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Democracia, ambivalencia, Crisis

Son grandes y ampulosos términos, pero no encuentro otros mejores. Y cavilo que en momentos de tentación totalitaria no está de más recuperar la energía originaria que algunos desgastados términos encierran. El tema se relaciona con la conquista fundamental de nuestra civilización: la conquista de la libertad por la vía de la complejificación.Comencemos con la crisis. Desde hace más de un siglo, Occidente habla de crisis: crisis del capitalismo, crisis de la sociedad, crisis de la familia, crisis de valores, crisis de la ciencia, del derecho, de la civilización, de lo que fuere. Se puede ironizar sobre esta reiteración, pero no por ello resulta el fenómeno menos significativo. A lo cual hay que añadir la confusión misma en torno al concepto de crisis. Pues bien, a mi juicio, lo que esa reiteración y confusión desvela es el carácter ambivalente de las cosas. Lo que la vaga y reiterada noción de crisis pone al descubierto es que todo orden racional tiene que convivir con su correspondiente desorden irracional, que toda certidumbre genera su correspondiente incertidumbre. Este es el meollo de la cuestión. La gente habla tanto de la crisis (y del desencanto) porque lo que vagamente ha descubierto es la ambivalencia. Donde hay amor hay odio, donde hay orden hay desorden, donde hay perfección hay imperfección, donde hay ser hay no-ser. Se clausuró definitivamente el mito ingenuo de la Arcadia feliz y el mito no menos ingenuo del progresismo escatológico. Toda ganancia, social o individual, tiene un coste, y lo que cuenta es el margen de complejidad ambivalente que el par ganancia/coste configura.

Analicemos el mito del progresismo entendido a la manera del siglo pasado: la idea ingenua de que la historia avanza siempre en dirección a lo cada vez más ordenado y menos caótico. El gran fraude de este mito consistía -dicho en lenguaje contable- en presentar sólo el activo de la historia, ocultando el pasivo. Hoy hemos descubierto el pasivo. ¿Cuál es el pasivo? El pasivo es la distancia al origen, el conjunto de facturas acumuladas por la historia, la complejidad creciente de los códigos que poseen al «individuo», el «peso» de todas estas «mediaciones» (que Freud quiso medir en términos de culpabilidad acumulada). El pasivo es el responsable de la violencia, la culpabilidad y la angustia: la paradoja de que a medida que van aumentando los controles y los dominios sobre la naturaleza se crean problemas nuevos y, en cierto modo, superiores a los problemas que se han resuelto. El pasivo explica la exasperación de quienes se quedaron en cotas pasadas de simplificación. Este pasivo puede ser al fin tan grande que amenace con todo lo que estamos construyendo -y buena parte de lo que hemos construido ya- Este pasivo favorece el furor de los nostálgicos.

Conviene, en consecuencia, reflexionar sobre el proceso mismo que nos ha conducido hacia la milagrosa complejidad de un cuerpo social adulto, a la vez autorregulado y autocrítico. Conviene localizar la estructura de nuestro riesgo. Veamos. El concepto previo es siempre el de fisura. Toda demarcación, toda división del trabajo, toda especialización, clama por una regeneración simbólica y práctica, por un principio de reintegración -de «cohesión», que hubiera dicho Durkheim- Toda cosa viva implica una complejidad organizada. Ahora bien, hay muchas maneras de regenerar la fisura, y lo que conviene es capturar la diferencia entre la manera democrática y la manera totalitaria. La cosa se relaciona con la ambivalencia y con la sofisticación. Los sistemas rudimentarios son capaces de albergar muy poco orden y muy poco desorden; todo en ellos está reprimido, y son totalitarios en el sentido pobre de la palabra. Los sistemas más sofisticados son capaces de albergar más desorden y más orden. La pobreza de los sistemas totalitarios está en que no saben pensar simultáneamente el orden y el desorden, en que creen que es posible edificar un orden sofisticado sin liberar las tasas correspondientes de desorden. Los sistemas totalitarios aplastan el meollo de la creatividad democrática -y de la creatividad a secas-: la posibilidad de ir creando órdenes cada vez más complejos en función de la dialéctica orden/desorden. Aparentemente, la paradoja que ha de afrontar el poder está en que no puede permitir ni tampoco reprimir el desorden; si lo reprime incurre en la pobreza del Estado totalitario y si lo permite corre el riesgo de la disolución. Pero esta paradoja nos devuelve al margen de la complejidad y de la ambivalencia. Por ejemplo, el poder establecido tiene que buscar un margen entre sofisticación política y sofisticación económica, que generalmente son antagónicas. Y sólo una lógica de la complejidad puede dominar la situación sin incurrir en doble vínculo. La democracia es el menos malo de los sistemas porque es el más ambivalente de los sistemas, el más complejo, el que alberga más capacidad de autocrítica y, por tanto, de autotransformación creadora.

