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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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La izquierda revolucionaria, ¿para qué?

Una reflexión común entre muchos de los que se consideran de izquierdas en este país es que la situación política está evolucionando hacia unas cotas de peligrosidad en las que pueden volver a ganar credibilidad alternativas reaccionarias que parecían superadas después de la caída del franquismo.Esta opinión está, además, fundamentada en la experiencia vivida a lo largo de los últimos años y en el papel jugado hasta ahora por la izquierda mayoritaria. Y es importante constatar cómo críticas hechas a ésta desde el campo progresista coinciden en aspectos nada secundarios con las que fuerzas de la izquierda revolucionaria hemos realizado desde que se firmaron los famosos Pactos de la Moncloa.

El último ejemplo ha sido ofrecido por Juan Luis Cebrián, en su libro La España que bosteza. En él se pueden encontrar frases como estas: «La derecha utilizó (el consenso) para agrupar y consolidar sus fuerzas, evitando... que la izquierda asumiera siquiera parcialmente el poder»; «el Pacto de la Moncloa significó una verdadera tregua política para el partido del Gobierno»; «las propuestas de ruptura no eran simples manías, sino que venían fundamentadas por el deseo de no perder la oportunidad histórica que se presentaba para operar un cambio en profundidad en, nuestra estructura social. Ese cambio no lo aportó la transición, pero sí nos trajo los métodos de legitimación democrática de viejas situaciones...».

No vamos a negar las diferentes conclusiones del autor del libro respecto a las que nosotros hacemos. Pero nos parece sintomático que en la presentación del mismo ni Carrillo ni Felipe González hayan manifestado la mínima autocrítica. Así, Santiago Carrillo hacia un interesante comentario: « Voluntariamente hemos sustituido una revolución por una reforma». Probablemente, el secretario general del PCE exageraba al hablar de revolución. Puesta en castellano vulgar, su afirmación diría: «Voluntariamente, hemos sustituido la depuración del aparato estatal heredado de la dictadura por un respeto creciente al mismo: voluntariamente hemos sustituido la movilización y organización de trabajadores, mujeres y jóvenes por el empleo y las mejoras salariales y sociales, por un pacto social que dejara las manos libres a los capitalistas». El resultado de esa política puede medirse en la situación actual, con la desafiliación sindical, la crisis de los partidos de izquierda y la ruptura de la solidaridad entre las fuerzas sociales que podían aportar un cambio radical.

La izquierda parlamentaria no ha tenido tiempo de bostezar durante la transición, porque ha obrado de manera tal que ha contribuido a la instauración de un régimen en el que se encuentran cómodamente la derecha y los llamados «poderes fácticos».

Ante este panorama, y mal que les pese a muchos, la izquierda revolucionaria tiene una razón de ser, sin que ello suponga negar nuestras debilidades. Porque ni un nuevo tropiezo en políticas de consenso ni los intentos de versión autóctona de partidos «radicales» son caminos para cambiar definitivamente de rumbo.

Una alternativa capaz de superar el archifamojo «desencanto» y de crear confianza en que se puede resistir y vencer a la derecha, se puede ir forjando a través de las luchas y los debates que están reapareciendo públicamente.

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En relación a la crisis económica, por ejemplo, hace falta una respuesta «solidaria». Pero, no, desde luego), como la entienden los dirigentes de UGT y CC OO. Porque estamos asistiendo a un verdadero bombardeo de acusaciones de «corporativismo» a luchas como las de Duró-Felguera, Michelín, Olarra e incluso, aunque tímidamente, Crimidesa. Y corporativismo es una política sindical que tiene sólo en cuenta al sector empleado de la clase trabajadora o se reduce a absurdas promesas de futuro para los parados. Y, además, se trata de un corporativismo que ni siquiera puede mantener las posiciones del sector empleado al inscribirse en una cogestión de la crisis económica que aumenta las pérdidas de puestos de trabajo.

Política solidaria sería exigir «trabajar menos para trabajar todos» (hoy las 35 horas es una reivindicación de los sindicatos europeos...), sin aceptar topes salariales y presionando por uñ aumento sustancial del gasto del Estado en obras públicas. Política solidaria es también evitar que allí donde hay resistencia y lucha, éstas se queden aisladas.

Solidaridad sería también reconocer en los hechos el carácter plurinacional del Estado español y que el marco del «Estado de las autonomías» no sirve para ganar el apoyo de pueblos como el vasco o, como se ha podido comprobar recientemente, el gallego. Y anteponer el respeto a sus legítimos derechos -incluida la independencia- frente a las críticas que cada uno tenga que hacer al «terrorismo» de ETA. O, también, evitar el reforzamiento represivo del régimen votando leyes como la «antiterrorista», en nombre de la defensa de una democracia que esas mismas leyes -y sus ejecutores- se encargan de restringir cada vez más.

Junto a la defensa de la solidaridad entre el conjunto de fuerzas sociales que sufren las consecuencias de una situación favorable a la derecha, es preciso también insistir en recuperar la unidad de la clase trabajadora frente a la división profunda que sufre. Sólo así evitaremos que los distintos movimientos sociales se vean a su vez divididos frente al poder central.

Tarea difícil

Pero conquistar esa unidad y solidaridad frente a la derecha y el sistema social que lo sustenta, no va a ser fácil tarea. Obliga no sólo a sacar las lecciones de la transición, sino también a profundizar en la elaboración de esa alternativa y en su plasmación en la vida real. Para todo esto debemos reconocer que la izquierda revolucionaria se encuentra también debilitada, pero, al mismo tiempo, no hay.que olvidar que muchas de las ideas que ésta defiende son compartidas por sectores que forman parte de corrientes nacionalistas de izquierda, e incluso de otras que empiezan a aparecer dentro de la izquierda reformista.

Esa nueva etapa en la que entramos no debe llevarnos a caer en el «pesimismo de la voluntad ». El objetivo final que sigue guiándonos es el socialismo y difícil va a ser creer que en una época como la actual pueda conseguirse mediante una «larga marcha a través de las instituciones», cada vez menos democráticas. Aunque la revolución no sea hoy posible, su necesidad continúa siendo evidente para quien quiera aprender de la historia.

El congreso de la LCR, que se realiza en los primeros días de enero, pretende responder a esas preocupaciones que recorren a toda la izquierda, planteando abiertamente un debate sobre la construcción de un partido de los revolucionarios. Proyecto que, no hay más remedio que decirlo, no tiene nada que ver con la búsqueda de atajos «modernistas» como los presentados en el pasado por dirigentes del Partido de los Trabajadores; pero que sí supone negarse a la autocomplacencia sectaria del grupo que se considera portador de «la verdad».

Jaime Pastor es miembro del comité ejecutivo de la Liga Comunista Revolucionaria.

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