El alquimista en su cubil
Con las primeras cerezas de 1972, en la vitrina de la galería Pyramid, de Washington, se exhibió un cuadro que causó un escándalo fácil entre las señoras de sombreros floridos que llevaban a cagar a sus perros en el parque cercano. Parecía ser la fotografía demasiado realista de una mujer en cueros, derrumbada en un mecedor vienés y abierta de piernas frente a los transeúntes sin el menor recato, si bien la expresión de su sexo era más desolada que libertina. La policía ordenó retirar el cuadro, pero su ímpetu se quedó sin razones cuando le demostraron que no era una fotografía, sino un dibujo. El arte tiene sus privilegios, y el más raro de ellos es que se le toleren ciertos excesos que no están permitidos a la vida.El autor de aquel dibujo tan perfecto que hasta la policía de Washington lo confundía con una foto era un colombiano de veintiocho años que sobrevivía a duras penas en un cuarto de servicio del barrio de Saint Michel, en París. Su nombre no le decía nada a nadie. Darío Morales. Su esposa, Ana María, estaba peor que él, porque además estaba encinta. Pagaban el alquiler del cuarto limpiando a gatas las escaleras del decrépito edificio de seis pisos. De noche, Ana María dividía el espacio con una manta para poder dormir, con su niña dormida en el vientre, mientras su esposo pintaba hasta el amanecer. Como no tenía bastante luz, Darío Morales oprimía con cinta pegante el interruptor regulado de la escalera, de modo que no se apagara cada minuto, como estaba previsto, sino que permaneciera encendido toda la noche mientras él pintaba. En Francia hay delitos más graves que ése, por supuesto, pero ningún otro les duele llanto a los franceses.
Alguien había tratado de convencer a Darío Morales de la inutilidad de aquellas miserias, y le había aconsejado volver a Cartagena de Indias, la fragorosa ciudad del Caribe donde nació y donde le sería más fácil subsistir. Darío Morales rechazó el consejo con un argumento hermético: «Donde quiera que yo vaya seguiré siendo el mismo». En París tenía, al menos, eso que los escritores lánguidos suelen llamar alimento espiritual; la posibilidad perpetua de ver en carne y hueso la mejor pintura del mundo. Además, según había leído por esos días en un periódico de la tarde, sólo en el barrio Latino había más de 11.000 pintores anónimos del mundo entero, viviendo en las mismas condiciones que él. Ninguno, hasta donde recordaban las estadísticas, se había muerto de hambre. La noticia le había hecho sentirse menos solo, que es algo muy alentador cuando se es joven y no se tiene nada que comer en París.
Sin embargo, una de esas tardes de lluvias oscuras en que a uno se le vuelve de cenizas el corazón, escribió una carta a Colombia pidiendo que le mandaran el boleto de avión de la derrota. Pero la carta no llegó nunca, por una razón que se ha venido repitiendo a través de los siglos desde el principio de la humanidad: Ana María no la puso al correo. Fue una decisión sabia. Antes de un año, la vida del pintor, de la mujer clarividente que no puso la carta, y de la bella Estefanía, que nació en abril, se había resuelto de pronto. La primera exposición individual de óleos de Darío Morales en la galería Pyramid, de Washington, en junio de 1973. fue un acontecimiento artístico y comercial. Si hubiera aceptado todos los encargos que le hicieron esa vez, habría tenido que pintar, a su ritmo de orfebre, durante más de 116 años. Pintando lo mismo: esa mujer sin identidad, con el sexo afligido, en una habitación escueta donde no vive nadie y con muy pocos objetos dispersos que ya no sirven para nada.
¿Quién es esa mujer?