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Por esto, la democracia es un sistema perpetuamente amenazado. La democracia es una especie de milagro, una respuesta cuasi inverosímil (inverosímil como la misma complejidad organizada que llamamos vida) frente a la fisura. La democracia es un fenómeno raro. Durante un período de unos 2.000 años -desde la quiebra de la polis griega hasta el siglo XVII- ningún sistema de gobierno se calificó a sí mismo de democrático. Sólo a partir de los debates surgidos cuando la revolución puritana en Inglaterra, y luego con las revoluciones americana y francesa, volvió a imponerse la creencia de que el poder ha de venir legitimado por el pueblo. Y junto a la creencia, la normativa. Algo así como un bucle cibernético: ¿quién controla a los controladores? Los propios controlados. Pero todo esto, como digo, es un milagro y ha tenido que vencer otras tendencias más simplistas.

Tomemos el tránsito que va desde la democracia latente del sistema neolítico (tribal) hacia el autoritarismo manifiesto de las grandes monarquías divinizadas (circa 3500 a. C.). La misma prosperidad del sistema neolítico, el nuevo margen de excedentes agrícolas, produce una fisura. Esta fisura tiene que ser soldada, y así se crean las condiciones para que el poder se concentre. De una economía basada en el intercambio y la reciprocidad pasamos a una economía basada en la acumulación, es decir, a una economía política. Nace el Estado, la ley escrita, el poder central regulador, lo «ideológico», las grandes racionalizaciones al servicio del poder.

He aquí un tema enormemente interesante. ¿Es cierto que, en cuanto surge la fisura, la tendencia es el ordenamiento coactivo? La antropología política, una ciencia que está todavía en sus balbuceos, tiene algo que decir al respecto. Según Levi-Strauss, y también según Pierre Clastres, las sociedades primitivas eligen un jefe y no un déspota. Eljefe, en el fondo, tiene más deberes que derechos. Hay un juego recíproco

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Democracia, ambivalencia, crisis

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de prestaciones y no una mera coerción. Sin entrar ahora en la posible idealización de lo primitivo, éste es el intríngulis: todas las sociedades son políticas, pero no todas lo son de la misma forma. En unas el poder es muy coercitivo, en otras lo es menos.

Tal vez el poder sea siempre malo; pero hay una gradación en esta maldad. Todo depende de la forma del poder. No es concebible una sociedad humana sin tensiones ni conflictos. No es concebible una sociedad humana -o no humana- sin una coordinación de las acciones. Con o sin Estado -e incluso sin jefes: caso de los esquimales- toda sociedad implica un poder, un control autorregulador. El meollo de la democracia está en que este poder no destruya, por la vía de groseras simplificaciones, la infinita riqueza de lo real, su diversidad y pluralidad.

Lo que ocurre es que tampoco hay que confiar demasiado en una tendencia natural a la sofisticación democrática. N o basta con recurrir a una supuesta capacidad espontánea del cuerpo social para autoinstituirse. La democracia es una gran obra de arte permanentemente reinventada. A m¡ijuicio, el vicio de cierto anarquismo consiste en distinguir todavía entre GesselIschaft y Gemeinschaft. ¿por qué la comuna o, los llamados grupos espontáneos iban a ser entidades más naturales que la empresa organizada? El mal no está en la empresa ni en la organización, sino en la forma no ambivalente de la empresa y de la organización. El mal está en imponer el orden sin dejar ningún margen para su correspondiente desorden. Ciertamente, el refinamiento abstracto de las sociedades con Estado, con capitalismo, con división del trabajo, con sistema monetario, tiene siempre algo de coactivo y alienante: nos aleja del intercambio concreto entre hombres, personas y cosas. Ahora bien; la solución no está en la utopía de la Arcadia Feliz, sino en la complejidad ambivalente. La verdadera intuición del anarquismo es esta: la sofisticación simbólica, la división del trabajo, la edificación del Estado, el centralismo, sólo tienen sentido si nos devuelven críticamente, dialécticamente, retroprogresivamente, a un origen donde vuelva a reinar la diversidad, la estructura no jerárquica, la espontaneidad no programada- y todo ello sin pagar los costes que los pueblos salvajes pagaron por ello. Dicho de otro modo: el anarquismo sólo tiene sentido en la medida en que se inscriba en una filosofía de la ambivalencia.

La lucha política es siempre lucha por apoderarse de un espacio vacío, de una fisura todavía no regenerada simbólicamente. A partir de la gran revolución del neolítico, la reordenación simbólica ha tomado casi siempre la forma del absolutismo despótico. El margen, el espacio simbólico, ha quedado secuestrado. Los sistemas despóticos se legitiman religiosamente considerando que el déspota es un intermediario entre los dioses y los hombres. Se trata de una mediación brutal. Los hombres están privados de una interrelación directa. Pues bien; lo que diferencia a la democracia del totalitarismo es una mayor sofisticación simbólica, que hace posible una mayor interrelación real entre los hombres. Nadie discute que el Estado moderno -que todavía hoy es el Estado hegeliano- coacciona a los individuos: Lo que ocurre, es que hay que entender el Estado no como un estado, sino como un proceso. He aquí la paradoja fundacional de todo sistema democrático, aun manteniendo la superinstitución llamada Estado. El Estado democrático es aquel que permite que se denuncie la coacción de todo Estado. A partir de aquí, el Estado democrático puede ir aproximándose a la libertad por la vía de la sofisticación y la pluralidad. Por esto, el Estado democrático es el menos malo de los Estados. Y por esto quienes han captado su milagrosa paradoja no se lo van a dejar arrebatar tan fácilmente.

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