"¿Radical?; sí, gracias"
EN EL apogeo de campañas cívicas contrarias a la instalación de centrales nucleares proliferan pegatinas o chapas redondeadas en las solapas de muchos manifestantes con la leyenda: «¿Nuclear?; no, gracias». Presumiblemente la mayoría de los que esgrimen esta consigna son incapaces de distinguir entre fusión y fisión nuclear o de desarrollar una somera teoría sobre lo que significa el uranio enriquecido. Y, al menos, es probable que los opositores a la energía de origen atómico estén reproduciendo el papel histórico de los ganaderos americanos de hace un siglo en su negativa a aceptar la expansión de los ferrocarriles por sus tierras. Pero nadie puede negarles algunos puntos de razón en sus sospechas ante la ausencia de debates públicos y claros sobre los peligros calculados de la energía nuclear o ante los intereses económicos y estratégicos, apenas soterrados, de la crisis mundial de energía. En algunas sociedades democráticas europeas se está fraguando un eslogan político parejo al del. rechazo nuclear, pero de signo contrario. Y acaso acabaremos por leer en las. solapas de muchos desesperanzados europeos la siguiente consigna: «¿Radical?; sí, gracias». De la misma forma que muchos de los que se oponen al desarrollo de la utilización industrial de la energía atómica tienen antes motivaciones emotivas que científicas, no pocos de los seguidores del nuevo radicalismo, nacido en Italia, se fundan más en la esperanza de un nuevo advenimiento social que en laboriosos análisis de la historia y de la política. Pero este movimiento, organizativamente gaseoso y casi prepolítico, nutrido del desencanto que originan las democracias europeas y el anquilosamiento de los partidos de la izquierda, no debiera ser tomado a broma. Así lo hizo la izquierda italiana para acabar contemplando estupefacta cómo los radicales de Marco Panella pasaban en las legislativas de 1979 de cuatro a dieciocho diputados, al tiempo que adquirían notoriedad continental.
Ahora Panella ha girado una breve y solitaria visita a Madrid (véase EL PAIS del viernes pasado y la última página de esta edición), y regresará en diciembre acompañado de otros diputados italianos del Partido Radical. La visita no es casual. El mapa político europeo sólo ofrece o el prolongado encallecimiento de Gobiernos conservadores o islotes de socialdemocracias empeñadas aún en demostrar su respetabilidad administrando la sociedad capitalista con más lealtad que afán corrector. Y en esa geografía, España ha sido el último país en acceder a la democracia; aún sus instituciones constitucionales no han terminado de desarrollarse y, sin embargo, ya se aprecia cierto cansancio o desencanto social entre sus capas de población más progresistas.
Así, Marco Panella ha venido a ofrecer, en nombre de este nuevo radicalismo -en los antípodas del inglés de Chamberlain y muy distinto del francés más reciente de Servan-Schreiber-, una mercancía bastante más suge rente e imaginativa que la que nos deparan nuestros propios partidos. Un socialismo libertario que rechaza el acceso al poder; un laicismo desprovisto de connotacio nes anticlericales; la bandera de una genuina moral civil; la condena rotunda de la violencia -«violencia, ni en la cama», dicen los radicales- y del militarismo; el rechazo de los héroes y de los mártires; una firme creencia en que la vida humana es en todo momento un valor sagrado a respetar y que la existencia del adversario político no entorpece el diálogo, sino qae lo enriquece; la renuncia a vencer y la pasión por convencer sin coaccionar; el trasnacionalismo político que aspira a superar los Estados y las nacionalidades de los Estados; la revitalización de los movimientos de desobediencia civil según el patrón del pacifismo gandhiano; y una constante batalla contra el autoritarismo mediante el planteamiento de objetivos sectoriales en defensa de les afectados por legislaciones democráticas, pero opresivas: abortistas, divorcistas, ho mosexuales, presos, objetores militares, atrapados somá:ticamente por las drogas legales o ¡legales, etcétera; los marginados, en suma, de ese «balneario» que es Europa occidental.
Parecen planteamientos obvios desde la perspectiva del pensamiento progresista occidental, pero que, sin duda, encontrarán aceptaclón en unas sociedades europeas -y particularmente la española- que están produciendo una nueva tipología de marginado que no se siente discriminado en razón de su sexo, que no objeta el servicio de armas, que no precisa del divorcio o del aborto, que no padece la cárcel o la dependencia de hábitos nocivos y perseguidos, pero que se siente defraudado pór un modelo de sociedad timorato, moralmente corrupto, violento hasta cuando condena la violencia, y cuya expresión política pasa por maniobras y componendas parlamentarias que escapan a la comprensión del ciudadano más avispado. Hasta ahora se sabía que los desencantados de la democracia acababan en el absentismo político y electoral o en el poujadismo -ese partido de tenderos-; hoy puede abocar hacia movinientos radicales, que harían mal en desdeñar los partidos tradicionales de la izquierda.
Por supuesto que este radicalismo que llega de Italia carece de suelo y de techo: nada se sabe de cuál puede ser su relación con las organi raciones sindicales y todo se ignora de cuáles son sus últimas metas en la transformación de la sociedad. Pero nadie debe sorprenderse ante la capacidad de convocatoria de estos ácratas de terciopelo -que, además, tienen sentido del humor- cuando reabren el banderín de enganche de las libertades y la tolerancia a las puertas de unos partidos históricos y respetables, pero obsesionados por el aparato y por la correlación de fuerzas hacia el poder y ajenos a su entorno y hasta a su militancia. Quien prenda ea su solapa la seña de «¿Radical?; sí, gracias» puede que no tenga un exacto conocimiento de lo que busca, pero, como ya viene sucediendo en Italia, tiene una idea bastante clara de esa izquierda clásica que tampoco le hace feliz.
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