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Tribuna
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La servidumbre del poder

Las polémicas internas de los partidos suelen tener en España muy mala Prensa. Es una consecuencia lógica del recelo con el que los españoles contemplan, por lo general, a los políticos, y asimismo del recuerdo -todavía no tan lejano de la última fase de la Restauración alfonsina. Los enfrentamientos internos de líderes y facciones en los partidos dinásticos no constituyen una página especialmente edificante de nuestra historia contemporánea. Por ello, con independencia de la incapacidad sustantiva del sistema político de la Restauración para resolver los graves problemas de la España real, puede decirse que la sensación popular de que los partidos no eran sino palestra para las ambiciones personales de los políticos fue posiblemente el más grave estigma de aquel sistema.De esa apasionante etapa proviene también el sentimiento favorable -que todavía perdura- al liderazgo personal fuerte, en los partidos de tradición burguesa, que se ha extendido por mimetismo a los partidos seudoobreristas de la izquierda moderada. En los partidos marxistas, la autoridad dictatorial del camarada jefe y de sus burócratas adjuntos es consecuencia de un dogmatismo que también se proyecta a su propia organización interna. Por el contrario, en aquellos otros partidos el liderazgo personal del presidente, primer secretario o como en cada caso titulen los estatutos al mandamás se concibe más bien como profilaxis frente a la temible enfermedad de la desunión.

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Surge así un sentimiento de desconfianza inicial hacia quienes, desde dentro del partido, denuncian en un momento dado una gestión política deficiente que lleve implícita una censura a la actuación personal del líder y del correspondiente aparato burocrático en el poder. Este seritimiento de desconfianza es la expresión subconsciente de un razonamiento tan simple como erróneo: quien no tiene el poder, lo ambiciona, y esa ambición predomina sobre los intereses generales del partido; por el contrario, quien ya tiene el poder ha satisfecho en cierto modo su ambición y puede dedicar sus esfuerzos al provecho del partido. Se trata, como digo, de un razonamiento equivocado las más de las veces cuando de nuestro país se trata. Lo que de hecho sucede normalmente es que, desde fuera del aparato del poder, se perciben, con una perspectiva más amplia y con mayor objetividad, las deficiencias en la actuación del partido; mientras que el convencimiento de la propia superioridad -virtud que adorna a todo político- hace que el ocupante del poder se resista a admitir que cualquier otra gestión pueda ser más acertada que la suya, considere cualquier crítica objetiva como maniobra insidiosa contra él y convierta, por último, su permanencia en el poder en la más imperiosa necesidad del partido, a la que está dispuesto a plegarse, aun a costa de sacrificar una apacible y ansiada vida privada.

En esta escenografía se produce inevitablemente el geno de despecho del líder, no ya ante la derrota, sino ante la más remota posibilidad de no ser aclamado con el fervor unánime de todos los sectores y de todas las bases. Y al despecho sigue, fatalmente, la escena cumbre del «o me amáis todos o me voy», que entre la autoinmolación y el desplante torero se interpreta como un verismo crudo que hace palidecer al auditorio. Lo suyo es que el desenlace, favorable al líder, por supuesto, tenga lugar de inmediato al final del mismo acto. Pero hay virtuosos de la escena, como, por ejemplo, Felipe González, que son capaces de mantener el suspense, hasta un nuevo acto, varios meses después, lo cual, a cambio de una mayor zozobra en el intermedi.o, hace ganar en majestuosidad al desenlace de la obra.

Pero vayamos a un supuesto concreto y próximo: el II Congreso de UCD. No es mi propósito entrar ahora en el debate de las tesis críticas y oficialistas, porque voces y plumas más autorizadas ya lo han hecho por ambos lados. Ahora bien, sí me gustaría llamar la atención sobre un dato que a veces se omite por los analistas y que, sin embargo, tiene una gran importancia, ya que convierte al Congreso de UCD en algo completamente diferente del de cualquier otro partido político en España: a saber, el hecho de que UCD es el partido en el Gobierno. Y este dato limita considerablemente las posibilidades escénicas del Congreso. De una parte, no resultaría sensato que en un congreso de la amplitud que, por razón de sus afiliaídos, ha de tener el de UCD se planteen de forma directa alternativas a la presidencia del Gobierno. Esto provocaría, en su caso, una crisis que, por afectar a todo el país, excede, en justicia política, de la capacidad de obrar de un solo partido. Cuestión distinta es que, a la vista de la situación, UCD tenga que configurar urgentemente unos órganos directivos independientes y no «colgados» del líder. Así podrán reorientar la marcha del partido, constatar eventualmente el desgaste del líder y del. aparato actualmente en el poder y conducir entonces un tránsito pacífico hacia las nuevas personas que mejor aseguren la posición de UCD cara a las próximas elecciones.

Pero, a su vez, la dignidad del Gobierno de la nación limita también los recursos escénicos del líder. No valen aquí el despecho y el desplante a lo González, sino la perseverancia estoica en el cargo a pesar de las críticas, de nuevas ejecutivas no totalmente dóciles y de la posible incoación de procesos sucesorios.

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Esta es, para el partido y su líder, la servidumbre del poder.

Daniel García-Pita del Consejo Político de UCD, esjefe del gabinete político del presidente del Congreso, Landelino Lavilla.

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