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El indígena latinoamericano al borde de la rebelión

El cuarto tribunal Russell, cuyas sesiones iniciadas el lunes en Rotterdam se prolongarán hasta el próximo domingo, está examinando las situaciones de expolio de tierras y etnocidio que sufren las comunidades indígenas en el continente americano. El jurado de este tribunal, que se hizo famoso en 1967 por su proceso a la intervención norteamericana en Vietnam, escuchó ayer las acusaciones de representantes indígenas de Colombia, Perú y Estados Unidos. Precisamente, el problema de la tierra, que les está colocando al borde de la rebelión, y la necesidad de que estas comunidades tengan una identidad cultural propia han sido los temas centrales del Congreso Indigenista Interamericano celebrado recientemente en México.

Los pueblos indígenas de América Latina -más de quinientos grupos étnicos y treinta millones de habitantes- han llegado ya al límite de su capacidad de aguante y en un plazo corto pueden erigirse en focos violentos de rebelión si los respectivos Gobiernos no aceleran sus programas de desarrollo. Esta ha sido una de las conclusiones del VIII Congreso Indigenista Interamericano, celebrado durante toda la pasada semana en la ciudad mexicana de Mérida, en el centro del antiguo imperio maya.Representantes de dieciséis naciones ejercitaron una severa crítica sobre los planteamientos indigenistas gubernamentales, que en la mayoría de los casos se han quedado en el mundo de los discursos y las promesas incumplidas. El antropólogo mexicano Guillermo Bonfil, vicepresidente del Tribunal Russell, que desde el lunes examina en Rotterdam la persecución de los pueblos aborígenes, llegó a decir que sería un suicidio no atender las exigencias de los grupos indígenas, que ya han comenzado a organizar y que están dispuestos a responder a la violencia con violencia.

Como en la mayoría de las reuniones indigenistas, también en esta ocasión surgieron las dos viejas teorías antropologistas. Por un lado, los defensores del «buen salvaje» plantearon la necesidad de mantener al indígena lejos de la civilización occidental, que no hace otra cosa que contaminarlo y destruirlo. En el polo opuesto, los desarrollistas perseguían la incorporación del indígena a los procesos nacionales por encima de su propia voluntad, en una reedición del despotismo ilustrado.

Pero, por primera vez, la mayoría del congreso se definió por una tercera vía: dotar a los pueblos indígenas de los medios suficientes para que ellos mismos puedan autoorganizarse económica y administrativamente, para que puedan desarrollar plenamente sus propios signos de identidad.

Representantes de comunidades indígenas pidieron a sus Gobiernos que terminen con la explotación violenta, pero que se les deje administrar sus recursos, sin que tengan que seguir modelos sociales que les resultan extraños.

México llevó la voz cantante del congreso, no sólo como organizador, sino como país que tiene una mayor población indígena: más de ocho millones, sobre un censo nacional de 67. También México es quien ha destinado más fondos a este capítulo en los últimos años y para ayuda a las zonas deprimidas del país, que no son otras que las habitadas por los pueblos indígenas.

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Pese a todo, más del 95 % de esos ocho millones de indígenas mexicanos está subalimentado, carece de los servicios sanitarios elementales y tiene una escolaridad inferior a la media nacional. Cerca del 30% es analfabeto y el 20% no conoce el español.

Tierra y libertad

Pero el problema más urgente con el que se enfrentan los indígenas mexicanos, igual que los de todo el continente, es el de la propiedad de la tierra. Para estos hombres, la tierra es sinónimo de libertad y por ella están dispuestos a pelear.En toda América Latina los Gobiernos han inventado miles de fórmulas -la explotación del subsuelo, la apertura de carreteras y hasta la escasa producción de las tierras de los indígenas- para irles quitando sus territorios.

Estos pueblos estrechamente atados a un territorio se han visto en toda América cercados, expulsados y perseguidos.

El cerco ha sido tan espectacular que el indígena, habituado desde hace siglos a retirarse frente al colonizador, se ha encontrado de pronto con que ya no le quedan tierras de reserva donde poderse asentar. Y ha comenzado a quemar cosechas, a invadir fincas y a organizar su propia defensa. Ante los poderes centrales -Ejército y policía- mantiene la desconfianza de quien los ha visto actuar siempre en contra de sus intereses, en defensa del ocupante.

La participación de los pueblos indígenas en la revolución sandinista o en los movimientos insurgentes de El Salvador y Guatemala significa que estos pueblos han identificado a su enemigo.

El primer problema, pues, es el de la devolución del territorio. El hambre endémica de estos treinta millones de indígenas latinoamericanos tiene su razón de ser en el expolio de sus tierras.

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