Entre el tedio y la amargura de vivir en Madrid con 15.000 pesetas
Nos los podemos encontrar una mañana soleada, sentados en un banco de cualquier plaza de la ciudad. A veces, pasean en parejas, aunque lo normal es que estén y se sientan solos. Cobran unas pensiones que, en la mayoría de los casos, rondan cifras de miseria. Saben que la sociedad ha decidido que lo que tienen que hacer es esperar la muerte, pero ellos todavía se sienten útiles y deciden prestar su último servicio a una sociedad que parece rechazarlos. Son los jubilados, esos casi 600.000 madrileños que parecen condenados a vivir con unos subsidios que, en el 80% de los casos, no alcanzan ni tan siquiera el salario mínimo interprofesional.
Caminan parsimoniosos y cogidos del brazo, casi sin levantar los pies del suelo, bien aferrada Modesta Hernández a la manga de su marido, Santiago Hernández, ambos de 82 años. A las siete de la tarde, entre dos luces, recorren, pasito a paso su eterno trayecto diario entre el hogar de ancianos de Jacinto Verdaguer y su casa de General Ricardos, un camino que, a pesar de ser tan corto, a ellos les resulta cada día más largo. Santiago Hernández es sordo; su mujer padece de cataratas. Ella habla por los dos; él alumbra la penumbra de Modesta. Viven los dos en un piso húmedo de patio vecinal y bullanguero, una vivienda cedida por un hijo soltero que trabaja en Canadá y que «también nos paga el recibo de la luz». Se mantienen con la pensión de Santiago, unas exiguas 11.900 pesetas mensuales que ellos han aprendido a estirar muy bien haciendo juegos malabares con la comidas. «Nos apañamos gracias a que él es muy tacaño, y es quien hace la compra», dice Modesta, entre sarcástica y risueña.No son un caso aparte ni una reliquia del pasado. Uno de cada cinco madrileños vive gracias a un pensión, aunque sea raquítica. Hay en Madrid 586.000 jubilados y, al menos, un 80% de los mismos percibe su correspondiente subsidio de vejez. Otras 400.000 personas, enfermos, jubilados menores de 65 años y viudas, principalmente, también disfrutan de una pensión. Sólo que ocho de cada diez pensionistas, que, entre el 1 y el 15 de cada mes, guardan cola para cobrar su persión, están condenados a malvivir con pensiones inferiores al salario mínimo. O, dicho de otro modo, «tan sólo un 20% de los pensionistas dispone de pensiones dignas, por encima del salario mínimo», según denuncia de la Asociación Provincial de Pensionistas.
Mirones sin derecho a migajas
Claro que hay también pensiones ostentosas y privilegiadas por encima de las 100.000 pesetas. Y cerca de 100.000 madrileños maduros que ni siquiera figuran en las listas de pensionistas, perpetuos mirones sin derecho a recoger siquiera las migajas de la Seguridad Social.
La última subida de las pensiones, mediante el decreto del pasado 11 de enero, fue más falaz que eficaz. Aunque las pensiones mínimas aumentaron en un 15 %, frente a un 12% para las siguientes (hasta 31.800 pesetas), y tan sólo un 8% para las superiores a 40.000 pesetas, el crecimiento en pesetas fue proporcionalmente inverso. Una nueva frustración para los pensionistas más míseros, que vieron cómo ellos apenas obtenían una mejora real de 2.000 pesetas, mientras sus compañeros jubilados mas pudientes alcanzaban las 5.000 o más. Es este mundo de las pensiones una especie de zigurat rígido donde las cifras permanecen rigurosamente escalonadas e inmóviles. Si se tiene en cuenta que muchos de los hoy ancianos no pudieron cotizar de una manera continuada por los trapicheos de sus patronos y que algunos, semianalfabetos, no repararon en la actuación ventajosa y fraudulenta de sus empresas a la hora de establecer la jubilación, es fácil comprender que existen situaciones anómalas ya irreversibles. «Hace veinte años, cuando me jubilé, no se podía reclamar a la Administración, y tuve que aguantarme con el baremo que me adjudicaron; ahora que se puede exigir, ya no hay remedio», dice un antiguo carpintero de La Latina.
Las cifras son elocuentes por sí mismas: la pensión mínima de jubilación, que afecta a la mitad de los pensionistas, sólo supone una menguada ayuda de 15.900 pesetas. Pero hay aún un escalón inferior semioculto para otros jubilados, los del Seguro Obligatorio de Vejez Inválida (SOVI), cuya pensión, como en el caso de Santiago Hernández, se estanca en 11.900 pesetas. Hay, además, pintorescas discriminaciones para las viudas y los pensionistas menores de 65 años. Así, la pensión mínima de viudedad se ha fijado en 12.075 pesetas, cantidad que va disminuyendo si se trata de viudas que no han cumplido los 65 años o si son del SOVI.
