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El oculto triunfo

Cuando estaba muriéndose, el señor De Fontenelle dijo que sentía dificultad de ser. Esto es, dificultad de persistir, de continuar percibiendo en su interior el pulso de la existencia. Sencillamente, el ser. Estaba a punto de no tener ser. La muerte deshace el ser. Lo machaca y lo reduce al pulvis, cinis, nihil del epitafio del cardenal Portocarrero en la catedral de Toledo. El purpurado debió percatarse, al pasar de la vida al fenecer, que su ser experimentaba un cambio, un profundo y estremecedor cambio. Claro está que pensaba seguir siendo, pero de otro modo y en otro mundo. El señor De Fontenelle -escéptico y casi centenario- dio constancia, muy cartesianamente, de ese atroz tránsito. Y certificó lo único que él podía certificar: el ingreso en la tiniebla absoluta. La evaporación del ser individual y la cerrazón subsiguiente.Por eso vivir, primariamente vivir, consiste en aguantar del ser. Del ser que sentimos dentro de nosotros, pero que no somos capaces de atrapar en palabras de concepto. Apenas si en palabras de literatura. La literatura, en el fondo, es un concepto vuelto del revés. Un concepto al que se le ven las hilachas, los entretejidos originarios, las emociones primigenias. Un concepto que nos suena de otra manera, raro, estrambótico, ilógico. Y que, por eso, nos gusta, nos impresiona. En suma, nos parece bello. La vida integral no admite cartesianismos. El arte verdadero, tampoco. Cuando aguantamos del ser, esto es, cuando vivimos, asentamos nuestros pasos en la tierra contradictoria de lo razonable y de lo irracional. Y desde ese ambivalente terreno buscamos el triunfo.

Pero ¿qué es el triunfo? Por de pronto, muchas cosas accesorias: el mando, la fuerza del dinero, la popularidad. ¿Y en el fondo?

Probablemente, casi nada. Casi nada disfrazada de mucho. En el mejor de los casos, nos parece algo así como un acrecentamiento de nuestro ser específico. Se nos antoja como una potenciación de nosotros mismos a la que el poderío concreto -económico, autoritario, de incremento de la fama particular- no hace sino conceder elevación, altura dominante. El triunfo es el subrayado de la persona. Es esa barrita en la que nuestro nombre se apoya y se realza.

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En definitiva, el triunfo semeja ayudar a que nuestro ser continúe, aunque la muerte nos aceche y amenace con llevarnos al escalofriante no-ser. En este sentido equivale a un hipotético seguro de vida, de trans-vida. Una prolongación en intensidad temporal de nuestra existencia. Pero acontece que el triunfo concluye por agotarse. No es duradero. Nunca lo ha sido. ¿Diez años, veinte años, cincuenta años? ¿Toda una vida" ¿Y qué? No, no basta. El triunfador necesita de la garantía de su permanencia después de la muerte, después de haber pasado la dificultad de ser. Después de dejar a un lado el polvo, la ceniza y la nada. Necesita la eternidad. Y para alcanzar tan altas dimensiones, lucha denodadamente. Lucha con todos los medios, con todas sus fuerzas. Es prisionero de unas ansias desmedidas. Intenta no llegar a la sutilización de su ser. O lo que es lo mismo: a que la ceniza, el polvo y la nada digan en silencio los méritos del desaparecido.

Triunfar en la vida no consiste en llegar. Consiste en permanecer. Jouvet decía: «Es más fácil triunfar que durar». Con todo, una cosa es cierta: si duras, triunfas. Esto es, si se logra asentar el nombre en una base sólida, aun cuando no sea dernasiado justa, la consideración y el acatamiento vienen de suyo. Hay escritores que valen poco, pero que todo el mundo admira sencillamente, porque llevan años y años escribiendo. La constancia testifica siempre a favor. En especial, de los mediocres. Me refiero a la constancia hacia fuera. Que no tiene nada que ver con el tesón en el trabajo. Con la lenta maduración. Con el silencioso perfeccionamiento de la obra creadora. Kant podía hacer de la monotonía cotidiana una aparente vulgaridad. Pero lo que el filósofo llevaba a cabo no era tarea menor, claro está. Y por eso permaneció y permanece.

