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Tribuna
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La teoría ibericoepiscopal del divorcio

En un artículo anterior -El habla de los obispos (EL PAÍS, 22 de febrero)-, difícilmente inteligible, por cuanto en los sucesivos pasos que van del redactor jefe al linotipista se le perdieron dieciséis líneas, defendí la idea de que los obispos deben hablar, y hacerlo además con frecuencia, como forma de que les entendamos mejor.Entenderles mejor, dentro de lo que cabe. Porque una característica, por ejemplo, del documento episcopal sobre el divorcio es su oscuridad y mistificación. ¿Por qué de ambas? Se me ocurre una explicación: quien no está convencido de la racionalidad (en el sentido de logicidad) de una tesis que, no obstante, se obliga a defender (por las razones que sea, en las cuales no quiero entrar), ha de renunciar necesariamente a la claridad. Si la claridad, al decir de Ortega, es la cortesía del filósofo (que no siempre practica, claro está), la oscuridad ha de ser la necesaria propiedad del teólogo; y no de resultas de la complejidad del raciocinio, sino de la necesidad de que Io que se presenta como tal aparezca como argumento tan complicado que resulte inalcanzable para los más. Por eso, tales escritos adolecen de estas tres virtudes:

1. La contradicción en los términos.

2. La mistificación, como forma de ocultación, de las contradicciones preexistentes.

3. La autoatribución de autoridad, en este caso moral, surgiendo así la curiosa figura del denominado teólogo moral, esto es, del sujeto que a sí mismo se confiere la capacidad para decirnos a todos -no sólo a los de su grey- que es lo que hemos de hacer si queremos hacer el bien y ser buenos.

He aquí algunas de las contradicciones del documento a que hago referencia: el matrimonio es un derecho -además, natural- de la persona; el divorcio, no; «Y aunque ellos (los cónyuges) fueron libres para contraerlo, no lo son para romper el vínculo que nace del mutuo consentimiento ». ¿Hay razones para considerar libres a dos personas para atarse y no libres para desatarse? Veamos algunas de las mistificaciones imprescindibles para sostén del absurdo: al acceder al matrimonio «brota un vínculo de carácter permanente». De dónde brota, se ignora, ni hay que preguntarlo; basta simplemente recurrir a estas dos aseveraciones de jocosa lógica episcopal: «Todo matrimonio es, por derecho natural, indisoluble», ya que «la indisolubilidad matrimonial brota de la esencia misma de la realidad conyugal». Esta eminentísima capacidad para la captación de esencias debe hacer la énvidia de Xavier Zubiri.

Inciso sobre el matrimonio

A diferencia de los señores obispos, en las líneas precedentes parto del supuesto de que quien contrae libremente matrimonio posee derecho a deshacerlo libremente. Que en algún caso haya de intervenir un árbitro que decida de las consecuencias legales habidas durante la convivencia es una cuestión que se ha de tener en cuenta, pero que ahora no atañe.al núcleo de la cosa misma. Tal derecho a la libertad para deshacer lo hecho afecta, aún con mayor motivo, a todo aquel que ha contraído matrimonio de no libre opción. ¿Cuáles son estos matrimonios? ¿Acaso aquellos que en época pretérita, y por razones de Estado, se hacía contraer a criaturitas impúberes de familias reales? ¿Acaso los de subnormales decididos por sus padres?

Ambos casos de matrimonio de no libre opción son excepcionales, y no me refiero en este momento a ellos. Aludo, precisamente, al matrimonio que los obispos consideran de libre opción, a saber: el que tiene lugar habitualmente y en el que ambos contrayentes están en estado de enamoramiento. Ahora bien, es sabido que el matrimonio se realiza con la seriedad de una transacción mercantil, aunque con más prosopopeya por lo general. Pero también es conocido que el denominado estado de enamoramiento supone una grave perturbación de la capacidad de juicio (sobre el objeto amado, esto es, sobre aquello que constituye el motivo-objeto del contrato), que se diferencia poco de la que acontece en determinados estados psicóticos. En suma, una situación anímica que cualquier notario consideraría inadecuada para la verificación de una transacción. Es cierto que este trastorno, placentero por lo demás, es de carácter pasajero (un «trastorno mental transitorio», dicen los juristas), y que la regresión pueril que durante el mismo acaece (el habla infantilizada, la duradera e incansable prensión de las manos del objeto amado, la solicitud de evidencia de tareas no verificables, como la demostración de la cuantía del amor que se dice poseer o de la eternidad del amor que se padece, etcétera) es reversible y cura tras los primeros juntamientos, sin administración de psicofármaco alguno. Evidentemente se trata de una situación de no libertad. Sería, pues, de desear que en estos casos, que son los más, se incluyera una cláusula en la que se advirtiera el carácter condicional del matrimonio de estos incapaces, y la necesidad de ratificación una vez que los juntamientos, ya legalizados, parecen haber devuelto la capacidad de libre decisión a los contrayentes.

Continuando su trayectoria alógica, el episcopado español se muestra -decididamente opuesto al divorcio por mutuo acuerdo. Pienso que se trata del divorcio preferible, por cuanto se propone en estado de máxima libertad. Con todo sosiego, debidamente sentados los dos esposos, comentan entre sí que no se entienden,que fue verdad que se quisieron, pero que es también verdad que han dejado de quererse, que incluso aman a una tercera persona o no aman a nadie, y prefieren vivir la soledad antes que la incómoda, aunque cortés, compañía.

