Cerrajero, albañil, legionario y contrabandista antes que verdugo
En más de 20 años de profesión, el verdugo de la zona norte de España -"Llámenme G. A. L. en el periódico"- ejecutó en el garrote vil a un número de reos de muerte que prefiere no recordar con exactitud -"Ocho, diez, doce quizá"- entre ellos a José María Jarabo, a el Monchito y a Pilar Pradas, la envenenadora de Valencia. Hoy, G. A. L. es un personaje con vocación escapista y está convencido de que la huida es posible. Por el momento, ha logrado refugiarse en una portería del casco viejo de Madrid; se esconde, pues, donde sería más difícil descubrirlo: en mitad de la gente. Al abrigo de sus. setenta años, de 22.000 pesetas mensuales de subsidio y de un chaquetón de cuero, cruza casi a diario la glorieta de Bilbao, pide un vaso de mosto en la bodega y, en los minutos de máxima confianza, se aventura a tomar un café solo en El Comercial, aunque nunca olvida mirar distraidamente hacia los espejos para escrutar lo que sucede a sus espaldas. Cuando alguien, por ejemplo un redactor de EL PAIS, logra, excepcionalmente, llegar hasta él, G. A. L. exige tres condiciones para entrar en conversación: que ni su nombre completo ni su dirección actual sean publicados, que nadie le haga fotografías y algún dinero por delante. Al fin y al cabo, sus manos están ya muy cansadas, pero sabe que a los vecinos de buena memoria seguirían pareciéndoles las manos del verdugo.
El 23 de enero de 1979, un auxiliar administrativo del Ministerio de Justicia cumplió un trámite formularlo: el de dirigir la orden de cese a Gal, el verdugo de Madrid. El documento llegó dos días después a una vivienda de Badajoz, desde donde fue reenviado a una modesta pensión madrileña y, por fin, a una portería próxima a la glorieta de Bilbao. Empezó a leerla un hombre de baja estatura y complexión robusta, luego de un vano intento de encontrar sus gafas. Como casi siempre, en el comedor-salón-dormitorio se escuchaba el runrún de la vieja lavadora de carga superior y, a ratos, el silbido de la olla exprés, apenas amortiguado por la vacilante cortina que separa las dos únicas piezas de la casa; como casi siempre, su mujer, cada día más activa, le reprocharía el primer celta- con- filtro de la mañana -«Pero si no trago el humo»- y, a ratos, él se retocaría el peinado y volvería a pasarse la maquinilla de afeitar, con un afán de pulcritud judicial adquirido seguramente en sus primeros años de verdugo. ¿O lo hacía para reivindicar su imagen ante el papel del ministerio? «Aquí me mandan el cese». El color azul celeste del encalado, el vapor de la olla y el zumbido intermitente del tren- lavadora volvían a parecerle la ilusión de un largo viaje. «¿El cese, dices? Para lo que te servía seguir en activo ... ».Su mujer tenía razón. La carrera de ejecutor de sentencias, como se titulaba en las tertulias con los oficiales de prisiones. había terminado cinco o seis años antes para él con la concesión de una baja por enfermedad: la lesión pulmonar sufrida en los últimos días del Berlín nazi y de su historial como soldado lo retiraba del oficio más antiguo que existe: el de verdugo. Hasta ese momento podía jactarse de haber sido sucesivamente albañil, cabo primero en el frente de Peñarroya, empleado de matadero, divisionario azul, contrabandista, vendedor de caramelos, estraperlista y ejecutor de sentencias.
El 16 de febrero de 1981, domingo pasado, Gal atravesó muy despacio la glorieta de Bilbao,se sentó a la mesa de una cafetería y, después de exigir que fueran cumplidas sus tres cotidiciones, comenzó a recordar lo que él llama las claves de su vida, como las había recordado dos años antes, al recibir el cese. Apenas a trescientos metros de distancia, su mujer, «cada día más activa, creo yo», hacía la colada y ordenaba un poco la casa, acompañada del runrún y el silbido, como casi siempre.
Las activas manos del verdugo
Cuando a los catorce años salió de la escuela graduada sabiendo leer y escribir habría jurado que su destino era convertirse en un buen mecánico cerrajero y ocupar un día la plaza que dejase vacante su padre en el Ayuntamiento de Badajoz. «Los artesanos cualificados no tenían problemas para vivir de su oficio. Pero me eché novia, mi mujer de ahora,y eso me perdió».De aquella época, Gal cree que es sencillo recordarlo todo, salvo las fechas; la agitación interior y una cierta prisa por vivir encadenaban los hechos en un urgente torrbellino que se alimentaba a sí mismo por la necesidad de reparar pequeños fallos y de resolver las nuevas dificultades. Dificultades que, a buen seguro, acabarían cansándole y llevándole a la cerrajería, a su destino final.
