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Sobre la convivencia en España/ 1

Organizado por el Foro del Pensamiento Político, que finamente dirige Joaquín Ruiz-Giménez, hace pocas semanas se celebró en Madrid un coloquio sobre el tema «¿Es posible la convivencia en España?». En él tomé parte, a petición de los organizadores, y de él ha dado noticia Ramón Salas Larrazábal en reciente artículo periodístico. Como la materia es sobremanera importante, y como la amable, pero discrepante. reseña que de mis palabras hace Salas Larrazábal es harto fragmentaria, me decido a señalar con alguna precisión las líneas generales del personal punto de vista que allí expuse.Entendida la «convivencia» como aceptación sincera de una vida pública en la cual sean realmente reconocidos la razón de ser de las opiniones del discrepante, su derecho a expresarlas libremente y la posibilidad de su acceso al poder, si por vía pacífica logra que la mayoría de los ciudadanos las compartan, mi posición Inicial es esta: en España, la convivencia es posible, más aún, necesaria, pero es difícil. ¿Por qué? No, desde luego, por razones de carácter biológico (no porque desde Indíbil y Mandonio opere entre nosotros un cromosoma de la guerra civil), de origen alimentario (no porque la nuestra sea tierra de garbanzos, y el comer garbanzos suscite la agresividad), o de índole climática (no porque las sequías nos azoten más que a otros pueblos, y la sequía soliviante el ánimo de quienes la padecen), sino por razones históricas, por el hecho de que nuestra historia haya sido la que efectivamente ha sido.

Lo cual nos plantea un problema tan grave como polémico: ¿qué ha habido en nuestra historia para que entre nosotros sea, a la vez, posible y difícil esa convivencia? No puedo dar ahora la respuesta que tal interrogación exige. Me limitaré a consignar que en la mía habría una orientación y un hecho: la orientación interpretativa que, salvados posibles reparos y añadidos complementos ineludibles, hace años propugnó Américo Castro, y el hecho de que, sea o no sea esa la interpretación adoptada, la guerra civil ha sido un reiterado componente de nuestra vida histórica, patente unas veces y latente otras, desde que con el proceso de Olavide, la prisión de Jovellanos y la guerra de la Independencia se vino abajo el tímido conato europeizador de nuestros ilustrados del siglo XVIII, se hizo liberal una parte considerable del país y los seculares poseedores del poder político y social vieron seriamente amenazados sus privilegios y sus hábitos. Al hecho de esta recurrente discordia bélica, tan atrozmente continuada por la guerra civil de 1936 a 1939 y por la dura represión que a ella subsiguió, hacía alusión, como es obvio, el título de nuestro coloquio. Pues bien: renunciando deliberadamente a ese análisis, me limité a enunciar y glosar los recursos mediante los cuales nuestra convivencia podría, a mi juicio, pasar de meramente posible a satisfactoriamente real, recursos que sin el propósito de descubrir el Mediterráneo; al contrario, sabiendo muy bien que mi propuesta no pasaba de ser la actualización de consignas cien veces proclamadas a lo largo de dos siglos, yo cifré en tres palabras: conciliación, ejemplaridad y educación.

1. Hablo de conciliación y no de reconciliación, a diferencia de lo que durante los últimos años han pedido algunos varones más benevolentes que rigurosos, porque reconciliación es el acto por el cual vuelven a conciliarse quienes antes estuvieron conciliados y luego dejaron de estarlo, y -que yo sepa, al menos- nunca en España vivieron entre sí verdaderamente conciliados absolutistas y liberales, católicos y no católicos, centralistas y autonomistas, conservadores y socialistas, «nacionales» y «rojos», y así sucesivamente. Conciliación, pues, para que realmente haya convivencia. Conciliación que acabe de una vez no sólo con la guerra civil como acto bélico, también con la guerra civil como hábito psicosocial.

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Acto bélico es la guerra civil cuando dos fracciones de un mismo país luchan entre sí con las armas: castellanos comuneros contra castellanos imperiales, ingleses de Cromwell contra ingleses de Carlos I, franceses vendeanos contra franceses revolucionarios, españoles de Felipe V contra españoles del archiduque, americanos de la Unión contra americanos de la Confederación, carlistas contra liberales, rusos blancos contra rusos rojos... Pero no entenderíamos por completo la realidad histórica habitualmente llamada «guerra civil», si junto a lo que es ella como acto bélico no pusiéramos lo que ella es como hábito psicosocial: la tácita o gritada convicción de que sin la exclusión del discrepante como agonista de la vida pública -sea el destierro, el silencio o la muerte la forma concreta de dicha exclusión- no es posible una sociedad éticamente digna y políticamente eficaz. Con ella en sus almas lucharon entre sí, durante nuestra última contienda civil, los grupos más decisivos de la «zona nacional» y la «zona roja». ¿Sigue o no sigue operando tal convicción en los sentimientos y en las conversaciones de quienes hoy simpatizan con el golpe del 23 de febrero9 Dé cada cual la respuesta que prefiera. La mía es enteramente afirmativa.

