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Reportaje:La realidad del cura en la Iglesia española / y 2

El futuro del clero, entre el desconcierto de la jerarquía y la inspiración de las cormunidades de base

«El sacerdocio de las grandes confesiones no puede legitimarse ya recurriendo a Jesús de Nazareth», escribía el austriaco Adolf Höll, autor del éxito de venta Jesús en mala compañía. La afirmación era compartida por los teólogos que seguían de cerca la crisis. Y la afirmación tenía su importancia dado que en tiempos de crisis la Iglesia, como otros muchos organismos, busca su legitimidad en las fuentes. Del moderado Ives Congar al crítico Johan Baptist Metz muchos son los que ponen de relieve que el cristianismo rompe con el concepto clásico de sacerdocio e inaugura un tipo de ministerio desacralizado, en plan de servicio a los hombres.

El rumbo se tuerce ya en el siglo III, cuando los habitantes se refugian en las iglesias buscando en lo sagrado la seguridad que les niega el imperio. A partir de ese momento comienza a desarrollarse el clérigo, ordenado de sacerdote, que vive del altar y al altar sirve. El cura se convierte, de alguna manera, en funcionario del Estado. No pasará mucho tiempo sin que haga suya la tradición judía que hacía del clérigo una casta aparte, consagrada al culto. En el siglo V se intensifica el distanciamiento respecto al pueblo al señalarse exteriormente con la tonsura. La adopción, en el siglo VIII, del latín como lengua oficial de la Iglesia delimita las fronteras entre el clero y el pueblo, la plebs.La consolidación de este cuerpo específico, segregado del pueblo, disciplinado jerárquicamente e intermediario entre la autoridad y el pueblo, sólo se logrará cuando se imponga la práctica del celibato obligatorio. Pero todavía a estas alturas del tiempo, y hasta bien avanzada la Edad Media, el pueblo creyente tenía su peso, voz y voto. La comunidad podía deponer a un sacerdote si se mostraba indigno, incluso a un obispo, como ocurrió a los de León, Astorga y Mérida, que, por cobardía, huyeron de sus diócesis durante la persecución de Decio. Los obispos depuestos recurrieron al Papa, que les repuso. Pero la comunidad, por mediación de san Cipriano, obispo de Cartago, convocó un concilio local que declaró el derecho de la comunidad a designar a sus ministros y a deponerlos, si les consideraba indignos. Todavía entonces, el oficio de clérigo no era considerado como algo irrevocable y para siempre, ya que los concilios hablan con frecuencia de clérigos y obispos depuestos que perdían, sin más, la dignidad y los privilegios.

La introducción del celibato obligatorio fue la punta de lanza de una estrategia que acabó configurando al tipo de cura que hoy predomina. Esa larga y enrevesada historia comienza, dicen los historiadores, en el año 300, con el concilio de Elvira (la actual Granada), donde se dijo: «Está prohibido a los obispos, sacerdotes y diáconos, es decir, a todos los clérigos consagrados al ministerio del altar, mantener comercio con sus mujeres y engendrar hijos, y quien quiera que infrinja esta prohibición será depuesto de su clerecía».

Pero bien vistas las cosas, ahí no se habla de celibato, sino de continencia, lo que supone estar casados. Lo que entonces preocupaba era la continencia matrimonial, tal y como lo recoge el concilio de Nice (325), en donde alguien quiso que se aprobara el que «los obispos, presbíteros y diáconos no durmiesen con sus mujeres». Entonces se levantó Pafnucio, obispo de Tebaída, célibe él, y gritó bien alto que no se debía imponer a los hombres consagrados ese yugo pesado, diciendo que «es también digno de honor el acto matrimonial e inmaculado el mismo matrimonio».

La importancia política del celibato

La ley del celibato propiamente no se produce hasta 1610, momento en que la sagrada congregación del concilio decreta que «los casados, mientras dure el matrimonio, no pueden ser promovidos a la primera tonsura». Que la conquista del celibato ha sido un forcejeo lo atestigua el historiador Georg Denzler cuando recuerda que «hasta el siglo XVII se prolonga en la Iglesia la lacra del concubinato».

No hay unanimidad a la hora de explicar la firme decisión romana de hacer pasar a sus clérigos por el aro del celibato. José María Castillo opina que la enemiga contra el sexo coincide con la introducción de la celebración diaria de la eucaristía; entonces se empezó a exigir al sacerdote cristiano la misma pureza ritual que el Antiguo Testamento imponía a sus levitas, esto es, la continencia camal. En el celibato que se exigió a los obispos influyó el temor de que pudieran dejar los bienes de la Iglesia en herencia a sus hijos, tal y como consta en la carta del papa Pelagio I, en los años 558-559.

