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La victoria de Mitterrand

Lluvia, champaña y euforia en La Bastilla

Lo más fácil sería decir que el domingo pasado por la noche Paris era una fiesta. Pero eso es poco o no es exacto. Hay que imaginar: las doce de la noche, cien, doscientas, 300.000 personas en la plaza de la Bastilla y, repentinamente, una tormenta gigantesca: lluvia a cántaros, truenos; rayos, Mitterrand, presidente, «compréndalo usted, llevábamos veintitrés años esperando», banderas tricolores, sólo dos banderas rojas. «Esto es un espectáculo wagneriano», sentenció alguien. «Gocemos la victoria hoy, ya veremos mañana», exclamó un periodista socialista. Explosión de todos los sentidos de media Francia, y lágrimas, lágrimas de verdad y remordimientos de otra media Francia, recortada por su 47%. París, el domingo, fue una casa simple: una elección democrática.

A las veinte horas, en el despacho de Jean Daniel, director del semanario pro socialista Le Nouvel Observateur, al lado de su mujer, del escritor Jean Lacouture, de algún intelectual más. La televisión anuncia: «François Mitterrand. elegido presidente» «-Aaaaaaaah!...», los tapones de dos botellas de champaña saltaron como flechas, para brindar «por la gestión de la izquierda».Daniel bromea a medias: «Ahora tenemos que hacer una revista de oposición». En el bajo del edificio, la muchedumbre ha agotado el champaña. A pocos metros del Nouvel Observateur, su hermano gemelo, el diario Le Matin, abrazos, alegría, una voz anuncia: «Mitterrand va a hablar». Por el suelo, sobre las mesas, abrazados a las máquinas de escribir, bebiendo, arracimadas cincuenta personas a una pequeña pantalla. Aparece Mítterrand: silencio religioso.

París ya está en la calle. Son las nueve de la noche, al lado de los Campos Elíseos, en la calle Marignan, en el sepulcro de Giscard y de su equipo electoral, toda la tristeza del mundo, alguna lágrima, y nadie, la soledad casi, el fracaso.

Hay que atravesar el Sena: calle de Solferino, sede del Partido Socialista: imposible estacionar el coche, imposible caminar, decenas de autocares de policías vigilan, pero no ocurre nada, salvo que Mitterrand es presidente. «A pesar de mi lumbago, aquí estoy», los hombres se abrazan, se felicitan, «y ahora nada de venganza, y mil veces la frase de la noche: veintitrés años esperando ... »

Y hacia la Bastilla, el símbolo histórico de todas las liberaciones, por todos los caminos se entona la misma canción:

Los bocinazos de los coches, los brazos en alto y la mano en V, los conductores se detienen, saltan de su asiento, se abrazan, se besan. La Bastilla ha sido empapelada con millares de carteles: «Todas las fuerzas de Francia, François Mitterrand». La lluvia espanta a muchos, pero otros tantos llegan, el cielo no se sabe si bendice o lo contrario, y los parisienses explosionan a mil por hora. El capó de los autos sirve de pandereta, los hombres y las mujeres son todos hermanos, pero también cada cual es cada cual: un grupo de comunistas exhibe un cartel: «Queremos ministros comunistas». A pocos pasos, en la calle de la Bastilla, un equipo del mitterranismo goza en el Bofinger, el restaurante belle époque. en el que Mitterrand celebró su «mano a mano» televisado la semana pasada. Giselle Halimi, Maria Antonietta Macchoqui, el cómico Guy Bedos, toda la izquierda intelectual no acaba de «beber la esperanza de esta victoria de la democracia» (un desconocido subido en una mesa).

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Son las cinco de la madrugada de ayer: cinco fuegos ingentes, al rededor de la plaza de la Bastilla miles de personas aún, hombres y mujeres encaramados en lo más alto del obelisco, gritos roncos aún, «Mitterrand, presidente». En un restaurante de Les Halles, el cómico Coluche, que viene de la Bastilla, es víctima de una agresión leve.

Ya amanece, algunos obreros y empleados caminan hacia el Metro por entre la espuma de las primeras horas del milterranismo.

A media mañana de ayer, Mitterrand, por primera vez en su vida, sale como presidente de la República de su dornicilio del barrio Latino: «Hay mucho trabajo en perspectiva», le dice escuetamente a un periodista. Momentos después, el aún primer ministro Raymond Barre hace una declaración para presagiarles días negros a sus conciudadanos a causa de las «ilusiones y quimeras».

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