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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Estados Unidos y la OTAN

LA OTAN no es un organismo feliz. Nació entre reservas de los estamentos nacionales en Europa y entre ruidosas y muchas veces sangrientas manifestaciones callejeras. Muchos militares pensaban que la supranacionalidad traicionaba la filosofía clásica del Ejército (la defensa estrictamente nacional), que obligaba a compartir la afinación de las nuevas armas y los secretos esenciales, y a adoptar planes de Estado Mayor que no correspondían a su noción de territorio; mantenían que la supranacionalidad militar sólo podría venir después, y nunca antes que la política y la económica. En cuanto a los manifestantes populares, temían que sus países fueran arrastrados a la guerra, que se implantase una hegemonía de Estados Unidos y que se perdiera la oportunidad de la paz. Muchas de estas manifestaciones estuvieron dirigidas, encabezadas y organizadas por los partidos comunistas, que obedecían casi con fe ciega a Moscú. Pero la OTAN nació porque era una necesidad del miedo y del dinero. Había un riesgo de expansión soviética que contener y un comunismo interior que sujetar. Después nació el organismo adverso, el Pacto de Varsovia, destinado a ser mucho menos feliz. Ha sido una burda caricatura de los recelos que despertó la OTAN; no sólo ha subordinado los ejércitos nacionales contenidos en él a la hegemonía soviética, sino que ha impedido toda voluntad nacional y ha sido utilizado en, por lo menos, dos ocasiones para invadir y destrozar las independencias de países miembros: no está todavía excluido que no repita por tercera vez -ahora en Polonia- esta acción interna.La OTAN no ha dejado de sufrir las consecuencias del paso del tiempo. La forma de conducción de la economía americana ya es más competitiva que solidaria, la ausencia de guerra ha desgastado los mecanismos psicológicos de defensa -como todas las, grandes instituciones de guerra, cuando no hay guerra, vive en la tensión y el malestar- y el peso de las obligaciones, presupuestarias y políticas, se advierte ya más que sus indudables ventajas. Sobre todo se produce una incomodidad a medida que dos filosofías globales se contradicen: la de Estados Unidos, a partir de los últimos tiempos de Carter y, sobre todo, con los de Reagan y su equipo, que cree -o dice- que los motivos de rearme, alerta y riesgo no han cesado de ser tan graves como en la época fundacional y que la forma de responder es la del rigor máximo, y los de una mayoría europea que sostiene que el enemigo en potencia ha perdido parte de su agresividad y que el trato con él debe ir por el camino de la détente, porque una reanudación de la guerra fría, además, iría en contra de las necesidades económicas y sociales de la situación de crisis. Parte de las antiguas reservas, que no han dejado nunca de existir, reaparecen con algún vigor. Hay una presión electoral sobre los Gobiernos europeos, hay una inquietud de que el servicio a los intereses de Estados Unidos fuerce las voluntades nacionales de países europeos que se sienten ya fuertes.

La redacción del comunicado final del Consejo de Ministros de Asuntos Exteriores del Tratado celebrado en Roma -preceptivo en primavera- revela las dos tendencias. Puede decirse que hay una importante victoria europea -sobre todo de Schmidt- al hacer incluir un párrafo final de satisfacción porque antes de fin de año se inicien negociaciones entre Estados Unidos y la URSS, sobre todo en el tema del desarme. Haig, sin embargo, ha sabido vender muy bien esta concesión, porque ha obtenido algo dificil de conseguir, esto es, una definición de los límites de tolerancia frente a la URSS, una especie de declaración de aquello de lo que debe abstenerse el enemigo: continuar en Afganistán, invadir Polonia. El tema de Afganistán e importante porque ratifica la tesis de Reagan de que la détente es indivisible y que las señales de alarma deben sonar en cualquier parte del mundo, aunque no esté incluido en el «teatro» europeo. Esto es patente también en los párrafos dedicados al Tercer Mundo y al movimiento de los no alineados, aunque la redacción sea vacilante y ambigua: el compromiso de «reducir los riesgos de crisis» donde «está amenazada la independencia de naciones soberanas» parece decir que, más o menos, se ha adoptado también la idea de Reagan de que hay un Tercer Mundo amenazado directamente por la URSS y el comunismo. Haig ha explicado una vez más que los focos de inestabilidad en Asia, Africa y Centroamérica son consecuencia de la intervención moscovita; que Estados Unidos construye una política para contrarrestar esta intervención y que la OTAN ha de apoyarle. Otro punto, en fin, satisfactorio para Washington en esta reunión es la ratificación del compromiso de instalación de los euromisiles -572, que podrán estar en condiciones de disparo en 1983-, principal tema de disensión con la URSS. Los posibles puntos de negociación con Moscú conseguidos por los Estados europeos serán siempre a partir de lo inevitable de estas instalaciones. La pretensión europea de que se fijase un calendario preciso para las negociaciones no se ha producido: queda limitado a la frase «antes de fin de año», solamente para la iniciación.

Desde el punto de vista político, tampoco los europeos han conseguido introducir la palabra détente como objetivo: lo que se busca ahora es, según la frase del comunicado, una forma de «equilibrio militar global»,entre la OTAN -para lo cual se consideran imprescindibles los euromisiles, puesto que la idea del organismo es la de que éstos no introducen un elemento nuevo, sino que equilibran los ya instalados por la URSS y el Pacto de Varsovia.

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Todo hace pensar, en definitiva, que han sido, sobre todo, las tesis de Estados Unidos y la nueva filosofía de Reagan las que han prevalecido en la conferencia de Roma.

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