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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Payasos en la democracia

LA ÚLTIMA pirueta de Coluche en las vísperas electorales, francesas ha recuperado fuerza para su vieja broma, ya gastada, de la candidatura a la presidencia de la República: anunció su retirada, corrieron a él los periodistas, y horas después anunció que no se retiraba. Cuando el fenómeno se ve a la sombra de las metralletas y de la sombría España del posgolpe, la mueca del payaso pierde bastante de su gracia y nos remite a los viejos aforismos de «jugar con fuego». Puropa está asistiendo a un desgaste verbal de la democracia parecido al de los años treinta, cuando, al menos, las paradojas y las bromas tenían un considerable talento -Belloc, Shaw, Morris- y cuando la sociedad europea podía alucinarse por la irradiación de los modelos totalitarios -el comunismo, los fascismos- cuyo nivel de sangre podía todavía enmascararse con el truco de prestidigitación de la eficacia: el desarrollo inmediato de los acontecimientos nos mostraría el carácter voraz de esos modelos que iban a saltar en pedazos tras haber hecho, a su vez, pedazos del mundo al que agredían. Toda ilusión por esos modelos está perdida, desenmascarada, y bastaría con poner de texto en los países civilizados el video español del 23 al 24 de febrero para que se viera cómo lo grotesco puede convertirse en atroz un segundo después.Docenas de Coluches menores se han producido en España durante los años del posfranquismo, y, desde diferentes ópticas, han ido minando el sentido parlamentario de la transformación que se está intentando hacer. Nunca hay que disparar contra el humor -ni contra nadie-; es un estímulo y una higiene. Como toda crítica. Pero en un país inexperto en materia de democracia, acusado de «no estar maduro» para ese tipo de régimen -y, en efecto, se ha demostrado la falta de madurez de los acusadores-, se ha podido producir el error de confundir un sistema con unos gobernantes escasamente impregnados de él o con unos diputados en estadio de aprendizaje. Puede sorprender que un país con la vieja experiencia democrática de Francia pueda caer en el coluchismo, en la payasada de un hombre con genio para su oficio al que votarían hoy, según los datos de computador, dos millones de franceses, y en la experiencia francesa podrían inventariarse algunos actos de asalto a la Asamblea Nacional y algunas sublevaciones tan recientes como las de Salan, Jouhaud o el «cafetero Ortiz» en los trances de Argelia.

La variante francesa del desencanto se está reflejando en esta misma precampaña, y en la lucha personal de dos personajes, como Giscard y Mitterrand, que parecen salidos de tiempos demasiado viejos, y que, pese a sus maniobras, no alcanzan a ilusionar a sus electores. Quizá el problema de hoy es que el tema de la democracia como base de la convivencia y de la organización de la sociedad, no haya que buscarlo por medio de la ilusión, término que se va convirtiendo cada vez más en un arcaísmo, sino por la vía de la decepción de todos los demás que a lo largo de su ejercicio han ido demostrando que son peores. A pesar de Coluche y de la reunión en torno suyo de desencantados -los mismos, o sus descendientes, de quienes se reunieron en tiempos difíciles en torno a Poujade, que era un payaso, aunque no sabía que lo era-, y que, trágicamente, aun sin proponérselo su inventor, se va aproximando a un fascismo de clases medias.

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