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Después del diluvio

Desbrozar del aluvión informativo que en forma de diluvio universal ha caído en la última semana sobre el atónito ciudadano de a pie no es, desde luego, tarea fácil. Tropezará además con secuencias veladas de una película de acontecimientos que se han superpuesto unos a otros hasta formar no ya un ovillo difícil de desenredar, sino una masa compacta de sobrentendidos, tejes y manejes, protagonismos tapados e intereses sectoriales donde la dimisión del jefe de Gobierno es ya sólo un episodio de una larga cadena de despropósitos que comienzan en la «suspensión sine die» (?) del congreso de UCD y llevan camino de prolongarse hasta el infinito. A un país cansado de la política se le ofrece el atracón de una serie inacabada de hipótesis, en su origen y en su imprevisible desenlace, que tienen más de mala copia del «damero maldito» que de un ejercicio de lógica política, no digo ya de didáctica democrática. Porque, en definitiva, lo que aquí ha pasado es algo absolutamente normal en los países de nuestra área sociopolítica: un presidente que se siente acabado y sin saber por dónde tirar tiene el gesto de dimitir. Presupuesto que la Constitución española contempla y que forma parte de los usos, costumbres y hábitos de cualquier democracia. Sólo en este sistema los políticos dimiten. En los otros son simplemente defenestrados. Lo cual no quiere decir, ni mucho menos, que las dimisiones no puedan ser precipitadas o propiciadas por presiones exteriores y por condicionantes, además de personales, de sectores sociales y económicos de diversa naturaleza. Lo que sucede, obviamente, en todas partes. Ningún régimen democrático está libre de ellas. La superioridad, no obstante, de la democracia no está en la ausencia del conflicto, sino precisamente en su integración dentro de un esquema de valores constitucionales en los que se hace necesario e imprescindible buscar la solución.Desdichadamente, una vez más, puede contemplarse el superficial paralelismo que existe todavía entre una democracia balbuciente y sin tiempo para enraizarse como la española y sus homónimas europeas. La noticia de la dimisión de Suárez, además de coger totalmente desprevenidos a los medios de información (más dados a las fáciles hipótesis que a la investigación y al análisis), deja al país durante unas horas sumido en una miedosa perplejidad donde, una vez más, salen a relucir los viejos y conocidos fantasmas de nuestra historia que nos acompañan en todo acontecimiento político. Sé de muchas reuniones, que nada tenían que ver con la política, que se suspendieron automáticamente al conocerse la noticia de la dimisión. No sólo por miedo, claro, sino también porque, desgraciadamente, el grado de autonomía de esta sociedad es civilmente muy reducido. La política es, y no sólo en los periódicos, un aplastante condicionante de nuestro acontecer cotidiano. Cuando la política falla o da sensación de que lo hace, el país se queda sin aliento y aparece un curioso, aunque explicable, dado el reciente pasado dominado por la omnipresencia paternalista de la dictadura, sentimiento de orfandad. No creo que en Noruega, donde también estos días dimitía el primer ministro, nadie haya interrumpido su almuerzo para salir despavorido en búsqueda de información y de explicaciones. Pero como esto no es, evidentemente, Noruega y un político tiene que saber en qué lugar vive, hay muchas razones para poner serios reparos, como mínimo, al modo y al tiempo en que el señor Suárez, en uso de un legítimo derecho que nadie discute, planteó su salida de la Moncloa. Un político de su inteligencia tenía la estricta obligación de medir no sólo el impacto de su salida, sino también las repercusiones, los ecos y hasta los exorcismos que su decisión iba necesariamente a provocar. «Allá os las arregléis y soy un incomprendido», que es en sustancia lo que Suárez dijo en Televisión Española, no es un mensaje de despedida propio de una persona que no hace todavía dos años recibió la confianza de casi siete millones de españoles en las urnas. Mucho menos cuando, como hemos visto después, el partido que es obra suya, al menos en parte muy importante, aparece ante la opinión pública como desarticulado, amorfo y sin vertebrar. Y en un momento, el viaje del Rey a Euskadi, que él sabía que ya no podía suspenderse, donde la Monarquía y, por tanto, la democracia, se jugaba una carta de enorme trascendencia. Suárez estaba en su perfecto derecho al irse con o sin billete de vuelta, veremos si el futuro se lo concede, como cualquier otro político. Lo que no está justificado es dejar las cosas como las ha dejado.

Pero la intempestiva salida de Suárez no puede ser disculpa suficiente para el espectáculo, entre sainetesco y dramático, que nos están dando algunos miembros destacados de su partido. No todos, por suerte. Y no sólo de la UCD. El señor Carrillo, por ejemplo, en su obsesiva y monocorde cantilena del Gobierno de coalición o de concentración

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-tanto da-, olvidó de mencionar que el país votó una Constitución y que ésta debe funcionar, al tiempo que parecía no recordar que, no hace mucho, él era el más suarista de los políticos de la oposición. Se sabe que la política no tiene por qué ser piadosa, pero, al menos, cabe exigir de los políticos profesionales un poco más de memoria.Pero, en fin, lo de Carrillo es pura anécdota al lado de ese incesante trasiego de críticos, hipercríticos, azules, suaristas, terceras vías, etcétera, que, como las abejas alrededor del panal de rica miel, han logrado componer un enjambre de inescrutables motivaciones que no sean, pura y simplemente, una descarnada lucha por el poder donde, ¡qué casualidad!, los aspectos ideológicos más concretos se han difuminado y perdido en la méleé. Así los críticos, aliados naturales de Calvo Sotelo en lo ideológico (¿o es que va a resultar que éste es ahora socialdemócrata?) y por motivos estrictamente de procedimiento (o sea, una votación de veintidós contra siete, por llamar las cosas por su nombre), descubren un «tapado» que estaba en la Prensa desde hace meses como seguro sustituto de Suárez. ¿Por qué se deja entrever que el congreso de Palma ha sido maniobrera y arteramente suspendido y horas después se intenta aplazarlo indefinidamente con elección incluso de nuevos compromisarios? ¿Dónde está la explicación de que la Secretaría de Estado para la Información diga que Suárez ha dimitido también como presidente del partido y horas después acuda como tal a la Zarzuela?

¿Por qué no se convocó el tantas veces invocado grupo parlamentario? Las preguntas podían llenar páginas de este diario. Pero sólo una cosa está clara: Suárez ha dejado la UCD en estado de coma. Veremos qué medicina se aplica en Palma de Mallorca y quiénes son los facultativos. En el actual trasiego es imposible la predicción. Una cosa está, sin embargo, meridianamente clara: la «operación gran derecha» que algunos tienen en su cabeza sería una auténtica «invitación al vals» en las actuales circunstancias. Al vals de la radicalizacíón, naturalmente. Lo que podría poner en peligro la estabilidad de las instituciones que hasta el momento han hecho posible la transición. El «quitamiedos» que con sentido histórico ha puesto el PSOE ante el país, ofreciendo una alternativa al actual magma, es, además de una prueba de madurez, una excelente inversión de futuro. Pero antes de ese futuro está este embrollado presente que UCD, culpable de esta situación, debe desembrollar. Ante el electorado y ante el Monarca, que habrá de decidir según los mecanismos constitucionales, UCD ha tenido hasta el momento el poder. Es hora que demuestre también su responsabilidad. Los compromisarios centristas tienen tareas más importantes que aplaudir a Suárez y acompañarle en su desolación: tienen que construir un partido menos sujeto a caudillajes de diverso signo y a sus ambiciones y que sirva, de verdad, a los intereses de sus votantes. Antes de que no le quede ninguno.

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