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La piedad peligrosa

Fernando Savater

Hay un sino paradójico y cruel en nuestra modernidad que convierte incluso nuestros movimientos de compasión en formas de expolio de la intimidad. Crece la afición a las ciencias del alma -y a sus remedos charlatanescos u oraculares-, pero se desvanece más y más el alma en lo que pudiera haber tenido de inmanejable, de irreductible, y disminuye también la comprensión de lo propiamente humano, mientras aumenta el conocimiento de los mecanismos humanizadores. Una especie de inhumanidad humanista nos predispone a despojar al otro de su secreto por su propio bien, y cierto pacto psicológico entre caballeros nos otorga una personalidad tan sofisticadamente favorable que ya sólo seremos nosotros mismos si obramos como es debido: la deserción de lo conveniente es locura o disfunción. Da pie a estas reflexiones el caso de Louis Althusser y, sobre todo, los ecos que la imagen del respetado filósofo repentinamente convertido en asesino de su mujer ha despertado en la Prensa. Dejando de lado los dos o tres chistecitos repugnantes de quienes viven de y para eso, apartando también la pronta conclusión de algún iluminado fanático que ha confirmado con motivo de este episodio su doctrina de que todo comunista es un asesino en potencia, nos quedan una serie de reacciones compasivas de distinto volumen afectivo. Pero aquí también la compasión funciona como alarma ante la vida, tal como Nietzsche señaló en su día. Para unos, Althusser se volvió loco, es decir, dejó de ser Althusser; para otros (o para una variedad más sociológica que clínica de los anteriores), la contiradicción desgarradora entre burocracia y utopía o el peso implacable del capitalismo monopolista acabaron por imponer su violencia a la lúcida receptividad del filósofo. En cualquier caso, obraron determinaciones exteriores que se impusieron al «verdadero» Althusser. No estaba loco cuando compuso Pour lire le Capital,- no fueron los zarandeos inmisericordes de la historia los que le llevaron a enamorarse en su día de su mujer: en estos casos, era él mismo quien quería y decidía, no «algo» obsceno e irreversible que se le impuso. Pero la noche de su crimen, ese «algo» que él no era -moderna versión de las clásicas «Erinias que vagan en la tiniebla», de Homero- le alcanzó por fin y mató a través de él, con él como pretexto...Que se me entienda bien: no pretendo en modo alguno criminalizar a Althusser, es decir, identificarle con su crimen. No creo que haya criminales, sino hombres -infinitamente complejos, variables, creadores- que cometen crímenes. Althusser no es más idéntico a su momento atroz que el santanderíno que ha ejecutado a siete convecinos por una disputa de tierras, pero tampoco tiene por qué serlo menos; ninguno nos agotamos en nuestros crímenes, pero esto no quiere decir que no sean nuestros.

No es la responsabilidad penal lo que aquí está en juego, pues esa es la que mejor se las arregla en estos casos según el cinismo de la conveniencia social. No, más bien se trata de la libertad misma. Desconozco la condición psicopatológica del filósofo en el momento del asesinato, lo mismo que la ignoro cuando escribió sus obras, daba sus clases o practicaba la amistad. Sería absurdo negar la posible existencia de condicionantes psíquicos morbosos, lo mismo que son evidentes las presiones de circunstancias sociales en la mayoría de los delitos: pero insisto que no es sencillamente la responsabilidad penal lo que aquí debe preocuparnos, pues incluso podríamos cuestionar el sistema todo de coacción sociopolítica sin por ello librarnos del problema que se nos plantea. El asunto es que somos piadosos, pero que nuestra piedad tiene como precio negar la libertad del otro; nuestro humanismo quizá nos lleve a abogar porque el criminal no sea privado, en vista de las circunstancias bajo las que actuó, de la libertad física, pero en contrapartida le privaremos nosotros con nuestras explicaciones de la libertad moral.

La elección de lo que reprobamos no es intolerable salvo si no es tal elección, salvo si está determinada desde fuera. Dijo otro filósofo, también francés, aunque éste no llegase a estrangular a su mujer, Jean-Paul Sartre, que si imaginamos a la conciencia como plenamente determinada desde la exterioridad le quitamos su carácter de conciencia y la convertimos en exterioridad pura.

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Por lo que se ve, estamos dispuestos a disolver la conciencia en la exterioridad en cuanto la contradicción insaciable de su demanda comienza a molestarnos.

Nos es más fácil disculpar que comprender; otorgamos de inmediato nuestro horrorizado perdón para así dejar de- pensar en el inexpugnable misterio de la intimidad que somos. Aceptaremos cualquier cosa del otro, siempre que deje de ser él y se convierta en cosa, en marioneta, en resultado de incontrolables fuerzas biológicas o históricas. Pero inclinarnos sobre ese abismo que se nos parece, comprender a la vez la inocencia y la culpa que el gesto más atroz encierra, llamarlo libertad antes de absolver con la coartada de un certificado médico, eso parece demasiado duro para nuestro humanismo ilustrado. Los griegos aún podían soportar tal contradicción, y la ritualizaron como tragedia. Pero nosotros queremos ya estar curados de espantos, del espanto mismo: antes de temblar con un secreto que no soportamos ni siquiera plantearnos, recomendaremos a Edipo que vaya al psicoanalista y proporcionamos gentilmente a Clitemnestra la dirección de un buen consejero matrimonial.

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