Pues bien, a este tipo de divorcio, razonable, sensato, los obispos prefieren el que se suscita tras situaciones psicológicas o somáticas cruentas. Pero toda persona, aun sin experiencia alguna al respecto, puede imaginar que:

1. Llegar a esta situación supone toda suerte de sufrimientos, sentimientos de culpa, desestima de sí mismo por procederes de los que se avergüenza, escepticismos irreparables acerca de la índole moral del ser humano, y -sobre todo, sobre todo- incremento de la capacidad de odio, que le hacen ante sí mismo y ante los demás profundamente despreciable; de todo ello son víctimas no sólo los protagonistas, sino los que les rodean.

2. Por otra parte, las decisiones tomadas en estos momentos, y de las que se hace partícipes a letrados, médicos, confesores, familiares, etcétera, como derivadas también de una situación de «trastorno mental transitorio», aunque de carácter no placentero, son invalidadas por la propia víctima una vez que la reconciliación tiene lugar y comienza a vivir, tras la paliza física o mental, una segunda (o tercera, o cuarta) luna de miel. ¿Por qué empeñarse en buscar el culpable? ¿De veras creen los señores obispos que, en el estricto nivel en el que deben situarse teólogos y psicólogos (no el jurista), cabe hablar de que la razón (la inocencia) está íntegramente, de un lado, y la culpa, íntegramente del otro? Una consideración de esta índole es la ostensible expresión de la degradada escolástica que usan, alejada, por su falsedad, de la realidad del ser humano y de las relaciones humanas. La búsqueda del culpable es una necesidad jurídica con miras a la resolución de cuestiones pragmáticas, no una descripción de las relaciones interpersonales, a las que el teólogo se encuentra moralmente obligado a considerar.

El teólogo como terrorista

Cuando la razón no guía nuestras aseveraciones, éstas sólo pueden imponerse -soslayemos todo eufemismo- por el terror; y los que las imponen se denominan terroristas. Los señores obispos, en efecto, al sostener sus puntos de vista y rechazar, entre otros, el divorcio por mutuo acuerdo, lo hacen «apelando a los valores morales objetivos». ¿Qué significa esta formulación? Ante todo, una forma de terrorismo.

No entraré a discutir la formulación misma a que apelan, que hoy sería cuestionable hasta el extremo de una contradicción in adjecto, puesto que si bien nadie niega la existencia de valores morales, mediante los cuales las conductas se rigen, codificadamente o no, muy pocos se sienten con la audacia de afirmar que los valores -morales, estéticos o de la índole que sean- son objetivos. Por algo son valores, no hechos. El que sean compartidos por una comunidad más o menos extensa no les resta subjetividad, sólo añade consensualidad.

Pero al hacer los señores obispos esta apelación es evidente que, cuando menos, se implica lo siguiente:

1. Que ellos están en la moral objetiva.

2. Que no lo están los que discrepan de ellos. No importa ahora que estos discrepantes pertenezcan a su grey o se sitúen fuera de ella: al ser valores morales objetivos, la cosa trasciende de la moral singular de un grupo social, por ejemplo, la Iglesia católica o, más particularmente, el episcopado español; somos todos los que, al discrepar de los obispos en este respecto, nos colocamos inmediatamente por fuera de la moral objetiva, que es, obviamente, la única moral; o lo que es lo mismo, somos objetivamente inmorales. Como obligada inferencia, los obispos concluyen que quien en este respecto se sitúa en la inmoralidad objetiva por su discrepancia para con ellos, queda desautorizado para llevar a cabo cualquier otra formulación moral de todo acto. La cosa es tan desmesurada -resulta difícilmente imaginable que este escrito haya podido resultar de una reflexión colectiva- que puede parecer exageración. Pero el texto episcopal reza así: «Un poder político indiferente a los valores morales (tal como el que legislare el derecho al divorcio por mutuo acuerdo) carece de razones para oponerse a la injusticia y a la anarquía perturbadoras del bien común de la comunidad política o para hacer respetar los derechos humanos de la convivencia social». La consecuencia lógica de esta desestabilizadora conclusión es que, de aprobarse el divorcio por mutuo acuerdo, nuestros gobernantes carecen de autoridad para perseguir a los asesinos de ETA, a los presuntos asesinos del etarra Arregui, a los presuntos traidores de la tejerada, y así sucesivamente. Y en idéntica situación quedamos los que, sin poder político alguno, tenemos necesidad de formular algún juicio moral sobre las citadas actuaciones.

Esta descalificación que, sin base racional alguna, se nos propina por parte de los señores obispos constituye una actuación terrorista. El terrorista no necesariamente ha de usar de metralletas. Cualquier anatema -religioso, político, moral, social- emitido tras la inaceptación de un dogma, y con el que evidentemente se pretende el castigo del discrepante, es terrorismo. Consuela saber, sin embargo, que en la actualidad nuestros obispos carecen de la posibilidad de completar el anatema con el fuego real de un auto de fe; tan sólo, quizá, se nos amenaza con la eterna, aunque presumiblemente tolerable, tostadura infernal.

Carlos Castilla del Pino es médico psiquiatra, director del Hospital Psiquiátrico de Córdoba, investigador y autor de libros relacionados con su especialidad.

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