«Había en Badajoz tres o cuatro salas de baile. La pasión de los jóvenes era ir allí a encontrarse con las muchachas y bailar los pasodobles, chotis y charlestones. Dejé el oficio y me empleé de albañil. Mal que bien, siempre había trabajo así que a los diecinueve años me casé deprisa y corriendo. A luego las cosas se precipitaron; mi nueva familia parecía estar marcada por una especie de maldición: los hijos que íbamos teniendo se morían al poco tiempo de nacer. Hemos tenido quince y sólo han sobrevivido dos. Recuerdo muy bien la fiebre sindical de entonces, y he guardado hasta hace poco un carné cuyo emblema eran dos espigas cruzadas. Recuerdos que no consigo poner en orden... Adispués vino la guerra». Gal llegó a 1936 con acento extremeño y una filosofía trágica aprendida en la impaciencia de los veintitantos años y en el fatalismo de una paternidad tan repetidamente malograda. Una filosofía sin inclinaciones a la violencia: la muerte no era algo que los hombres pudiesen administrar; más bien sería un toque sobrenatural, puesto que se escapaba a la voluntad de gente tan preparada como los médicos. Además no tenía sentido pensar en la muerte cuando costaba tanto seguir viviendo.
Las inquietantes noticias llegadas de la línea de fuego en los primeros días de la guerra inspiraron a Gal la vieja decisión de huir al campo. «Volví poco después de que los nacionales tomaran Badajoz. Llevaba diez días en la capital cuando todos los que estábamos sin destino fuimos llamados a filas. Nos acuartelaron en La Bomba y, pasadas 48 horas, nos trasladaron al frente de Extremadura. Recorrí los pueblos de la provincia hasta la toma de Santa Amalia. Allí solicitaron voluntarios para la Legión y Regulares, y me enrolé en el Tabor número dos de Melilla. Ascendí a cabo primero. Aluego me trasladaron a la Academia de San Roque, en Cádiz, para que hiciese los cursos de sargento. La cosa es que aquello no me gustó y que regresé al frente y me presenté a mi comandante, el marqués de Tassara. Permanecí en Peñarroya y Pozoblanco hasta el final de la guerra».
De vuelta a casa, Gal se empleó en el matadero municipal. Tampoco reconoce en su nuevo destino ninguna imagen premonitoria. «En realidad trabajaba como albañil. Había mucha hambre. El sueldo no daba ni para el puré de san Antonio, o sea, el puré de garbanzos. La única salida que se me ocurrió fue aprovechar la proximidad de la frontera portuguesa y hacerme contrabandista: traíamos café, judías y azúcar para venderlos al estraperlo en la capital. Más adelante me alisté en la División Azul, volví a España y, en mitad de los años cuarenta, no consigo recordar exactamente cuándo, me acogí a lo que se llamaba bolsa del paro y logré plaza en una fábrica berlinesa de tractores. Fue entonces cuando caí enfermo del pecho. Me repatriaron a Badajoz. Ingresé en el Hospital Civil de Pobres. Me operaron de un pulmón. Una vez curado, el contrabando seguía siendo la única salida. En el 46 o el 47, los carabineros nos pillaron con dinero español en un viaje a Portugal. Yo llevaba 4.500 pesetas. El juzgado monetario me impuso una multa de 6.000, que no pude pagar. Me la conmutaron por dos meses de arresto en la prisión provincial ».
La cárcel no dejó en Gal recuerdos especialmente ingratos, tal vez porque las celdas nunca han sido menos confortables que las trincheras o que las fábricas de tractores. Volvió a la calle con una idea fija: estaba acabado como contrabandista. «En adelante, la solución fue vender caramelos y tabaco portugués, que, a pesar de todo, en Badajoz podía conseguirse con facilidad. El circuito era sencillo: me venía a Madrid con tabaco; lo despachaba y, con el dinero recaudado, compraba dos o tres arrobas de caramelos Paco, y regresaba a casa. Mal que bien, el puesto callejero daba para ir tirando».
