La hondura de una crisis
El ex presidente Carter era un moralista. En eso demostraba su fidelidad a los principios tradicionales que inspiraron la vieja historia de Estados Unidos. Por lo menos, a las reglas ideales propuestas por los «padres fundadores». Es interesante la constatación de ese hecho, ya que la gran aventura del pueblo norteamericano -la que ha de correr entre el ensueño misional y la vocación hegemónica- se caracteriza por las luchas y las tensiones determinadas por los enfrentamientos de los todavía creyentes en el alto cometido de sentirse servidores directos de la providencia y los ambiciosos ejecutores de una. mal disimulada voluntad de poder.Nadie podrá negar el sincero empeño con el que muchos norteamericanos se han obstinado en imponer, según sus usos y maneras, una particular y propia idea de la libertad y de sus consecuencias y desarrollos. Una especial actitud de pueblo elegido, donde laten bíblicas resonancias y mesianismos inextinguibles. Pero junto a esas posturas -un tanto a modo de complemento de ellas y otro como revés de la medalla- se hace presente una ostensible pasión avasalladora, una cínica canonización del éxito en la batalla por la existencia. Se diría que frente al espíritu de los antiguos misioneros -misioneros de todas clases y prácticas-, imbuidos por sus fervores providencialistas y puritanos, un pragmatismo de estirpe maquiavélica se afanaba, con eficaces y pasmosos resultados, en los combates por las causas inmediatas y lucrativas.
El imperialismo del dólar se entretejía con el ensueño de la libertad. El ciudadano de EE UU era sincero en el servicio de ambos empeños; es más, en su acendrado ejercicio se fue exaltando su sensibilidad patriótica. Un patriotismo orgulloso, elaborado con predestinaciones y seguridades. Con la seguridad y la evidencia de su aptitud para el triunfo y la expansión sobre todos los continentes. Fue un deslumbramiento -las águilas acercándose al sol- al que seguirían los redobles y las embriagueces de las glorias militares. El camino había estado bien elegido, pese a que algunos conflictos y tribulaciones interiores -crisis económicas, desajustes sociales, enfrentamientos de razas, engalladas violencias...- obligara a más de un replanteamiento y ciertas dolorosas cavilaciones.
Pero ni las críticas ni las preocupaciones habían conseguido morder en el corazón de un pueblo ufano y seguro de su destino. Por algo, y más allá de las pretensiones de una Europa humillada, los norteamericanos eran, por encima de distingos y regateos, «los romanos de hoy», con toda la certidumbre de su grandeza y la confianza en un quehacer histórico que no había hecho sino comenzar.
Sin embargo, el ansia de poder navegar, con escasas excepciones, a favor de los vientos del demonio. Es muy difícil percibir el momento en que esos soplos, capaces de engañar a los pilotos más avezados, se transforman en huracanes devastadores. Cuando los estrategas del Pentágono y los césares de la Casa Blanca pudieron advertir los peligros mortales disimulados en las junglas y las ciénagas de Vietnam, ya habían traspasado «la línea de sombra».
Lo peor de aquella derrota, pese a la ensangrentada magnitud del desastre, no fue el descalabro bélico en sí, con todo lo que el duro revés podría significar en varios aspectos. A la postre, en las campañas coloniales -y aquella lo era e incluso heredada del desmantelamiento del imperialismo francés en Indochina- siempre hay que contar con un determinado riesgo de tropiezos y percances, cuota ineludible que es obligado contabilizar en el debe de la aventura. Lo malo -y lo bueno, en otro sentido- de la guerra vietnamita provenía de la imagen bochornosa que estaba proyectando, no sólo en el exterior, sino en la propia susceptibilidad de la ciudadanía estadounidense. Que a ello contribuyera -como en realidad contribuyó- una interesada y bien orquestada movilización propagandística es cosa que de momento poco importa.
Las heridas y las ostensibles cicatrices del Vietnam -y, en otro orden de cosas, las del Watergate- lesionaron sensiblemente la conciencia del hombre medio. De ese que creía, de absoluta buena fe y con sólidas razones para ello, ser parte no sólo de una gran nación -la primera del planeta-, sino a la vez de una rigurosa y genuina potencia moral, cumplidora de unos mandatos éticos inexorables frente al resto de los humanos. Cierto que a lo largo de su historia se habían producido algunos deslices y transgresiones, rápida y hábilmente desvanecidos entre una confusión de horizontes, propagandas y acontecimientos. ¡Pero qué buen cristiano no cae en veniales faltas cotidianas, máxime si son muchas las tentaciones!
Claro que las puertas a las que se le saltan las cerraduras son como presas, como diques desbordados, que uno se siente incapaz de prever, ante las avenidas del miedo, hasta dónde puede alcanzar el vigor destructivo de las aguas arrolladoras. AIgo así le ha acontecido en los últimos tiempos a la sociedad norteamericana. Aunque en diversas ocasiones -no demasiadas- hubiese atravesado por riesgos y peligros de seria consideración, siempre supo mantenerse dentro de las áreas de una digna serenidad. Una fuerza medular, recibida por los confiados canales de un subyacente providencialismo, le ponía a resguardo de contradicciones y desventuras. De acuerdo en que no era la suya una sociedad perfecta -¿puede, acaso, obtenerse la suma de virtudes en el laberinto de las pasiones humanas?-; pero era muy problemático poder tropezar, mundo adelante, con otra que estuviera iluminada por tan excelsos principios, observancias e intenciones. Eso, por lo menos, es lo que pensaba la gran masa media, junto con la emigración incorporada y fundida, del norteamericano triunfante y hasta cierto punto complacido con lo que la vida y su condición de partícipe de un gran pueblo le había otorgado.
Pero ahora las cosas comienzan a verse con otros lentes y apariencias. Todo el despliegue autocrítico, llevado a término -con sus incidencias y vacilaciones- por los pelotones y avanzadillas de la espuma intelectual del país, empieza a cobrar una aromática evidencia. En efecto, algo fundamental chirriaba en los mecanismos nacionales. Porque de otra manera, cómo explicarse ese largo calvario de humillaciones, producido por el apresamiento de los rehenes en la Embajada de EE UU en Teherán. Que los ejecutores del secuestro fuesen unos estudiantes nacionalistas, más o menos dirigidos, poco importaba. Lo grave era la complicidad de todo el entramado de la organización político-religiosa iraní, con sus desafiantes actitudes, las que decían estar inspiradas en los más altos principios.
Lo peor de la crisis de los rehenes no ha sido -con toda su trascendencia, al igual que ocurre con la ocupación de Afganistán por los soviéticos-, la comprobación del espectacular quebranto de la supremacía y la autoridad norteamericanas. Verificar que su inmenso brazo, aquel que parecía llegar a cualquier punto del planeta, se ha vuelto corto y falto de músculo ante la necesidad de una reacción rápida y enérgica ha constituido la desoladora constatación de la vulnerabilidad de su mundo. La elección del presidente Reagan representa, en ese sentido, la esperanza exasperada en una mano dura, capaz de poner remedio a esa degradación del costoso poderío.
Sin embargo, los más dolorosos acogotamientos de la angustia son los producidos por la sensación de haber perdido su naturaleza de potencia moral. Los trapicheos de unas equívocas negociaciones, la transigencia ante el chantaje, etcétera, por más apoteósicos recibimientos que se organicen, son una rueda de arpones clavados en el corazón mismo de la conciencia nacional. Suba o baje, Estados Unidos ya no será igual a lo que era la víspera de la regateada y comprometedora liberación de los rehenes
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