La reivindicación unánime de los pensionistas es elevar la pensión mínima a un único modelo equivalente al salario mínimo. «Ninguna pensión inferior al salario mínimo», es el lema de la Asociación Provincial de Pensionistas de Madrid. O, en su defecto, una subida en pesetas contantes de las más ínfimas para equipararlas con las mínimas menos vergonzantes. Tales deseos corren el riesgo de hibernarse si se congelan los Presupuestos del Estado en este capítulo. Los presupuestos globales de la Seguridad Social para 1981 ascienden a la espectacular remesa de 1.129.225.000.000 de pesetas (un billón ciento veintinueve mil doscientos veinticinco millones), de los cuales, 919.686 millones de pesetas iban a destinarse, en un principio, a pensiones. Pero el ministro de Hacienda, Jaime García Añoveros, ha dejado claro que no se va a rebañar más dinero para subir pensiones y que hasta las viudas de republicanos tendrán que esperar un pago fraccionario de sus atrasos.
Acostumbrados a estrecheces
Entre tanto, ya están los pensionistas entrenados en remendar su economía y en resignarse cabizbajos mientras ensartan su permanente salmodia de quejas. «Cuando voy a la compra, sólo llevo doscientas pesetas, así puedo contar las perras mejor y no gastarme nada en chucherías», dice Santiago Hernández. Ya le conocen en los puestos del mercado de San Isidro, que Santiago prefiere darse un paseíto hasta Antonio López en vez de comprar en las tiendas de su calle, que son más caras. «Voy con mucho tiento y con mucha cuenta, sólo compro verduras de la estación, higaditos de pollo y pescado congelado». Un litro de leche les dura cuatro días, «porque él desayuna leche con colacao y una galleta, pero yo sólo tomo un té, que tengo una úlcera», cuenta Modesta. No tienen televisión, pero a ella le hace mucha compañía oír la radio. En invierno, utilizan una cocina de carbón y una estufa eléctrica para caldear la casa. En verano, Modesta cocina con gas butano, más barato. Sus únicas distracciones se resumen en ir al hogar de ancianos por la tarde y tomarse un vasito de leche con los compañeros.
La privación de lo estrictamente necesario obliga a una vida un tanto mezquina. « Llevo años sin comprar un libro, sin cine, sin conciertos, sin periódicos», cuenta Victoria, sesenta años y viuda. «Mi pensión es francamente ridícula, 10.460 pesetas al mes, un dinero que se me va en los gastos de luz, gas y teléfono», sigue quejándose Victoria. «¿Cómo vamos a comprar libros y a cultivarnos, si no estamos amparados en nada, ni exentos de contribución, ni de gastos de comunidad?»
El 70% de los ancianos suele vivir con su familia, según la encuesta de Cáritas de 1978. Un 7% vive solos, sin desearlo, y un 9% (unos 47.000) desearía vivir en residencias. Un privilegio que sólo disfruta el 2%, si se tiene en cuenta que la provincia de Madrid sólo dispone de 10.803 plazas. Las recomendaciones del Consejo de Europa, respecto al tema, están más cerca del deseo de los ancianos que de las previsiones reales, al recomendar la creación de centros que acojan entre un 8% y 18% de ciudadanos.
Vivir con la familia también tiene su cruz, aunque sea más tibio y confortable que vivir solo. «Es más mala que un dolor», dice un anciano de ochenta años, refiriéndose a su nuera. Aunque sea invierno, ésta le invita a salir a darse un paseíto en cuanto despunta el día y los niños se levantan. «No me quiere en casa ni un minuto, así que yo me voy con otros viejos, nos compramos a medias el periódico y nos repartimos cigarrillos, simplemente a dejar pasar el tiempo hasta la hora de la comida».
Más dura es la situación de Aurea Fernán, 85 años. «¿Hay más penitencia y más castigo que haber tenido seis hijos y que sólo una hija me quiera recoger?» En la chabola de otro hijo -que antes de casarse era de la madre- tiene una cama reservada para ella, «pero la nuera me echó a la calle y me ha recogido esta hija, pero como todos los de la casa se van a trabajar-, apagan las estufas y yo paso mucho frío».
Mariano Manso, 76 años y 15.900 pesetas.de pensión, alterna su propia casa con la compañía de sus hijos y su situación es más desahogada. «Pernocto en casa de un hijo casado, pero por el día me las arreglo sólo, me hago la comida y friego la loza, o como por ahí; me gusta mucho callejear porque así veo a los amigos y no pierdo dinamismo». Ha sido representante y «todavia sigo en contacto con el mundo comercial y me dan algunas propinas». Por la tarde, acude al cementerio «y nos juntamos allí cuatro o cinco viudos y luego nos vamos de tertulia por ahí. A veces, vamos al cine o a los toros, pero siempre juntando pesetas». Les compra el periódico y un deportivo a los nietos para tenerlos contentos cuando va a cenar y a acostarse. Presume de su traje, «me lo he comprado a plazos».
Otros se dedican a recorrer Madrid en una estampa insólita: algunos se dedican a cobrar recibos a morosos conduciendo su motocicleta sin descansar; los menos afortunados, recogen cartón en un carricoche. Sólo los más hábiles o los que siguen trabajando pueden subsistir. O los que están arropados por la familia. Pero, «¿qué sentido tiene cotizar toda la vida para que luego, una vez jubilado, te tengan que mantener los hijos o tengas que seguir trabajando?» Hasta la salud está en relación directa con la economía: más de la mitad de los pensionistas con ingresos superiores a las 30.000 pesetas están sanos, más de la mitad de los que cobran menos de esa cantidad están enfermos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.