En julio de 1949, un reo fue ejecutado en la prisión de Badajoz. «Había matado a su padre, a su madre y a una hermana por asuntos de herencia. La ejecución fue muy comentada en Extremadura. Cierto día, en una conversación de taberna, un inspector de policía me dijo que precisamente había quedado libre una plaza de ejecutor; me preguntó si quería solicitarla y se ofreció a rellenarme una instancia. Poco después me confirmó que la había presentado. Yo me olvidé de ello casi inmediatamente». Todos, incluso Gal, ex albañil, ex soldado, ex emigrante y ex contrabandista, podían permitirse alguna vez variantes de supervivencia algo más exóticas que de costumbre. Seguramente, la solicitud de la plaza de verdugo podría servir de comentario en la reunión de Navidad. ¿Verdugo? En aquella época las plazas no se repartirían así como así. Y, en todo caso, no se podía confiar eternamente en los milagros del puré de san Antonio.
Han condenado a muerte a "El Monchito"
El 25 de diciembre, un agente judicial se presentó en casa del solicitante, con un oficio en el que se reclamaba su presencia en el juzgado. «Un nuevo juicio de faltas», pensó. «Era, sin embargo, un oficio venido de fuera. En el juzgado de Badajoz me preguntaron si había solicitado la plaza de ejecutor. Contesté que sí. Me citaron a las nueve de la mañana del día 29 siguiente en el Palacio de Justicia de Madrid. Pedí doscientas pesetas para el viaje, y recuerdo que el billete me costó sesenta. Una vez en el palacio, me presenté a don Vicente, el secretario de la Audiencia Territorial. Me había sido definitivamente concedida la plaza de ejecutor. Ante el hecho consumado, comencé a pensar en las consecuencias: con un poco de suerte, quizá tardaran varios años en dictar una sentencia de muerte. Para entonces, acaso yo habría mejorado mi situación y podría renunciar al puesto. Además, ¿cuál era la alternativa que se me ofrecía? Alquilé en Madrid una habitación por ochenta pesetas mensuales, con derecho a cocina. A fin de mes, fui a cobrar: 495 pesetas me dieron. Teníamos entonces la niña de ocho años y el chico de veinte meses. Estaba claro que con aquel dinero no se podía vivir. Cogí el tren y me marché de nuevo a casa sin encomendarme a nadie. El estraperlo y las rifas volvieron a sacarme de apuros durante varias semanas. A primeros de abril llegó a mi casa un giro con dos mensualidades: ¡me enviaban el dinero y no había represalias por haberme escapado de Madrid! Con un poco de suerte podrían pasar años, y para entonces, quién sabía ... ».
A pesar de su optimismo natural, el nuevo verdugo observó un ligero y sospechoso cambio en sus hábitos. De pronto comenzó a leer las secciones de sucesos de los periódicos. Todo crimen le hacía pensar inexorablemente en un castigo. Acaso en la pena de muerte. ¿Y si renunciase a la plaza? «Podrían procesarte». ¿Procesarme?
Para Gal no había una palabra tan abrumadora como proceso. El proceso era algo así como la representación humana de la fuerza esencial capaz de restarle hijos, de entablar guerras, de inspirar quistes de pecho; de levantar Berlín sobre sus ruinas y derribarlo de nuevo. El proceso obligaba a esperar una voz suprema que decidía el propio destino. El había oído decir una vez culpable, y aluego había notado cómo en su interior se obraba el prodigio de la culpabilidad; sintió cómo le nacía un quiste del que nunca había tenido conciencia. Hasta entonces, ir a Portugal con dinero y volver con café, tabaco y legumbres le había parecido una maniobra venial, casi una travesura; pero oyó culpable y pudo sentir cómo la culpa le crecía por dentro, «¿Procesarme?». No, no renunciaría. Como mucho, se limitaría a desear que pasaran los años sin que volviese el agente judicial.
El 12 de enero de 1951, los periódicos daban la noticia de un horrible crimen cometido en Madrid, fatalidad de las fatalidades. Alguien había matado a Juana Arribas García, de 46 años, a cuchilladas, para robar su casa del barrio de Argüelles. Había sido Ramón Oliva Márquez, de veintidós años, El Monchito.
Comenzó el juicio. En Badajoz, Gal mejoraba su lectura repasando las páginas de sucesos. Rafael Gómez de la Granja, el acusador privado, pedía dos penas de muerte para el asesino. El 26 de mayo, la sección séptima de la Audiencia Provincial de Madrid dictaba sentencia. De muerte.
Gal decidió indagar en el proceso a El Monchito. Había tiempo. Aún faltaba la decisión del Tribunal Supremo.
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