armas en la mano. Se trata de crear con ello un fatalismo a plazo fijo. Es el síndrome paralizante bien descrito en los tratados de la patología social. George Kennan, el más ilustre de los diplomáticos e historiadores de Estados Unidos, escribía recientemente en un ensayo dedicado a la fatal interacción de los distintos Gobiernos europeos que llevaron al estallido de la primera guerra mundial en 1914 estas palabras: «Una vez que la gente empieza a aceptar que un determinado acontecimiento es inevitable, se empieza a comportar en formas que lo hacen posible, aunque su primera valoración fuera o no equivocada». Los ambientes fomentados cuando devienen asfixiantes han logrado su primer objetivo semejante a los gases tóxicos, es decir, mantener en la inacción al que trata de defenderse.

El dilema de España es en estos momentos dramático a fuer de sencillo. Y lo adivinan cuantos quieren reflexionar en profundidad sobre la situación. O la democracia se dispone a defenderse con sus inmensos recursos morales y materiales contra el peligro. O se entrega al abandono, al desánimo y a la inerte espera de la iniciativa del adversario, con riesgo de sucumbir.

Hemos mencionado los recursos de que se dispone. En primer lugar, está la legalidad del poder, es decir, el suelo moral de la patria, que es también la sólida credencial exterior y el refrendo popular interno. Tenemos un régimen respetado y aceptado por el múndo entero. La solidaridad manifestada hacia la Monarquía constitucional por los gobernantes de Occidente en ocasión de los golpes del 23 de febrero y del 23 de mayo representan un abrumador testimonio, cuyo último sentido no deja lugar a dudas. Europa entera considera a la España democrática como parte sustancial e inalterable de sí misma. No admitiría, ni aceptaría, un Gobierno golpista ni un régimen surgido de la fuerza o de la violencia. Ello significaría el aislamiento y la interrupción de toda negociación y diálogo. El Pirineo se convertiría en frontera ideológica y retrocederíamos a las épocas del lazareto autocomplaciente. La Europa política de hoyes la Europa de los votos, no la Europa de los tanques ni la de las metralletas.

¿Y qué decir del otro recurso básico, el de la opinión pública, el de la voluntad popular? El Gobierno, este Gobierno en su composición actual o modificado, si así conviniera a su solidez o al ensanchamiento de su respaldo parlamentario, debe convocar, sin temor, al pueblo español a la movilización cívica. A grandes males, las masas a la calle. De una vez para siempre, que se vea y se sepa dónde está la inmensa mayoría. Una crítica que se escucha frecuentemente es la de que los partidos actuales no tienen gente que les siga. Otra consigna es decir que el español medio se inhibe de todo y no quiere participar en la defensa de la democracia, quedándose en casa y dejando la calle libre a los voceros del golpismo. Ambas afirmaciones son puras falacias. Aquí existe una abrumadora inclinación de los españoles con voto hacia las reglas deljuego democráticas. Es decir, hacia la convivencia pacífica; el implacable respeto a la ley; las libertades civiles y los principios fundamentales de la civilización política europea: soberanía nacional y popular; sufragio universal, representación parlamentaria: pluralidad y altemancia en el poder. Y, por supuesto, el español aspira, como cualquier otro ciudadano del mundo democrático, a que se gobierne y se legisle bien. Hay quien antepone al dilema de fondo que nos amenaza los planteamientos partidistas o electorales. Pienso que sería un inmenso error minimizar una cuestión tan grave como es la defensa de la Monarquía constitucional y parlamentariá, haciéndola pasar secundariamente ante el interés ideológico de los distintos grupos que defienden, unánimes, la libertad. A la pregunta de quién saldrá vencedor de los comicios de 1983 hay que responder dos cosas: en primer lugar. que lo urgente es llegar a las elecciones sin más fracturas, asonadas y, aventunsmo; segundo, que en cualquier caso habrá entonces un resultado claro. Y este será el inmenso balance favorable que los votos de los diversos partidos del arco constl tucional obtendrán sobre la minúscula fracción del sufragio favorable a los planteamientos golpistas. Y este triunfo de la democracia deber servir para neutralizar definitivamente los grupúsculos de la violencia nostálgica.

Tales son, a mi parecer, los datos esenciales del problema prioritarlo que tenemos ante nosotros y que es preciso resolver para continuar la marcha. Una democracia niasivamente apoyada por el electorado de un país no debe vivir amenazada desde dentro. Tiene que resolver el dilema y seguir adelante en el camino hacia la modernidad de España.

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