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Vuelta del confesionalismo: Jerusalén, Varsovia, Teherán

Los católicos que seguimos -y de alguna manera hicimos- el Concilio Vaticano II estábamos creídos en que el confesionalismo había llegado definitivameríte a su ocaso. En el propio concilio y en la literatura teológica que le siguió se subrayaba algo que a muchos parecía una novedad: que el cristianismo se presentó como una alternativa secularizadora del fenómeno religioso.Esto quiere decir que, según las fuentes más puras del cristianismo (concretamente el Nuevo Testamento), la fe no podía identificarse con ninguna cultura ni civilización: estas tenían autonomía propia; la fe se insertaba en ellas libremente con una, decidida actitud crítica. Pero no habría que crear ciudades cristianas, ni mucho menos imperios cristianos.

A partir de la paz constantiniana, el cristianismo cayó en la tentación del «Tibi dabo», que en estas columnas ha comentado espléndidamente Rafael Sánchez Ferlosio: el «Príncipe de este mundo» pactó con la Iglesia y juntos rigieron el mungo hasta la llamada Edad Moderna e incluso hasta nuestros días.

Pues bien, cuando ya creíamos que la secularización no era una actitud impía, sino una tesis teológica, he aquí que en estos momentos de involución histórica que estamos viviendo surgen tres polos de confesionalismo o de teocracia política: Jerusalén, Teherán y Varsovia.

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La anexión de Jerusalén como capital del Estado israelí no se hace en virtud de la declaración de la ONU en 1948, sino acudiendo a unos míticos «derechos bíblicos», como si dijéramos derechos de los faraones egipcios, de los etruscos, de los galos, de los medos, de los mesopotámicos. Yo creo que Beguin ha acudido a la Biblia para dar a entender que Israel es también un Estado religioso y que los caracteres sagrados de Jerusalén están inscritos, de forma específica, en la historia del Estado de Israel. Se trata, por tanto, de una postura confesional e integrista.

Siguiendo adelante vemos que en Dantzig la lucha obrera en los astilleros Lenin no ha sido solamente un fenómeno sindical con la única dialéctica entre patronos (en este caso ¡el Estado!) y los obreros, sino entre dos ideologías. de las que una es el catolicismo polaco. Y cuidado que no digo la fe cristiana. Se trata, por el contrario, de una cultura milenaria producida por la presencia del catolicismo romano en la conciencia popular polaca. Si esto no fuera así, ¿cómo se explicarían las fotos del Papa, las imágenes de la Virgen Negra izadas sobre las rejas de las fábricas? ¿Por qué las misas al aire libre en los patios del astillero? ¿Por qué las oraciones, los coros, los cantos, las letanías, las procesiones? ¿Por qué una intervención del obispo y la exhortación del Papa a orar por su patria?

Así como Beguin podría haberse inspirado sólo en la declaración de 1948 de la ONU, en vez de en «los derechos bíblicos», también en Dantzig los obreros habrían podido ceñirse al desarrollo del conflicto sindical inspirándose en los ideales socialistas y en la praxis revolucionaria.

Por el contrario, no fue así. En Jerusalén ha prevalecido la posición religiosa; y en Dantzig la amalgama entre lo político y lo religioso es tan estrecha -una vez más, tan integrista- que las motivaciones «más profundas» de los obreros antagonistas al Estado han sido de tipo católico, no de tipo sindical. La religión représenta aquí el «espacio» ideal donde es posible remendar una identidad profunda antagonista al Estado positivo, igualmente como el recurso a los «derechos bíblicos» es la posibilidad de remendar en torno a los ¡deales (en crisis) del Estado de Israel un ideal todavía más profundo del que está conectado con la Constitución del Estado de 1948.

No menos desconcertante es lo que está sucediendo en Irán en estos últimos tiempos. El gigantesco plebiscito en favor del ayatollah Jomeini y la «revolución irani» se proclaman a voz en

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Vuelta del confesionalismo: Jerusalén, Varsovia, Teherán

Viene de página 11 grito con este clamor: «¡Ala es grande!». Todavía más que en el caso de Jerusalén o en el caso de la victoria obrera en Dantzig, el carácter «integrista» del caso iraní nos deja perplejos y desconcertados. El hombre occidental, laico y progresista, siente que todas sus categorías teóricas se hacen pedazos y quedan derrotadas.

También la teología cristiana, la que emergió del Concilio Vaticano II, experimenta un sentimiento de agobio y de desilusión. Habíamos creído que la Iglesia había descubierto en el «Príncipe de este mundo» su verdadera identidad diabólica, y había comprendido que no había hecho, más que disfrazarse de «ángel de luz». Dicho con otras palabras: la autonomía del «mundo» -de la ciencia, de la razón, de la cultura, de la política- imponía a la Iglesia la necesidad de presentarse únicamente como instancia profética. El cristiano sería un hombre laico, aunque profundamente creyente. No utilizaría su fe como sucedáneo de sus frustraciones seculares, sobre todo de la gran frustración política.

Y he aquí que no solamente en el área cristiana, sino en los espacios de las otras dos «religiones del Libro» (islamismo y judaísmo) resurge victorioso un neoconfesionalismo que cubre buena parte de la faz de nuestro globo terráqueo.

Y, para terminar, no olvidemos que en los ámbitos reconfesionalizados existía ya un pujante secularismo, que estaba en trance de superar ese confesionalismo amagado que todavía encerraban en su interior. Esto se hacía evidente en el sentido de absoluta libertad religiosa que se iba imponiendo, tanto de parte de los creyentes, como de parte de los no creyentes.

Sin embargo, ahora existe el peligro real de que las iglesias -cristiana, judía e islámica- firmen un nuevo pacto con los constantinos contemporáneos, que lo mismo pueden imperar en espacios «socialistas» que en ámbitos «capitalistas».

En todo caso, de nuevo la religión va siendo hábilmente manipulada por el «Príncipe de este mundo»

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