En estos estudios históricos, que se han multiplicado en los diez últimos años, los curas contestatarios encontraban justificación para las nuevas vías que trataban de abrir. Lo que llama la atención es que los problemas siguen siendo los mismos, aunque no se advierta la beligerancia de antaño, sustituida por una cierta resignación. Hace dos años aparecía, en efecto, en Iglesia en Madrid, una encuesta sintomática más que por su valor científico por estar realizada entre los curas jóvenes de Madrid. La publicación de la encuesta en la hoja diocesana supuso una purga del seminario a manos del provicario Martín Patino. Un 92% de los encuestados quieren que la imagen del cura sea normal y trabajador; el mismo porcentaje dice no identificarse con la Iglesia institución. Sólo un 23% considera al celibato corno un valor; el resto, un 74%, «lo soporta, lo suplanta o considera una tragedia el mantenerlo». Políticamente, un 17% se considera de derechas y un 63% de izquierdas. Aunque aquí los porcentajes son mayores, se detecta, sin embargo, la misma tendencia que en la encuesta de Foessa 1970-1973, y la realizada por la Oficina de Sociología de la diócesis de Madrid, en 1978, si bien en esta última no se encuesta sobre el celibato, pero sí aparece agravada la comunicación interna: «La casi totalidad detecta rupturas graves dentro del clero».

Un síntoma de la crisis del clero es el de las secularizaciones de curas que deciden abandonar la clerecía. Entre 1969 y 1977 se calculaban unas 20.000 registradas en el Vaticano, a las que había que añadir otras 15.000 de quienes no avisan que se van. Hasta la llegada de Pablo VI no era fácil secularizarse. Algunos tuvieron suerte, como César Borgia, obispo de Valencia, que obtuvo la dispensa del papa Alejandro VI, previa consulta con el colegio cardenalicio, «para el bien de su alma». En 1969, Giovanni Musante, prelado doméstico de Pablo VI, se casa, en Roma, con todos los honores y una dotación vaticana de millón y medio de pesetas. En España, hasta 1978, era mayor el número de secularizaciones que de nuevas ordenaciones. Desde entonces se ha estabilizado la situación por dos razones: que Juan Pablo II ha vuelto a ponerse duro y que, como decía el jefe de la oficina de sociología de la diócesis de Madrid, «ya apenas quedan curas en edad de secularizarse».

El impulso de la religiosidad en la base

La situación preocupa hondamente a los episcopados europeos, que no ven salidas claras. Los hay que piensan que se trata de una crisis pasajera y que puede llegar el día que los seminarios se llenen de nuevo. Otros consideran que el cura casado podría ser una solución, dado que la situación actual limita el acceso al sacerdocio a niños y jóvenes no comprometidos; si se abren las puertas a los casados se aumenta matemáticamente la proporción de cristianos que quieren acceder al sacerdocio; no faltan quienes lo descartan «porque eso sería hacer un feo al clérigo célibe», como decía Díaz Merchán. Lo que sí puede constatarse es que algo está bullendo por doquier, aunque de manera anárquica. En Madrid, por ejemplo, existe un Movimiento por un Celibato Opcional (Moceop), que agrupa a unos seiscientos curas, casados unos y célibes otros, que buscan solución a la crisis. La reivindicación de la libertad frente al celibato es sólo el punto estratégico de un planteamiento que trata de acabar con el clérigo existente que monopoliza en su persona la variedad de funciones que necesita una comunidad. Los casados celebran la eucaristía en pequeñas comunidades y su existencia es conocida y tolerada por los obispos.

Más significativo es, de todas maneras, el fenómeno de las comunidades de base, en el que el episcopado católico ha puesto sus esperanzas. Se trata de un fenómeno variopinto, reciente y original. Existen las comunidades neocatecumenales, rigurosamente jerárquicas, que viven en cotos cerrados desarrollando intensas relaciones entre los miembros de las mismas. También las comunidades carismáticas o pentecostales, de procedencia protestante e importadas de Estados Unidos, que atestiguan del renacimiento de carismas antiguos, como el don de lenguas, de curaciones y el de la expulsión de demonios. Junto a éstas, las comunidades populares cristianas, que se diferencian de las anteriores por su compromiso sociopolítico y por su orientación crítica. Y, finalmente, las comunidades catecumenales eclesiales, las más cercanas a la jerarquía.

Estas comunidades de base, conservadoras y apolíticas unas, progresistas y comprometidas otras, tienen por común denominador el haber nacido, crecido y madurado al margen de la iniciativa jerárquica, y ser quizá expresión de la ambigua religiosidad que está renaciendo en este último tramo del segundo milenio.

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