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Sobre cultura y moral de la muerte y del suicidio

Me da un cierto reparo, lo confieso, tomar el excelente libro de Joan Estruch y Salvador Cardús, Plegar de viure (*), que pronto será traducido al castellano, aunque será difícil encontrarle un título tan expresivo como el catalán, ya que no como pretexto, sí como ocasión para hablar de las diferentes culturas de la muerte y del suicidio. Porque se trata, en efecto, de una obra de inmejorable calidad, calidad de sociología no tecnológica, no estadístico-cuantitativa, sino «artesanal» (Wright Mills dixit), en la cual, lejos de partir sus autores de una información («fuente»), previamente recogida por otros, no se sabe bien cómo han alumbrado y elaborado por sí mismos toda la información de la que se sirven. (Y, por cierto, de esta investigación de primera mano resulta que Menorca está muy lejos de ser, como acríticamente se venía admitiendo, «la isla de los suicidas» y que, incluso dentro de sus estrechos confines, el porcentaje de suicidios es sumamente vario según los diferentes municipios).¿Por qué desde Durkheim el suicidio interesa a la sociología? Porque nunca, o casi nunca, es un acto solipsista. Cualquiera que sea su desencadenante inmediato, y aun en el supuesto de que se decida como salida de una crisis del sentido personal de la vida, tal «solución» se encuentra en función -o disfunción- del grupo social al que se pertenece y de las instituciones y normas que rigen su vida. Y justamente porque para nosotros, los que no nos suicidamos, el suicidio estrictamente dicho ocurre siempre como caso de anónima desintegración dentro de una relación social, en tanto que los «suicidios» socialmente aprobados (martirio, muerte heroica preferida a la rendición o, como en el suceso que acaba de ocurrir, huelga de hambre hasta la muerte) afirman y roboran la cohesión social, Durkheim pudo poner a un lado el suicidio anónimo y el egoísta, y a otro el «suicidio» altruista, y Baechler ha podido distinguir entre el suicidio escapista o de huida ante una situación social sin salida, el suicidio agresivo, ambos duros, y, como protesta blanda, irónica, «moderna», el que llama suicidio lúdico, por una parte, y el suicidio oblativo o sacrificial por la otra. Son estas las explicaciones, las racionalizaciones que la sociedad, por boca de sus intérpretes, los sociólogos, necesita arbitrar frente al problema que para ella es el comportamiento suicida. Pero los autores, una vez realizada la investigación sociológica, se preguntan hondamente, éticamente, si lo que a nosotros se nos presenta como problema no aparecerá al suicida como apenas anómica autoabsolución de un pecado radical, lavado con el agua -o sangre- lustral de la purificación en y por la muerte, o como solución, en la búsqueda de, según expresión del libro, un «nomos ausente» que daría sentido al laberinto, al sinsentido, al absurdo de la propia vida. Y es justamente a esta invitación a la reflexión moral y cultural que el libro nos hace -y de la que él mismo nos da ejemplo- a la que quiero responder aquí.

Dentro de una concepción heterónoma, bien de teonomía, según la cual nuestra vida y toda norma de vida procede y es de Dios, bien de socionomía, según la cual el poder social define el bien y su norma, todo suicidio que no se cumpla a la mayor gloria de Dios o de la sociedad es condenable. Pero dentro de una concepción de radical autonomía, como la de los estoicos, para los cuales, así como no está en nuestra mano entrar en el teatro del mundo, sí lo está el de la salida de la escena, es un deber moral la elección del momento de morirse; y, prolongando su pensamiento, podría también mantenerse que cuando, incapaz ya el sujeto moral, por inconsciencia o carencia de fuerzas, de tomar por sí mismo esa terminal resolución, su allegado podría sustituirse en su voluntad (pero ¿es admisible moralmente tal pretensión de surrogación?) y practicar la eutanasia.

