Ni champán ni afrenta, ni silencio"
Los últimos días de la primera guerra andaluza han llevado al paroxismo los perfiles de la negociación y del consenso. Entrevistas, audiencias, declaraciones, concentraciones se han venido sucediendo precipitadamente, con propuestas y fórmulas para todos los gustos. Las acusaciones se formulaban en cadena: los centristas y el Gobierno pretendían desconocer la voluntad del pueblo andaluz mediante una solución «otorgada» y abiertamente inconstitucional; los andalucistas habían traicionado el 28 de febrero por un «plato de lentejas»; los socialistas eran coautores de la ley de referendos y, por tanto, habían cavado la tumba del referéndum andaluz; los catalanistas de Pujol habían parachutado la impresentable solución del 144; los nacionalistas vascos eran reos de comisión por omisión, por su incomparecencia en la votación de las proposiciones de modificación de la ley de referendos... Todos eran acusadores y acusados, y todos venían condenados a entenderse.Durante el proceso previo al entendimiento, andatucistas y pujolistas debieron pensar más de una vez en los viejos principios del derecho germánico «que la mano guarde a la mano» y «busca tu confianza donde la hayas depositado», porque, cada vez con mayor claridad, resultaba notorio que la solución «pactada» iba a alejarse sustancialmente de la solución pactada y era preciso, perdida una confianza, ir a la procura de una participación congrua en la repartición del éxito del desbloqueo, quedándose con algo más que el penacho de sus orígenes. Curiosamente, mientras los nacionalistas andaluces y catalanes forcejeaban por el mantenimiento de las razones de «interés nacional», los «centralistas» de la izquierda se empeñaban en la exclusividad de la solución «nacionalista» del artículo 151. Por su parte, UCD, exhibía un proteísmo resplandeciente que le permitía, urbi et orbe, recorrer todo el articulado autonómico de la Constitución sin sonrojo.
El pueblo andaluz no podía sorprenderse ante la querella, su trama y sus entresijos. Pueblo viejo, cansado de obedecer y de esperar, dominador por la cultura y humillado por la pobreza y la violencia, había dado una nueva lección, de fervor por la libertad -y desdén por el privilegio en aquel 28 de febrero que asombró a romanos, cartagineses, blancos, rojos y negros, convirtiendo una batalla por la hegemonía política en una gran victoria colectiva de Andalucía. No podía sorprenderse de tanto mal concierto de artículos constitucionales, de tanta pirueta, de tanto fervor inventado, porque muchos siglos de historia le hacían ver que «eran las mismas cosas siempre con distinta fecha» y que, en definitiva, casi todo se reducía a forcejeos por la dis tribución de cuotas en la presenta ción política de una victoria que era sólo suya. No estaba dispuesto a que se la birlaran y sabía que na die podría conseguirlo sin arrostrar las consecuencias de la desestabilización general del sistema au tonómico y de un mayor encono en los estallidos de desesperación. Que los políticos urdieran la pre sentación del éxito; el pueblo se reservaba el éxito mismo.
Al fin se ha llegado a una formula forzada, que no es sino el refleio de anteriores infructuosidades. Había que salvar la cara de muchos al mismo tiempo, y algunas caras eran difícilmente salvables, yo diría que de imposible salvación. La fórmula no alcanza niveles jurídicos demasiado altos ni contiene exquisiteces que puedan agradar a paladares constitucionalistas. La solución formal de un problema tan curvo, tan intrincado, tan tortuoso, lleno de contradicciones y de incoherencias, no podía ser elegantemente correcta. Estoy convencido de que podrían encontrarse «indicios racionales» para su procesamiento por supuesta inconstitucionalidad. Es más que probable que, como aseguraba un editorial de EL PAIS, pueda implicar una «afrente al sentido .común», lo que, en todo caso, es mal menor si lo comparamos con las afrentas al sentido de la justicia y del pudor que han jalonado el proceso y que hubieran; supuesto la no solución del problema. La ne cesidad no tiene ley, y era necesaria una solución política que, sin ser frontalmente anticonstitucional, respondiera a las exigencias de jus ticia material insertas en la cues tión andaluza. Ni el hombre, está hecho para el sábado, ni la justicia material debe estar al servicio de una interpretación rígida de la ley. Tan peligrosas son las posturas «panlegalistas» como las «alegalistas», y a ambas solemos tener alguna devoción los españoles. Hartos come estamos de leyes cínicas, de normas que no se orientan hacia la justicia y que, por tanto, no constituyen Derecho; hartos también de quie el tan denostado «uso alternativo del derecho» se utilice a manos llenas por la reacción para adoptar resoluciones escandalosamente antijurídicas e injustas, no deberíamos entrar en la dialéctica de posibles inconstitucionalidades, desde actitudes meramente formalistas, cuando la solución es «justa y necesaria».
Otra cosa es el jubileo de champaña con que ciertos políticos han celebrade el consenso. Algunos de ellos pinsarían, evocan o sus propias agresiones a aque lo por lo que bridaban, que infundiría menos inquietudes ecologistas echar «pelillos» a la champaña que a la mar. Otros evocarían la sombra de Argantonio. Tampoco había lugar al vergonzante silencio al que invitaba un editorial de La Vanguardia, s.ngularmente preocupado porlas sinrazones del proceso, mas no por la justicia de una reparación urgente al pueblo andaluz. No ser de la parroquia no debe propiciar desmarques tan elocuentes. Ni la champaña, ni el sentimiento de afrenta, ni el silencio, son respuestas adecuadas al desatascamiento de la cuestión andaluza. Una equilibrada esperanza debe moderar los excesos y los defectos, y no hacernos olvidar que el camino que queda por recorrer debe ser menos turbio, menos tortuoso, más limpio y más coherente.
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