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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La farsa jurídica china

LA SERIE de rectificaciones realizadas por China sobre el modelo de comunismo convertido en régimen por la Unión Soviética no han sido, desgraciadamente, suficientes para privarle de su carácter siniestro y truculento. Entre el proceso de Pekín y los ya históricos procesos de Moscú no hay más diferencia que la de estilo y la que corresponde a ciertas tendencias de la época. Tendremos que agradecer a esas. tendencias que la viuda de Mao y los otros condenados no hayan sido ejecutados, como lo fueron las víctimas de Stalin, aunque nadie garantiza qué pueda ser de sus vidas en el futuro inmediato. Pero convendría que el cierto alivio de estas vidas momentáneamente salvadas no nos obnubilara a la hora de considerar el proceso, como el hecho de que estén vivos los disidentes de Moscú no debe tampoco conducir a la conclusión precipitada de que el régimen soviético actúa con una justicia mayor.Lo que importa, sobre todo, es la continuidad de un sistema que hace imperar el terror en quienes presentan o defienden unas opciones políticas distintas, la creación de delitos con efecto retroactivo -acciones que no eran delito cuando se cometieron- la parcialidad de los jueces sometidos a la coyuntura política -influidos también por el miedo a perder sus vidas, su libertad o sus cargos-, la negación de condiciones de defensa para los acusados, la imposibilidad de discernir entre la verdad y el montaje en las acusaciones, la conversión del juicio en espectáculo público para la propaganda y, en general, la existencia de una política cuyos cauces son siempre violentos.

La viuda de Mao ha despertado una cierta simpatía por la entereza con que se ha defendido, por la firmeza con que se ha enfrentado a un sistema que sabe bien que es implacable, contrastando así con la miseria moral de los otros acusados -una miseria de la que honestamente no se les puede hacer responsables, y que forma parte de su condición de víctimas elegidas-. Pero no es la simpatía hacia esta figura y sus compañeros la que inspira la repulsa hacia la forma del juicio y las sentencias finales, porque su etapa histórica no ha ofrecido muchas diferencias, en estos aspectos, con la que presentan ahora sus hermanos verdugos. La indignación por el suceso, maquillado de acto de justicia, se refiere exclusivamente a su significación intrínseca y al hecho de que siga siendo el procedimiento utilizado para la lucha por el poder en la URSS, en China o en Cuba (como en el «caso Valladares»).

No podríamos caer en la parcialidad de circunscribir estas aberraciones políticas a los regímenes comunistas: otros países, desde el Irán de Jomeini hasta algunos que se pretenden defensores de valores occidentales -la Turquía que también condena a muerte y encarcela a la oposición tras el golpe militar, o las desapariciones en los parafascismos americanos- están practicando diariamente, y sin cesar, esta misma forma de política que hay que erradicar de la faz de la Tierra.

Subleva en todos los casos -y los regímenes comunistas han hecho de ello una filosofía jurídica y política- que las promesas de redención y de soberanía popular terminen en estas farsas gigantescas, más desesperantes porque se exhiben ante el mundo con ostentación; es decir, porque quienes perpetran esos crímenes de Estado están tan convencidos de su razón que creen que todo el mundo va a compartir sus actos y a penetrarse de su idea de justicia. Es la clase de crímenes más peligrosa para el mundo: aquella que cree que ni siquiera tiene que ocultarse, que avergonzarse o arrepentirse, porque procede de unas mentes decididamente perdidas.

La idea de que el juicio y las condenas de Pekín formen parte de una representación determinada para modificar los centros de poder actual, para derribar algunos dirigentes y poner en su lugar a otros, no hace más que entenebrecer las características del sistema político repudiable.

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