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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Dos proyectos de UCD

EL II Congreso de UCD se celebró en fechas tan cercanas a la renuncia de Adolfo Suárez como presidente del Gobierno que apenas dejó tiempo al sector crítico para cambiar sus planes tácticos. Las tentativas de los críticos más inteligentes de aplazar la convención obedecían sin duda a ese motivo. La inercia mental, la crispación de actitudes, el deseo de ajustar cuentas pendientes y la necesidad de mantener una mínima coherencia en el programa crítico han contribuido también a que la convención centrista concluyera en un gigantesco equívoco.Los adversarios de Suárez habían montado su ofensiva en un doble frente. De un lado, la democratización interna significaría un robustecimiento de los órganos colegiados de UCD y, a la vez, una inversión de las relaciones entre partido y Gobierno, de forma tal que el Poder Ejecutivo quedaría sometido, de alguna forma, al control de los centros decisorios de UCD. De otro lado, la alteración de la línea política centrista, con un pronunciado giro a la derecha en cuestiones relacionadas por el momento con las costumbres y la educación (ley de Divorcio y ley de Autonomía Universitaria) y ampliables a otros campos, reflejaba el acuerdo de los críticos, con la voluntad de los grupos de presión institucionales y sociales, con la jerarquía eclesiástica en lugar preferente, de dejar de ser invisibles en el Parlamento.

Aunque resulta algo pronto para establecer conclusiones definitivas, la primera impresión es que los críticos no han perdido la batalla en torno a la línea política del centrismo, y que incluso pueden ganarla con la decisiva ayuda de Leopoldo Calvo Sotelo desde el Gobierno, pero que han sido derrotados en todo lo que se refiere a la organización del partido.

El congreso, ciertamente, apenas permite extraer conclusiones políticas de la gran mayoría de los debates y resoluciones. Pero la razón no es otra que los trabajos congresuales han volado a tan baja altura y han tenido un tono tan mediocre que resulta imposible hacer una lectura ideológica de su contenido. La indigencia teórica y la pobreza política de esta convención ha sido, en este sentido, uno de los más desalentadores síntomas del raquitismo de nuestra vida pública. Se veían brillar los cuchillos, se oían los ruidos de las refriegas y se masticaba la tensión de los enfrentamientos. Nada hubo que pudiera no ya entusiasmar, sino incluso interesar a quienes no anduvieran chalaneando puestos en los órganos de UCD o cortejando al candidato a presidente para conseguir un puesto al sol en el Presupuesto.

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El único tema polémico rozado en ese congreso de las intrigas fue uno tan cargado de significación como el del divorcio. Aunque Fernánez Ordóñez se esfuerce en demostrar que entre el mero, acuerdo y el mutuo acuerdo hay una diferencia abismal, cierto es que otros congresistas han hecho otra interpretación y que, en última instancia, será el nuevo Gobierno quien resuelva las dudas sobre un proyecto de ley que, junto al de Autonomía Universitaria, va a ser una de las primeras piedras de toque de la orientación de la línea política centrista del equipo ministerial que logre componer Leopoldo Calvo Sotelo tras su presumible, investidura. Porque precisamente sobre la personalidad del eventual presidente del Gobierno, del que cabe decir todo, excepto que ofrezca una imagen progresista a la opinión pública, descansan las esperanzas de los críticos de conseguir una mayor cuota de poder y de forzar una marcada inclinación de la brújula hacia la derecha del espectro político. Sólo el transcurso del tiempo permitirá comprobar si esas esperanzas están o no bien fundadas, pero parece un hecho indiscutible que Leopoldo Calvo Sotelo es un hombre bien visto por esos sectores. Como también lo es que los socialdemócratas de Fernández Ordóñez han salido del congreso de Mallorca vapuleados y humillados.

Seguramente lo más llamativo de la convención centrista sea precisamente que los críticos hayan obtenido una victoria dialéctica, pero hayan sido derrotados en el terreno de la organización del partido. Ni siquiera en la batalla por la presidencia, en la que enfrentaron a su hombre más brillante contra. el gris candidato oficialista, lograron superar el listón del 40%. Han perdido también la escaramuza de la proporcionalidad amplia en el Comité Ejecutivo. Aunque contaban con un buen respaldo entre los delegados, que no hizo sino aumentar conforme avanzaba el congreso, los órganos de decisión de UCD han quedado en manos de lo3 oficialistas.

