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El museo Dillinger

En un pasaje de mi novela Señas de identidad, el protagonista, deambulando por las calles de Ginebra entre orondos y satisfechos delegados a uno, de esos congresos contra el paro, la guerra, las enfermedades o el subdesarrollo inventados por la próspera industria hotelera suiza, se preguntaba por qué no existirían congresos para la ruina y perdición del género humano patrocinados por los criminales más notorios del siglo: Landrú, Petiot, Giuliano, Dillinger o Al Capone. A todas luces, Alvaro Mendiola ignoraba que, en el país creador de Disneylandia, sus deseos se habían cumplido o se hallaban en vías de cumplirse, cuando menos en lo que toca a uno de estos delincuentes famosos: me refiero a Dillinger.Asistir a una asamblea de hispanistas en una universidad norteamericana puede deparar de cuando en cuando alguna exquisita sorpresa. En el simposio sobre Novela en español, hoy, celebrado en Bloomington, Indiana, el pasado mes de septiembre, el elemento sorpresivo provino menos del acto literario propiamente dicho -aunque el matiz cultural de aquél no estaba totalmente excluido- que de la existencia de un excitante museo conmemorativo instalado en Nashville, a unas dieciocho millas de distancia. El simposio de hispanistas no sólo congregó a un grupo de amigos dispersos por dos o tres continentes, sino que tuvo, sin duda, momentos e intervenciones brillantes. Sin embargo, como suele suceder en ese tipo de coloquios, abundaban las pausas, vacíos, esperas y, lo que es peor, la posibilidad de tabarras eruditas o poco agradables encuentros. Enfrentados a la amenaza de una ponencia sobre la narrativa de Castillo Puche o el tropezón en un coffee break con algún docto fantasmón aquejado de halitosis, Jorge Edwards, Carlos Fuentes, Vargas Llosa y yo preferimos mudar aires y explorar otras áreas culturales más amenas e instructivas. Pilotados por José Miguel Oviedo y Maryellem Bieder, decidirnos abrevar nuestra sed de conocimiento y colmar lagunas educativas con la visita al museo -casi, templo, si tenemos en cuenta el respeto y adoración de sus numerosos devotos- consagrado a un héroe de mi adolescencia que Zdanov y sus comisarios no habrían conceptuado ciertamente de positivo.

Adelantaré una atroz confesión: los museos me enferman. Nunca he podido entrar en ellos sin que, a los pocos minutos, la vista se me nuble, la cabeza me dé vueltas, mi boca emita bostezos cavernosos y un súbito e invencible cansancio abrume mis sufridas espaldas. Dicha enfermedad es bastante común -los franceses la llaman mal de musée- y, a causa de ella, descarto sistemáticamente todo compendio culti-artístico de mis circuitos de viaje. Tras haber visto a docenas de turistas japoneses examinar la Gioconda con gafas ahumadas y, aturdidos grupos políglotas encaramados a la Acrópolis sin saber a ciencia cierta si el cicerone iba a recitarles la lista de reyes godos o proponerles un paseo en góndola, he renunciado a estos baños intensivos de saber, estas dosis masivas de píldoras culturales que, paradójicamente, producen en mi espíritu el efecto opuesto: el deseo vehemente de volver a la vida y salir precipitadamente a la calle. Aunque soy capaz de tomar el tren para admirar selectivamente una tela de Hals, Goya, Ticiano o Carpaccio, huyo como de la peste de visitas generales al Prado, Louvre, Metropolitan o British Museum. Si por debilidad e inadvertencia incurro en ellas, el único artista que me interesa se llama en seguida Uscita, Salida, Exit, Sortie o Ausgang.

Ninguno de los síntomas de rechazo -vista nublada, cansancio, jaqueca- me incomodó en Nashville: después de tanto monumento insípido a la gloria de artistas y próceres ejemplares por su talento o altruismo, el mero recordatorio de una breve pero vertiginosa existencia entregada a la maldad y el delito es en cualquier caso tónico y refrescante. La sensación de delicia aumenta si se agrega el hecho de que el delincuente, en vez de triunfar en su empeño, naufraga de modo lamentable: ningún barniz de consideración social posterior atenúa la abrupta realidad de sus actos. Estas consideraciones -junto a las características del propio local, coqueto, pequeño, coristruido conforme a una escala humana- explican que la visita al rnismo resultara, al menos para mí, tan provechosa como apasionante.