Situando ahora el problema del sucidio en el más amplío contexto del sentido -o sinsentido- ético de la muerte, Rilke pensó que cabe lograr una «muerte propia». ¿Es verdad? Cabe vivir, sí, en el «cuidado» de la muerte (estoicos, ascesis o ejercicio para la muerte, mortificación,ser-para-la-muerte del primer Heidegger). Pero ¿cabe apropiarnos nuestra muerte? La muerte, por el contrario, nos despoja de toda nuestra propiedad, cuanto más de la que nunca tuvimos ni, en vida, se puede tener (Epicuro). Lo que ocurre es. que juntamente con las propiedades que tuvimos, y como herencia, legamos a nuestros sucesores lo que nunca pudimos tener, nuestra muerte. Si, como pienso, la vida es representación, la muerte es representación, la muerte es el gran espectáculo final, el último «rito de pasaje» que redondea y casi esculpe la imagen de una vida. Y «ver morir» al Amado, al Héroe, al Santo es el acto supremamente serio para las personas próximas y para la comunidad. (La belle mort antigua, de la que ha escrito hermosas-páginas el profesor J.-P. Vernant.)

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Pero ese «ver morir» puede ser degradado, vuelto entre morboso y banal espectáculo, ahora con minúscula (la «muerte en directo», el televisivo Death watch). Y la muerte misma, negada (toda muerte tiende a ser vivida en la actualidad como un «accidente»; o escamoteada (circunstancia de la UVI); o embalsamada y tan maquillada, según el American way of death, que resulta retrato favorecido, obra de arte kitsch y, según la expresión del doctor y amigo Domingo García Sabell, «muerte sin cadáver».

Se ve, pues, que hay diferentes y aun opuestas culturas de la muerte, incluso, como acabamos de ver por dos de los ejemplos citados -los extremos se tocan-, dentro de la misma civilización americana. (También, pero no es nuestro tema de hoy, diferentes culturas del homicidio; y que nadie se escandalice, también hubo una cultura cavernícola.) Y, consecuentemente, difcrentes culturas del suicidio. Pues el suicidio, y cada tipo de suicidio, sólo es coffiprensible dentro de su propio ámbito cultural y es, él mismo, un acto cultural. Por eso se dan un «aprendizaje», un «contagio» psíquico que es, más bien, aculturación suicida, y una relativa «socialización» microgrupal de actitudes proclives al suicidio.

De ahí el escándalo del suicidio y, en las épocas de cuasiunanimidad religioso- moral, la tendencia a su ocultación por los familiares y amigos, a disfrazarlo de muerte accidental. Pues, en efecto, constituye una repulsa, según los casos, más o menos desafiante, más o menos vergonzante, del código ético-religioso vigente. De ahí también que, como me hacía notar uno de los autores del libro a partir del cual estamos hablando, la pregunta que durante su trabajo de campo más frecuentemente se les hizo era la de si, a su entender, el suicidio es un acto de valentía o de cobardía. Pregunta siempre teñida de angustia: el atenido al nomos, a la norma establecida, necesita para su seguridad psíquica que el suicidio sea cobarde porque, privado de valentía, quedaría, por lo mismo, privado de todo resto de valor moral.

Ahora se podría abordar otro tema, no ya moral o cultural, sino metafísico-religioso, de cuyo estudio resultaría, quizá, que el suicidio es un comportamiento cultural no precisamente cristiano (excepto el «suicidio» martirial), pero sí, en el sentido muy amplio de la palabra, para que incluya a Grecia y a Roma, occidental. (Lo que no obsta, claro está, a que el «suicidio» oblativo o de autoinmolación se haya dado y se dé más en Oriente que en Occidente.) Voluntad de ser y, casi no menos, voluntad de acabar de ser son como el anverso y el reverso de una misma actitud fundamental, la de la apuesta a favor de la,existencia de una solución. La entrega pasiva y no suicida, no «buscada», a la disolución, es actitud perteneciente a un ámbito cultural, moral y metafísico-religloso rádicalmente ajeno al nuestro.

*Juan Estruch y Salvador Cardús, Plegar de viure. Un estudi sobre els suicidis. Edicions 62. Barcelona, 1981.

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