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Voluptuoso desconsuelo

Fernando Savater

Siempre me ha impresionado el entusiasmo de los usuarios de la cultura occidental por la nada patente y prolongadísima agonía de ésta. Hay un regodeo en la quiebra, un lánguido júbilo por estertores que se detectan o se inventan; cáncer mimado, la decadencia es consuelo de fracasados, coartada de impotentes y deliciosa angustia de menopáusicas. No hay simposio cultural que no se abra con la sombría constatación de crisis, tinieblas Y crujir de dientes y que no se cierre con amargas profecías de desplome que sólo el denuedo y la abnegación de los congresistas pueden alejar del panorama. Es admirable la prontitud y hasta el alivio con que se acogen los certificados de defunción de las entidades más respetables de nuestro orden simbólico, como el arte, la literatura, la filosofía o todo ello junto. En tales reuniones suele acercársele a uno alguna dama deleitablemente preocupada o algún dómine barbudo que no oculta su placer ante el desastre que todos le confirman, para preguntarnos en un susurro cómplice y casi pornográfico: «¿Usted cree que se trata de una Crisis del Arte o más bien de una Crisis del Hombre? ¿Se trata de la muerte de la Cultura o sólo del final del Individuo? ¿Podría salvarse, ya que no la Literatura, al menos la Expresión?». Terremoto de mayúsculas, como se ve; y luego llega el momento de buscar un culpable: «¿Será el Mercantilismo? ¿O la Burocracia? ¿El Irracionalismo o el Cientifisino? Etcétera». Y cuando uno les responde que la crisis es un invento de bribones y sociólogos, que siempre la hubo porque nunca la hay, que jamás las cosas pueden ir peor de lo que siempre han ido o irán, se masca el desconcierto y la irritación. ¡Vaya, si sabrán ellos que ya no hay pintura, que la literatura ha muerto, que la cultura ya no logra más que producir telefilmes y fascículos! Si se les quita la voluptuosidad de su desconsuelo, ya no les queda relación alguna con el arte. Nunca logran sentirse importantes más que entre ruinas y depauperación; les encanta ver a la creación en el neumotórax para así poder hacer algo por ella y de ese modo ilustrar su insignificancia con algún diagnóstico atroz o algún reme dio palabrero. Como ellos no saben hacer nada decente, están convencidos de que han tenido la mala suerte de nacer en una época en la que ya nada se puede hacer; como no participan del movimiento de creación, están seguros de que ya nada se mueve. Salvan su responsabilidad individual: es la Crisis, que todo lo integra, lo paraliza, lo castra. Incluso se permiten anunciar alguna esperanza providencial, una última oportunidad salvadora expresada en algún manifiesto que basa su fortuna en el desconcierto que rodea su nacimiento. Y suspiran, con dolorida emoción, con arrobo melodramático: ¡qué mal va todo!, ¡qué bien! Quien frecuenta a los cuervos de la cultura termina sabiendo más de estremecimientos fingidos que quien va de furcias todos los sábados.No es que me disguste el pesimismo; todo lo contrario. Pero ser un auténtico pesimista es mucho más difícil que ser obispo y persona decente: no he conocido en toda mi vida más que a uno (pesimista, no obispo) que mereciera realmente el título y he procurado darlo a conocer: Ciorán. El pesimista sitúa adecuadamente el comienzo de la decadencia en el primer instante de la creación o, mejor, en el momento en que el vicio de estropear la nada obsesionó a un dios aburrido o burlón. Cualquier edad de oro muestra para el pesimista huellas tan claras de quiebra fraudulenta como las degradaciones que han de seguirla o los tiempos aún más míticamente felices que la preceden. Se avanza hacia lo peor, sin duda, pero desde siempre; ir de mal en peor es precisamente la definición de la historia y de la

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vida. Vistas así las cosas, la meta es el origen y la circularidad impone su giro, pues en verdad no hay momento peor que aquel en el que se comenzó a ir hacia lo peor, es decir: no hay momento peor que el origen. Y hacia allá volvemos, trabajosamente. Bueno, esta podría ser la doctrina de un auténtico pesimista; como se ve, no hay en ella lugar para perorar sobre la crisis ni para echar de menos felices tiempos pasados. Pero los voluptuosos del desconsuelo de que he hablado antes no son pesimistas, sino ex optimistas. Y guardan de su anterior condición las obnubilaciones, pero desprovistas del componente estimulante que las vigorizaba. Ilusión significa, etimológicamente, entrar en el juego (in lusio): pues bien, éstos siguen siendo ilusos, pero no saben jugar a nada, salvo a desacreditar a los juegos o a predicarlos imposibles. Juegan a no jugar.

Supongo que en muchos casos estos ex optimistas han sido víctimas de las infundadísimas esperanzas que tenían depositadas en su propia energía. Cuando su vitalidad declina, su pulso falla, los nuevos lenguajes se les escapan, las nuevas obras les acomplejan, entonces la memoria les traiciona y se recuerdan príncipes felices de un mundo espléndido. Ni siquiera lo que queda como obra suya de esa época mítica les proporciona el adecuado mentís. Se lamentan: «i Ay! ¡Ya no hay Picasso, ya no habrá otro Sartre!», como si su vida hubiera sido más lúcida y creadora cuando aún alentaban esos muertos ilustres, a los que quizá ignoraron o de cuyo fulgor estereotipado no recibieron más que daño. El equivalente más directo de estos falsos decepcionados son, como es lógico, los hoy jóvenes optimistas, iconoclastas de falsas reputaciones, de cuyo derribo esperan alimentar la suya o proclamadores de la gozosa aurora de una nueva cultura cada vez que a un amiguete se le ocurre pintarse la montura de las gafas de color malva y se inaugura con feliz consenso de público un nuevo local nocturno. Tampoco el optimismo está en crisis, no sobreviviríamos si lo estuviese: a unos cuantos años vista, la cosecha de ex optimistas está asegurada.

Fernando Savater es ensayista y escritor de temas filosóficos. Autor de numerosas obras.

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