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El Museo Dillinger es una modesta villa de madera pintada de blanco, en cuya puerta -como el Lasciate ogni speranza voi chentrate- luce una inscripción escueta e irrevocable: El crimen no paga. El edificio se compone de dos plantas y, siguiendo la dirección de una flecha, a través de exiguas pero atestadas habitaciones, el aficionado o simple curioso puede asistir a una bien ambientada escenificación de los momentos capitales de la vida y hazañas del hijo ilustrísimo de la localidad: fotografias del héroe y allegados, desde la infancia de aquél a la apoteosis de su carrera; retratos de víctimas, cómplices y secuaces; reseñas periodísticas; correspondencia familiar; documentos policiacos y judiciales. Figuras de cera, armadas con revólveres y metralletas, reproducen sus principales secuestros y asaltos. Como en las iglesias consagradas preferentemente al culto de una virgen o un santo, altares y hornacinas laterales evocan figuras de relleno, coetáneas de la estrella principal: Bonnie y Clyde, una célebre atracadora, cuyo nombre no acude ahora a mi mente. Un cuadro sinóptico traza en la pared una cronología del homenajeado: fecha de nacimiento, primeros estudios, viajes, etcétera; una vida aparentemente sin problernas, envuelta en una aurea mediocritas. Luego, coincidiendo con la gran depresión, se produce esa ruptura que los marxistas discípulos de Della Volpe califican de salto cualitativo; y los de la escuela alemana, de brusca aceleración de la Historia; Dillinger asalta docenas de bancos y centros postales, realiza atrevidos secuestros, asesina a un total de catorce personas. Con la miel en los labios, el visitante abandona los bajos del museo por el piso superior: allí, la ominosa figura de la Dama de Rojo presagia la inminencia del drama; a fin de evitar la deportación, la siniestra rumana servirá de anzuelo al semidiós en la emboscada que le costará la vida. Cuando Dillinger cae acribillado a balazos a la salida de un filme de Myrna Loy y Clark Gable, el enemigo público número uno lleva en los bolsillos la módica suma de siete dólares. Una urna de cristal brinda a fieles y admiradores reliquias cuidadosamente preservadas: el canotié, las gafas rotas al caer, las entradas del cine, prendas de vestir maculadas de sangre. Consumado el sacrificio, el público tiene derecho a una minuciosa reconstitución de la autopsia; el sexo del héroe, metido en un tarro de formol como el corazón patriota de Maciá, se conserva, al parecer, en el Instituto Forense de Washington, aguardando el momento en que una sustanciosa beca de la Ford, Guggenheim u otra fundación filantrópica permita a algún brillante investigador la oportunidad de estudiarlo con detenimiento para alguna tesina o tesis. Broche final: Dillinger, en su catafalco, desgrana las cuentas de un rosario católico; al lado, en un pequeño atril, un ejemplar subrayado de la Biblia. Recortes de Prensa de la época describen el entierro en términos de duelo nacional; la familia del difunto recibe millares de telegramas de simpatía y es reconfortada por una multitud inmensa en su trayecto al camposanto.

A diferencia de notorios contrabandistas o bandidos promovidos primero -al rango de caballeros que la industria y, luego, de patricios y mecenas, Dillinger extrae su singular ejemplaridad del propio fracaso. El museo de Nashville nos recuerda a tiempo y sazón que la Historia no se compone sólo de hechos sublimes y empresas gloriosas. Como ingrediente obligado de la sociedad, el mal merece también alguna forma de reconocimiento. Agradezcamos pues a la audaz iniciativa de honrar la memoria del insigne hijo descarriado de Indiana una visión compensatoria, más justa y completa en razón de los claroscuros y sombras, de la prodigiosa aventura humana.

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