Pero si la pelea de los críticos por la democratización interna no les ha deparado éxitos en su propósito de ocupar un espacio mayor dentro de la Comisión Ejecutiva, la dinámica por ellos desataca ha regalado a los oficialistas la doctrina de que el partido debe controlar, vigilar y orientar al Gobierno. Precisamente cuando Adolfo Suárez abandona el Gobierno para atrincherarse en el partido los críticos, que sólo pueden contar para sus planes con el Gobierno, en el caso de que Leopoldo Calvo Sotelo esté dispuesto a aceptar su juego, reparan en que el partido se erige en una instancia autónoma y superior que se les escapa.

La cercanía del II Congreso a la dimisión de Suárez facilitó, en cambio, la estrategia de los oficialistas, los cuales, por otra parte, tenían a su favor esa baza impagable en las maniobras políticas que es correr con la iniciativa. Los apoyos que podía restarles la renuncia del presidente, en el sentido de potenciar un corrimiento de tierras en provecho de¡ sector crítico, lo contrapesaban las emociones solidarias con el defenestrado de la Moncloa y también seguramente el vago temor de los indecisos u oportunistas a un regreso triunfador y flamígero, a corto o medio plazo, de un Adolfo Suárez al que hubiera transmigrado el alma del conde de Montecristo. El hecho de que el dimitido presidente abriera el congreso con un discurso y de que su posterior encierro en un mutismo altivo pusiera todavía más de relieve su condición de padrino máximo de los oficialistas no hizo sino confirmar la extendida sospecha de que su retirada ha sido tan forzada como provisional y que entre sus planes figura recuperar el poder tan pronto como las circunstancias se lo permitan. Si bien algunos opinan que sólo vuelven los De Gaulle, pero nunca los Suárez, también es cierto que nuestro país no ha pasado todavía de la escuela primaria de la vida pública democrática y que no es del todo seguro que los adversarios de Suárez conozcan mejor que él la teoría y la práctica de ese duro oficio que es la profesión política entendida como conquista y retención del poder.

En cualquier caso, UCD sale de este congreso debilitada y semiescindida. Los oficialistas han dejado pasar el balón de la derechización, pero han segado los tobillos de los hombres del equipo critico -procedimiento, por lo demás, muy usual en política-, que hasta ahora la habían propugnado. La separación entre esa línea política preconizada antes por la minoría y en el futuro por el Gobierno, y el control del partido ejercido por la mayoría no tiene más instrumento de mediación que la figura del nuevo presidente del Gabinete, situado así por encima de las facciones y de los grupos, como en los mejores tiempos de Suárez. Leopoldo Calvo Sotelo va a quedar «expuesto», para utilizar la broma que él mismo solía gastar a Landelino Lavilla, en medio de los unos, atrincherados en el aparato de UCD, y de los otros, auspiciadores de unos cambios en la línea política cuya administración les puede ser arrebatada.

Queda todavía por ver si UCD, casi rota en estos momentos en dos proyectos de partido, puede recomponer su maltrecha convivencia en torno a la figura del presidente del Gobierno, sobre el que recaerían, en tal caso, poderes y atribuciones, rechazados por el programa de democratización interna y de subordinación del Gobierno al partido predicado hasta el presente por los críticos. Y queda también por comprobar cómo va a funcionar la articulación entre el partido y el Gobierno, formulación teórica cuya dimensión práctica sería averiguar la cuota de poder real que van a retener Suárez y sus hombres dentro del partido, y Leopolde Calvo Sotelo y sus ministros dentro del Gobierno. Todo ello, naturalmente, en la perspectiva de las elecciones generales que han de celebrarse antes de marzo de 1983, como quien dice a la vuelta de la esquina, y del líder que encabece, en esa ocasión, las listas centristas. Aunque no es fácil visualizar el retrato de Leopoldo Calvo Sotelo compitiendo con el de Felipe González en la campaña, resulta decididamente inimaginable el de Agustín Rodríguez Sahagún en tan decisivo empeño. Porque el momento de la verdad no es el congreso de un partido, cuyos delegados pueden o no representar la voluntad de los afiliados y simpatizantes, sino las elecciones generales. Esas elecciones que ganó Adolfo Suárez en dos ocasiones, pero que los críticos o los hombres de la tercera vía todavía no han ganado.

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