Conviene distinguir entre la huella duradera y estricta que se ejerce sobre los demás y la popularidad gregaria. Esta última va acompañada siempre de una cara oscura, de una negatividad potencial que en cualquier momento puede hacerse patente, que en cualquier momento puede borrar los brillos de la fama. No es bueno confundir la preeminencia con el surco duradero. Ese surco forma, en último término, el cuerpo de la cultura, su efectividad más legítima. La cultura viene dada por el sedimento que queda en la colecilvidad después de los tirones de los espíritus excepcionales. Los que obligan a cambiar de sentido al sistema de valores de cualquier grupo humano. Los bienes culturales empujan, desequilibran e inquietan. En esa desazón y en esa inquietud va implícita la fama de los que la promovieron. Va implícito su triunfo. Aun cuando no se reconozca. Y aún más: aun cuando ya ni siquiera se recuerde.

A veces, el olvido toma formas sorprendentes y conmovedoras. No hace mucho me encaminé yo desde Barajas a Madrid en un taxi. El taxista, como suele ocurrir, era de abundante labia. Me describió por lo menudo un reciente accidente en la autopista.

-¿Lo vio usted?

-No, señor. Yo no estaba en la circunstancia.

Ortega asomaba en este dicho. Naturalmente, el taxista no tenía ni el más ligero barrunto del ilustre antecedente, según pude comprobar. Ni tan sólo de la ya tópica frase «Yo soy yo y mi circunstancia». Y, sin embargo, estaba utilizando una expresión que arrancaba directamente de las ideas del filósofo. El taxista no estaba en la circunstancia del accidente. Pero estaba en la circunstancia de la memoria de Ortega. Si don José le hubiese oído, a buen seguro que sentiría en su interior una cálida onda de satisfacción personal. Su triunfo estaba allí, en la locución popular. Un triunfo anónimo, pero triunfo al fin y al cabo. Las palabras de aquel hombre eran la constatación viva de una perduración intelectual. Eran palabras incorporadas -hechas cuerpo- al espíritu colectivo.

La gloria es así. Personal y anónima al mismo tiempo. Si un intelectual adscribe el dicho popular a su verdadero origen, esa gloria se torna evidente. Si el dicho popular en dicho popular se queda, sin paternidad ni origen cierto, la gloria quizá sea mayor, pues lo será como realidad cultural difusa y con capacidad para expresar experiencias de la gente que, de otro modo, quedarían sin formalización condigna. Lo individual se convierte así en comunal. Y allí, maravillosamente, se disuelve.

De ahí la sensación de perecedero que da todo esfuerzo creador, por firme que parezca. Y no se trata de una evaporación. Se trata de un cambio de frente. Por descontado, también de una despersonalización. Pero algo, no obstante, perdura. Algo muy leve, muy tenue, apenas un mínimo temblor en el alma de los demás. Allí revive, sin que nadie lo sospeche, la fama del creador de cultura. Su triunfo. Su escondido triunfo.

Antes, la muerte ha anulado toda otra posibilidad. ¿Dificultad de ser? ¿Polvo, ceniza, nada? Todo es posible. Pero ahora, mientras escribo esto, el señor De Fontenelle y el cardenal Portocarrero me hacen señas desde su enigmática eternidad. Dos finos espíritus, cada uno a su manera, encararon la definitiva derrota que significa el reinado de la anihilación. ¿Siguen siendo? ¿Persiste su ser? ¿Es ese polvo, esa ceniza, esa nada todavía algo no perecedero? Dicho de otro modo: ¿viven ellos para nosotros? Y si viven, ¿han triunfado ¿Quién podrá decirlo?

En todo caso, aquí están ahora, con sus nombres sonoros, con su angustia el uno, con su desdén el otro. Dos ejemplos. Dos caminos. Cuando cada uno de nosotros tome el suyo y en él su propia decisión -el miedo o el desasimiento-, algo del señor De Fontenelle, o algo del cardenal Portocarrero, vibrará en nuestro interior.

Y ese será el triunfo de aquellos personajes. Su gloria. Su escondida gloria.

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