Tal vez Darío Morales daría algo de su propia vida por saberlo, aunque no volviera a pintar más cuando lo supiera. Después de todo, eso parece ser lo único que busca con el delirio de su arte, desde que erripezó a pintar, a los doce años, en su casa natal del barrio de la Manga. Era una casa grande y vacía, con una terraza de baldosas aledrezadas y un patio de sombras frescas con palos de mango y matas de guineo, donde cantaban hasta reventar de gozo las chicharras del calor. La vida andaba suelta por las calles ardientes, en la peste de pescados muertos de la bahía, en el almendro solitario de la esquina del Trébol, donde en otro tiempo amanecían los borrachos ahorcados por amor. Pero Darío Morales no parecía ver la vida de dentro ni la vida de fuera, sino sólo el universo ilusorio del baño de servicio a través de un agujero que había taladrado en el muro. Era lo único que pintaba. Tanto, que uno se preguntaba desde entonces si no se daría cuenta de que en el mundo había también mujeres vestidas. Su abuela, que fue su primer crítico, se lo dijo:
-¡No sabes pintar nada más que tetas y pan!
Ahora a los 36 años, Darío Morales sigue tratando de rescatar aquellas ilusiones de su paraíso perdido. Sus cuadros son cada vez más grandes y más ansiosa la búsqueda de sus verdades milimétricas, tal vez con la esperanza de que un milagro de su alquimia termine por implantar sus nostalgias en la realidad.
No es cierto, como se dice con tanta facilidad, que Darío Morales sea un realista. No: sus cuadros no se parecen a la vida, sino a los sueños recurrentes. No tienen el color, ni el clima, ni la luz de la vida, sino el color y el clima y la luz de la ilusión. Darío Morales se ha hecho retratar frente a alguno de ellos, y no se sabe muy bien dónde termina él y dónde empieza la pintura. Pero es demasiado evidente que se sentiría mejor si estuviera de veras dentro del cuadro. Hay una foto suya tomada frente a su autorretrato, y el Darío Morales pintado se parece más a él que el Darío Morales de la realidad. Hay también un cuadro insólito en su obra, donde se ve a Ana María -vestida- cosiendo en la máquina de otros cuadros. De la habitación contigua sólo se ve un ángulo Iluminado, con otra máquina de coser y otro merecedor vacío, y uno sabe, por la naturaleza de la luz, que esa otra máquina y ese mecedor ineludible no existen ni siquiera en la realidad de la pintura, sino que Darío Morales los está soñando en algún lugar de la casa. Son los muebles de su obsesión, y por eso se sabe que volveremos a encontrarlos en otros cuadros. Pero su misterio volverá a cambiar por completo en cada ocasión, según su tiempo y su lugar, como sucede con los sueños que se repiten a sí mismos durante toda la vida.
Yo entendí esa alquimia secreta de Darío Morales hace muy pocos años, cuando fui por primera vez a su estudio de París. Abrió la puerta él mismo, con su barba de bebé enorme y una chaqueta y una gorra de lobo de mar, más parecido que nunca a un personaje de Melville. Al final de una escalera empinada había una habitación amplia, de techos muy altos, con cristales lluviosos por donde sólo se veía el cielo de ceniza. Más que un estudio de pintor, aquello era un taller de fabricar recuerdos. Allí estaba la máquina de coser de la hermana que se quedó esperando en la ventana al que nunca volvió, la estufa de carbón de los tiempos del ruido, la lámpara colgada del techo cuyo cordón se estiraba y se encogía a voluntad sobre la mesa de comer. Dispersos por el suele), en gran desorden, estaban los miembros descuartizados de la mujer del sueño: el torso sin cerazón, la pierna helada, la mano muerta para siempre parecían los estragos de un accidente pavoroso, pero no tenían ni un rastro de sangre, como sólo puede ocurrir en las catástrofes de las pesadillas. Yo sabía desde entonces que Darío Morales había hecho una pausa de pintor para aventurarse en la escultura. SIII embargo, no pude reprimir un leve escalofrío al descubrir otra vez a la mujer recurrente en el fondo del estudio, tumbada en el mecedor, intacta, pero no pintada en un lienzo, sino esculpida en materia tangible: ya casi viva.
-El mejor desnudo es el de la escultura -me dijo Darío Morales-, por una razón muy simple: se puede tocar.
Me volví a mirarlo con un cierto estupor: estaba radiante. Yo, en cambio, me sentí de pronto extraviado dentro de un destino ajeno, como si hubiera dejado atrás mi propia vida y hubiera empezado a formar parte de las nostalgias de Darío Morales. Tal es la magia de su mundo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.