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El recuerdo único

Vivimos prisioneros de los recuerdos. Pero ¿de qué recuerdos? Es bien sabido. Lo que rememoramos no es, ni mucho menos, la reproducción exacta de aquello que hemos vivido. Damos una interpretación de los sucesos, no la figura de los sucesos mismos. Esa imagen obedece a muy determinadas líneas de fuerza -conveniencia individual, emoción, estrategia de la conducta, etcétera-. Y así vamos deformando el mundo de la realidad. Construimos una realidad irreal para uso propio. Una realidad que luego disparamos sobre el prójimo como un proyectil que instala entre el otro y nosotros la nube de la protección y del disfraz.Se ha dicho que los neuróticos sufren de reminiscencias. Quiere decirse que el neurótico sufre de sí mismo, de sus creaciones, de sus individuales fantasmas. Su irrealidad le oprime y anula. Cualesquiera que sea la naturaleza de esas reminiscencias -cosa sumamente discutible, y aun el hecho de las reminiscencias en sí mismas- lo cierto es que las remembranzas concluyen por dañar a quien de continuo, y aderezadas, las utiliza. Por una parte, la memoria nos tiende constantes trampas. Por otra, la vida, a fuerza de tiempo, concluye por desvanecerlo todo. Por amarillear al pasado como a una vieja fotografía. La vida huye de la reiteración rememorativa. La vida huye, en rigor, de lo que no es vida. Por eso, el recuerdo limitado y elaborado sirve para todo, menos para recordar.

Suele decirse que España es un país de poca memoria. Puede ser. En todo caso, posee una memoria muy peculiar. Es la memoria especializada. La memoria de un solo recuerdo. La memoria maniática. La memoria plana. Aquí cada cual se aferra a un determinado tipo de recuerdos y en ellos echa el ancla de su personalidad para sujetarla, para que no se le vaya, para que no se le rebele. El recuerdo único le sirve al ciudadano para ganar resistencia, para obtener bulto firme frente al ímpetu de lo que viene detrás, de lo que se anuncia como posible futuro, de lo que empuja, de lo que exige movilidad y comienzo. En una palabra: de lo que pide, antes que nada, olvido.

Cuando el recuerdo-pauta, el recuerdo-falsilla, no encaja con lo que a nuestro alrededor se agita, entonces soltamos la fácil, la inevitable profecía: «Esto no puede durar». Y «esto» no puede durar sencillamente porque «esto» no se acomoda al recuerdo obsesivo de nuestra específica existencia. Lo malo es que, con excesiva frecuencia, conseguimos hacer verdad el «esto no puede durar». Y en ello nos complacemos. Hay un regusto de vivir en precario, día a día, con la angustia del ahora y sin la ilusión del mañana. Eso es lo que llevamos aprendido a lo largo de la historia. Porque lo precario puede durar, por ejemplo, cuarenta años. Pero no por eso deja de ser precario, esto es, situación provisional, expediente de paso, accidente transitorio. En suma, proyecto. Este es el país en el que lo que toma forma son los proyectos. Su realización, jamás. Tanto buscamos el cambio -el que sea- que aparecemos como un pueblo aburrido porque todo el mundo sabe que no habrá cambio. Nos agrada imaginarlo, pero de eso a llevarlo a la práctica, media un abismo. Nos sentimos cómodos cuando nuestros pies pisan la arena movediza de la provisionalidad. O el mañana va a ser como el hoy, quiere decirse, incierto, o no hay mañana imaginable.

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Sí, es innegable, por otro lado, nuestra pasión por las conmemoraciones, como si así intentásemos solidificar los recuerdos obsesivos. Pero siempre se acude a conmemorar lo muerto, esto es, nuestra remembranza única. Nunca, o casi nunca, se nos ocurre celebrar lo que existe a nuestro lado y a nuestro lado gozosamente palpita. Festejamos realidades difuntas. O realidades que, por lo que sea, huelen ya a cadáver. Atinamos muy bien a aderezar climas funerarios y en ellos navegamos como en aguas propicias. ¿La alegría española? Dudo mucho de ella. De su raíz profunda. De su energía para conformar un estilo sano y optimista de la existencia colectiva. Estamos demasiado anegados -de siempre, quede esto claro, de siempre- en el esfuerzo cotidiano de persistir en precario, en la provisionalidad, para permitirnos el lujo vital de desprender nuestra mirada del entorno y dirigirla hacia luces lejanas. Hacia luces que nos permitan distanciarnos de nosotros mismos, de nuestros tenaces recuerdos, y nos encaminen a ver las cosas en perspectiva, en hondura, en fértil contradicción, en resplandores y sombras, sin que el alma delire de falso entusiasmo, ni se encoja en miedos inútiles. No acertamos a soltarnos del instante perecedero para asomar el cuerpo sobre las bardas restrictivas de nuestra rutina.Dejémonos, pues, de la provisionalidad como constante histórica. Dejémonos del recuerdo obstinado. No busquemos eternidades donde no las hay ni puede haberlas. Jugar al recuerdo único es jugar al juego más arriesgado. Porque, en definitiva, es optar por la inercia. Es optar por la iteración. Mal mecanismo psicológico. Nada de rememoraciones que equivalen a conductas recalcitrantes. A conductas encerradas en sí mismas. A conductas enquistadas. Un recuerdo no son los recuerdos. Es una porfía paralizadora. Hermann Broch escribió: que «nada puede madurar hasta la realidad, que no esté arraigado -verwurzelt- en el recuerdo». Y ya se sabe: las raíces lo son en plural. Porque plural es el enigma de la vida que ellas, oscuramente, sostienen. Ese enigma nada tiene que ver con las desviaciones de nuestros recuerdos. Nada tiene que ver con las podas interesadas que en ellos nosotros practicamos.

Los recuerdos espontáneos son polivalentes, ambiguos, desconcertantes. Pero eso no importa. Lo que importa es actuar, es vivir como: si la memoria estuviera ahí, a nuestra disposición inmediata. Lo que importa es que contemos con ella en toda su espontaneidad y toda su riqueza. O lo que es igual: que sepamos vivir bajo el aire de los recuerdos, pero sin necesidad de andar recortándolos mezquinamente. Que palpemos nuestras negatividades, no como ausencias de la memoria, sino como lo que son, como huecos de nuestra propia conducta. Como huecos que es menester colmar con algo serio, decisivo y digno. Nada de remembranzas melancólicas y estériles. No el «esto no puede durar», ni el «esto está acabado», sino el «esto tiene que durar». ¿Por qué? Pues porque «esto» es obra común. Porque «esto» -lo que sea, y no sólo lo político- puede ser el milagroso resultado de un acorde común en una melodía constante. Constante. La rememoración del pasado en pasado se queda, y no hay cosa que pueda repetirse en la misma forma que tuvo en su pretérita realidad.

El recuerdo único nos hace prisioneros. Prisioneros del «ir tirando», que es una forma de no hacer nada. Una forma de no vivir.

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