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La mujer y su imagen degradada

Indudablemente, al fin se registra un claro avance en la situación legal de la mujer. Los esfuerzos de partidos políticos, asociaciones feministas y profesionales de la justicia han acabado por plasmarse en leyes que, al menos de jure, ya no consideran a la mujer como una perpetua menor de edad aquejada, en el peor de los casos, de esa famosa imbecillitas mulieris que acuñaron varones imbéciles de otrora.No faltan, por cierto, las justificaciones para esa interesada reducción de la mujer a «proletario del hombre», como tan certeramente dijo Bebel. El ser humano siempre ha tenido dispuestas las coartadas seudomorales o teológicas para justificar todas las opresiones ejercidas. Ha difrazado la tiranía deorden; la venganza, de Justicia, y el egoísmo, de necesidad, y a menudo ha reivindicado hipócritamente el respaldo de los textos bíblicos para sus acciones. Lo de la costilla de Adán, aunque la cosa parezca una broma, ha fundamentado en cierto modo la discriminación de la mujer, haciéndola parecer una especie de subproducto de la creación del hombre.

Uno creería que estas viejas concepciones androcráticas estarían relegadas a sectores sociales de baja formación cultural, pero es asombroso cómo las situaciones de poder segregan argumentos especiosos para su defensa que se graban de forma indeleble en el subconsciente humano, aunque se trate de individuos cultivados. Desde los padres de la Iglesia, que dudaban de la existencia del alma en la mujer, hasta eminentes pensadores, se han dicho tales dislates y barbaridades sobre la condición femenina que queda muy malparado el gremio de los sesudos varones. Que José de Maistre, por ejemplo, englobara su concepto de la mujer en el universo reaccionario en el que se expresaba no asombra mucho, pero que también lo hicieran Rousseau o Proudhon resulta inconcebible. Lamennais, sin duda reloj en mano, había constatado «que no había conocido a ninguna mujer que fuera capaz de seguir un razonamiento intelectual más de un cuarto de hora», y Augusto Comte decía que «la mujer estaba condenada a una inferioridad natural que incluso era más acusada entre los seres humanos que entre los animales». Hasta el gran Freud dijo. sus tonterías al hablar del sexo .débil. Cuando escribe a su prometida, le dice: «Querido tesoro, mientras que tú gozas de tus preocupaciones domésticas, yo cedo al placer de resolver el enigma de la estructura del espíritu». Y después de haber parcelado, cual agrimensor divino, estos campos de trabajo, dejando a la mujer en el subsuelo, se saca de la manga el célebre «complejo de castración» por el cual la mujer, además de tonta, arrastraría la carga de considerarse un proyecto fracasado de hombre, un ser tristemente desprovisto de los atributos masculinos de la virilidad.

Esto se escribía hace casi un siglo, es cierto. Pero no hace un año que en la facultad de Medicina de Madrid, al considerar el hecho estadístico de que en los últimos cursos de la carrera el número de mujeres matriculadas era mucho menor que en los primeros, se extraía la conclusión de la inferioridad intelectual de la mujer. No cabía duda que los estereotipos mentales antes relatados seguían vivos en las mentes de estos otros sesudos varones de hoy. A nadie se le ocurrió pensar que las mujeres universitarias, caso de contraer matrimonio, pudieran ver entorpecidos sus estudios por causas económicas o por el consenso social que las empuja a ocuparse más de la casa y de la familia que de su carrera.

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Como es fácil de comprender, la simple existencia de leyes que reconozcan la igualdad jurídica de hombre y mujer, con ser mucho, no lo es todo. Como para el caminante de Machado, tampoco hay caminos para las leyes; los hacen éstas al andar, y en este caso necesitan que los medios de enseñanza y de comunicación no se queden a la zaga. Quizá la mayor responsabilidad por la depreciación que existe en el concepto de la mujer sea achacado, precisamente, a ciertos medios informativos y a la escuela. La enseñanza constituye la técnica habitual para transmitir. el aprendizaje social, y con él, los roles de comportamiento, y mientras los libros de texto sigan con sus orientaciones antifeministas será difícil desarraigar de la mente humana esta injusta y desigual valoración de los sexos.

Estudios recientes sobre nuestros textos infantiles de enseñanza, como el publicado por Silvia Lezcano en Cuadernos de Psicología de agosto de 1977, son altamente significativos en cuanto a la preponderancia y mejor tratamiento de la imagen masculina en tales libros. La articulista, que además es profesora de instituto, al examinar textos de EGB es la primera en declararse sorprendida ante la abundancia de «clichés tradicionales y estereotipos sobre ambos sexos», de donde deduce la dura realidad: «El protagonismo del sexo masculino es absoluto», dice, «frente a una casi total desaparición del femenino o su encuadramiento dentro de los roles pasivos y de segundo orden».

En efecto, a pesar de que el 51 % de la humanidad está constituido por mujeres, los textos escolares, en dibujos y ejemplos, muestran un predominio del varón que a veces alcanza una relación del 8 o el 10 a 1 en relación con la mujer. Las actividades, masculinas que estos textos muestran suelen ser siempre activas e importantes, tanto sean profesionales, intelectuales o artísticas, mientras que las de la mujer son siempre neutras o de segundo orden. El proceso de incorporación de la mujer a tareas de responsabilidad es sistemáticamente silenciado y siguen figurando como azafatas, enfermeras, secretarias e incluso en actividades que prácticamente ya no existen, como planchadoras o tejedoras.

En cuanto a la televisión, cuya publicidad tanto impacto tiene en los niños, persevera en mostrar un tipo de mujer poco menos que retrasada mental, cuyo único horizonte es darle brillo al parquet, limpiar escrupulosamente el horno, competir con las vecinas sobre la blancura de sus sábanas y condimentar platos sintéticos. Y, sin embargo, no constituiría un gran esfuerzo de imaginación el presentar alguna vez a una mujer, médico, por ejemplo, que ensaya la limpieza «hasta la desinfección» de su material clínico, o una jefe de empresa que «cambia el polvo por brillo» de su mesa de dirección, o una directora de hospital que se preocupa del blanco inmaculado de las batas de los médicos y enfermeras a su cuidado.

Dejando aparte la alienante utilización que la publicidad hace del cuerpo de la mujer, rebajándola al papel de una mercancía, todos deberíamos plantearnos el problema de la adversa evolución del feminismo en estos niños de hoy -hombres mañana- que tienen perpetuamente ante la vista esta versión pobre, degradante y falsa de la mujer.

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