Pertini y las fuentes del terrorismo
EL OCTOGENARIO presidente de la República italiana, Sandro Pertini, es un hombre que ha ganado fama de honestidad y solvencia, entre otras razones, porque nunca ha ocultado lo que piensa. Lo que ha pensado y ha dicho ahora es algo grave que se sale de lo habitual en un jefe de Estado: la acusación de que el terrorismo tiene fuentes extranjeras, con una alusión nada equívoca a la Unión Soviética. Contrasta con la prudencia y la discreción de su visitante, el presidente de la República francesa, Giscard d'Estaing, que ha dicho que las sospechas que pudiera tener de las fuentes extranjeras del terrorismo no se las comunicaría «ni a su mejor amigo». Aparte de las complicaciones diplomáticas que pueda traerle a Italia esta declaración insólita, las acusaciones que se producen en las naciones que son víctimas principales del terrorismo apuntan cada vez más a fuentes de armas, adiestramiento, propaganda y dinero situadas en el exterior. Nunca se han presentado pruebas concretas: bien porque no las haya, bien porque interese más la continuidad de unas relaciones diplomáticas con los países acusados.Hay varios temas que distinguir en esta cuestión. Uno de ellos pertenece a la psicología política de los poderes, y es el deseo de irradiar de su ámbito la causa de un mal que no saben o no pueden atajar. Recordemos la insistencia del régimen de Franco en aludir a los «agentes de más allá de nuestras fronteras », los «contubernios », las «conspiraciones» (y hasta la envidia a España de otras naciones), para no asumir el fenómeno de una oposición creciente y actuante en el interior (aunque de ninguna forma pueda homologarse la acción política de esa oposición con el crimen terrorista de la actualidad). Otra es la realidad de unos determinados intereses y de unas determinadas intervenciones secretas en el enrarecimiento de sociedades que consideran adversas. Un secreto muy relativo, que a veces se trasluce claramente en informes, libros y documentos. Se conocen los nombres de los organismos oficiales de intervención que tienen, sobre todo, los grandes países -los que tienen el dinero, la fuerza y casi la impunidad para hacerlo- para modificar las estructuras políticas de otros.
Pero, salvo grandes casos demasiado ostensibles, estas intervenciones son más bien circunstanciales y la eficacia de su apoyo es más bien relativa. Es inquietante que los Estados o sus representantes traten de desplazar el fondo de la cuestión hacia puntos exteriores para exculparse a sí mismos de su incapacidad para contener la sangría terrorista por medios policíacos, políticos o por las reformas necesarias de su sociedad; pero más grave es que terminen creyéndolo ellos mismos. De esa forma pierden de vista -y, por tanto, desperdician su capacidad de análisis y de acción adecuada- las raíces mismas de las situaciones subversivas de toda índole. Si las autoridades de Polonia o los expertos del Kremlin achacan los acontecimientos en marcha de ese país (que tampoco son, repitámoslo, homologables al terrorismo, aunque sean una subversión en el sentido de intentar cambiar las normas de gobierno y régimen) a una intervención o a un fomento del exterior, se habrán equivocado absolutamente. No porque esas ayudas no existan -en algún caso, incluso con publicidad y propaganda-, sino porque no servirían de nada de no haber un ámbiente nacional muy claro y muy definido en el sentido de un cambio radical.
Sin embargo, cada vez parece haber mayor empeño, por parte de las víctimas y de los atacados por este siniestro fenómeno terrorista, en disfrazar las raíces. Algunas de las leyes, disposiciones y costumbres que persiguen como «apología del terriorismo» lo que es simplemente descripción, análisis o profundización en el fenómeno, fuera de todo intento dejustificarlo, forman parte de esta niebla en la cual la erradicación de la agresión se hace más difícil. Proceden más de sensibilidades emotivas, frustraciones y unjusto dolor que conduce a lo irracional que de una verdadera sabiduría política.
Es evidente que los fenómenos de extrema violencia en Turquía, por la derecha tanto o más que por la izquierda, proceden más que de los mil kilómetros de frontera con la URSS, como denuncia Pertini, de una historia desgraciadísima de dictaduras feroces, de hambre perpetua, de faltade salidas y de esperanzas; una historia que procede de mucho más lejos que el comunismo y el capitalismo: el desmembramiento del imperio otomano, la sucesión de sultanes sangrientos o locos, una república desnaturalizadora, las intervenciones de las grandes potencias imperiales, la sangre vertida por Menderes durante tantos años, el cerco y vigilancia continua a los poderes políticos o la consideración por parte de Occidente de pieza clave militar por su situación geoestratégica, que ha movido el último golpe militar, con el que se llenan de nuevo las prisiones y se pronuncian penas de muerte con gran facilidad. Que la Unión. Soviética se aprovecha de esas circunstancias parece evidente, y que trate de agitar en su beneficio al país que se llamó l'homme malade de l'Europe, cuando la URSS no existía y el lenguaje internacional era todavía el francés, no es ninguna sorpresa. Pero, eviden temente, no podría hacerlo -o le sería muy difícil- si Turquía fuese una democracia estable, con la riqueza y la pobreza bien repartidas y la dignidad humana salvada.
El antisovietismo contemporáneo tiene muchos puntos lógicos,y reales en los que apoyarse. La URSS es una nación donde se ha frustrado una forma de régimen y una ideología hasta el punto de destrozar las vidas de sus ciudadanos y los de las zonas de su influencia; y ha acumulado una cantidad de poder que hacen extremadamente peligrosa esa frustración. Pero la aplicación del antisovietismo que, como socialista histórico, ha presidido toda la vida de Pertini, a otro tipo de fenómenos, hasta convertir a la URSS en la fuente de todo mal, presenta el cuadro de una ilógica política que puede contribuir al desconocimiento de esos fenómenos. El hecho de que el régimen de la Unión Soviética sea detestable no le convierte en el único detestable de los regímenes. La URSS, o Libia -también implicada-, y otros muchos países comunistas o no comunistas, pueden estar contribuyendo, incluso de manera notable, al terrorismo en los países donde existe. Pero circunscribir todo el complejo a esa cuestión, tapándose los ojos ante sus raíces y ante la existencia de un mal nacional, puede, a la larga, ser aún más grave para la creación y el mantenimiento de la fortaleza de las sociedades amenazadas por él.
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