Democratizar la democracia
Hoy parece dudarse que la vida colectiva esté organizada según las preferencias de los ciudadanos.Las prelaciones emanadas del cuerpo social son refractadas al pasar a través del fluido medio de los poderes fácticos y luego polarizadas por instituciones duramente cristalizadas, encastradas en la sólida cimentación de los intereses creados. Pero, además, ¿cómo es posible conocer -salvo en el fugaz instante electoral- las preferencias de la ciudadanía? Y si fuere válido este espasmódico e intermitente sondeo de la voluntad ¿cómo saber cuándo y hacia dónde han variado las querencias? Se está ya muy lejos de aquellas ágoras y foros con sus frescos y directos votos a mano alzada. Aunque, en paradójica pirueta, pudiera ser precisamente alguna moderna variación técnica sobre el tema de la televisión, la que permitiese la continua y regular apelación por los mandatarios al voto electrónico de los mandantes.
Pero la cuestión es de mayor calado y tiene mucho que ver con el trecho que hay entre el dicho y el hecho, o entre la teoría y la práctica.
En la sociedad contemporánea la ideología política ha ocupado el lugar que en otro tiempo tuvo el pensamiento mítico. La teoría de la democracia estimula en el encantado ciudadano la virtud teologal de la esperanza, mostrando la dulce escala ascendente de la libertad, la justicia y la convivencia. Los mandantes («acepción desusada de pueblo», diría un diccionario realista) esperan todo de los mandatarios. De ahí las grandes frustraciones, decepciones y desencantos de tanta promesa imposible.
Se construyen hoy elegantes teorías de salón y se ofrecen a menudo por la clase política esquemáticas recetas de laboratorio para acabar con los complejos y decimonónicos males de la patria, cuando lo que hace falta es acompañar la imaginación con la pragmática voluntad de poner los pies en el duro, arriscado y desagradecido suelo. Parece como si se actuase haciendo abstracción de las condiciones de vida reinantes, omnipresentes en el cotidiano hacer de cada ciudadano, lo que desactiva la confianza y merma la teórica atractividad individual del sistema democrático.
Porque, ¿qué le dice, por ejemplo, a cada ama de casa, a cada ciudadano en paro, a cada contribuyente, en su orteguiana circunstancia, tanto programa y tanto presupuesto, tanta tutela y tanto análisis económico, que olvida los aspectos del comportamiento humano que no son económicos (¡ah, las «incompatibilidades»!), sino que son «heróicos» o, más exactamente, creadores de identidad? Grave es el alejamiento entre mandatarios y mandantes, entre la clase política y la España vital. Ahí queda la yerma abstención de las últimas consultas electorales a ciudadanos con la ilusión ya esterilizada.
Comportamientos insolidarios
Esta insatisfacción política está comenzando a generar -me temo- una cadena de comportamientos insolidarios, acentuados por el empobrecimiento general, que puede llegar a desatar el instinto de conservación individual. Y, llegado el caso, dado lo desfalleciente de la naturaleza humana, se hace difícil creer en la validez paradigmática del conocido «dilema del prisionero», situación en la que cada uno de los participantes, actuando a partir de su propio interés (no confesar el delito), llegará al consenso de respetar una serie de obligaciones mutuas, precisamente las requeridas para alcanzar una solución cooperativa (que nadie sea inculpado). Más bien será probable que funcione el viejo dicho de un educado embajador: «los intereses personales primero»; de manera que al tratar de escapar de la crisis cada uno por su cuenta se produzca, por embotellamiento, una disfuncional parálisis colectiva.
Pero ¿cómo conocer y satisfacer esas necesidades individuales en una democracia? En la dimensión económica -a pesar de los fallos del mercado- no parecen existir muchas dudas: cada peseta es un voto. Y los puntos hacia donde se dirija el dinero amojonarán los caminos de las preferencias de los españoles. Existen, eso sí, una distorsión producida por el fallo del Estado, por ejemplo cuando el gasto público no es acompasado por un congruente incremento de la producción comunitaria, lo que suele colocar al ciudadano en la incómoda circunstancia de un estancamiento con inflación. Pero estas interferencias parecen saberlas corregir los aficionados al movimiento de la Public Choice.
La cuestión, sin embargo, cobra su más escarpada dificultad cuando se trata de averiguar, sin solución de continuidad las preferencias políticas -o prioridades, que diría un anglosajón- de los teóricos mandantes; porque, en política, no hay precios que sirvan de orientación como ocurre en el mercado.
El camino de la solución -reinventar la esperanza- sólo puede hacerse al poner a andar una praxis política atenta a la realidad inmediata; acercar la superestructura política a la realidad social; atender y resolver los problemas que plantea la existencia cotidiana; abandonar tanto verbalismo, juridicismo vacuo y agobiante nominalismo; informar, acercar las decisiones al ciudadano y hacer participar a las personas. En tres palabras, democratizar la democracia.
Desilusión creciente del español
En la política de hoy -como en el buen fútbol- resulta una técnica eficaz el rasear la jugada. El español cada vez se siente menos ilusionado por el mundo abstracto de las macroestructuras políticas. Desea una política «de cercanías», que le afecte, de andar por casa. Le interesa al ciudadano la vida diaria de las comunidades concretas, es decir, la vuelta a la política en su puro estado naciente. El español de esta hora quisiera palpar la democracia, y que fuere de inmediata aplicación a la defensa de su libertad, de su casa, de su familia, de su trabajo y de su entorno próximo.
Por eso postularía, como la única capaz de movilizar al país, una política que haga prevalecer el ritmo humano de la persona sobre la tiranía del futuro, y el legítimo interés del individuo, en su concreta circunstancia, sobre la sociedad. Si lo macropolítico es importante, lo micropolítico es hoy fundamental para recuperar las raíces perdidas del pasado, como guía de un futuro más esperanzador para la tambaleante empresa nacional. De nuevo, hay que «estar a la altura de los tiempos». Y tal debe ser en España el auténtico y profundo sentido de las autonomías. Esto no parece, desde luego, el apocalipsis, pero tampoco resultaría divertido remedar la descomposición del imperio austro-húngaro.
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