(En inciso, muy al galope, una pregunta y una respuesta. Cuanto acabo de exponer, ¿no lleva consigo una flagrante confusión entre la guerra civil y el golpe de Estado? Respondo: en modo alguno confundo yo uno y otro suceso; pero en un país como el nuestro, en el cual, aunque a veces no lo parezca, hay minorías muy considerables que puestas en el trance no vacilarían ante la decisión de convertir el «conflicto como golpe de Estado» en «conflicto como guerra civil», parece forzoso denunciar oportuna e importunamente esa latente existencia de la guerra civil como hábito psicosocial. Pregunto yo, a mi vez: en la encrespada España inmediatamente ulterior a las elecciones de febrero de 1936, nada permitía descartar la posibilidad de un golpe de Estado; pero ¿cuántos españoles, incluidos los más zahoríes, hubie-

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sen admitido la posibilidad de que sus compatriotas se metiesen en la atrocidad de una guerra civil de casi tres años? Los antiguos romanos decían cave canem, «ojo con el perro». Pensando en las consecuencias a que entre nosotros pueden dar lugar los golpes de Estado, aprendamos a decir: «Ojo con ellos».)

Tras nuestra última guerra civil y sus secuelas, ¿cómo puede ser lograda la conciliación que para una firme convivencia ciudadana estoy postulando? Si el lector tiene paciencia para leerme, todo un artículo pienso dedicar al tema.

2. Llamo ahora ejemplaridad a la que en el ejercicio de su función social deben llana y cotidianamente patentizar -¡por Dios, nada de «premios a la virtud»!- cuantos socialmente mandan, en el más lato sentido de esta palabra: políticos en el poder y políticos en la oposición, autoridades de la Iglesia y del Ejército, jefes de empresa, regentes de sindicatos, educadores de todos los niveles. Ejemplaridad en el ejercicio de la libertad civil y en la suscitación de un empleo responsable de ella, en la ejecución del trabajo de cada día, en el cumplimiento de las normas que en Occidente rigen la moral civil, en la prontitud a la autocrítica del grupo profesional a que uno pertenezca y en la aceptación de la crítica que otros puedan hacer de él, en la renuncia a cuanto suponga privilegio no merecido, por hondo que en la historia o en la costumbre sea el arraigo de su disfrute; ejemplaridad en el degüello de toda tentación de compadrazgo o, recuérdese a Ortega, de todo conato de particularismo... Se dirá: cuánta obviedad, cuánta perogrullada. Desde luego. Pero ¿no es cierto que los requisitos para la convivencia civil en España se hallan «a nivel de perogrullada», para decirlo a la manera de la habitual teleparla?

3. Y postular la educación como remedio de las lacras de nuestra vida pública, ¿no es, además de una obviedad, un tópico que ahora está cumpliendo tres siglos? En lo tocante a la deficiencia científica, adecuada educación predicó con dolor y vehemencia mi colega Juan de Cabríada, allá en la España de Carlos II, y han predicado luego Feijoo, y los Caballeritos de Azcoitia, y los promotores de las Sociedades de Amigos del País, y tantos más, hasta hoy mismo. En lo relativo al menester político-social, educación de los españoles han pedido Jovellanos, Larra, Balmes, Giner de los Ríos, Costa, Unamuno -sí, Unamuno-, Ortega, Herrera, Marañón... Me pregunto si la resolución educacional del problema del bílingüismo, allá donde existe, es hoy tratada con verdadero espíritu de convivencia, y si con él es siempre enseñada y escrita la historia de España. Porque, quiero repetirlo, en nuestra historia, en los entresijos de nuestra historia, se halla la causa de esta difícil posibilidad que para nosotros es el hábito de convivir en paz y en cooperación con el discrepante. «La violencia en América Latina», acaba de decirnos García Márquez, «es un fenómeno de toda su historia, algo que nos viene de España». Tremenda afirmación para cualquier español sensible.

Conciliación, ejemplaridad, educación. Obviedades, perogrulladas ineludibles, si de veras queremos que la convivencia no sea en estos pagos sólo una bella palabra. Al servicio de tal propósito, ¿se me permitirá decir algo más sobre el primero de los términos de esa elemental trilogía?

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