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El Ballet Clásico Nacional, en el teatro de la Zarzuela

Víctor Ullate, bajo la benéfica sombra de Maurice Béjart

Hace un año se presentó en Madrid el Ballet Clásico Nacional, que dirigen Víctor Ullate y Carmen Roche, después de un año de preparación concienzuda y disciplinada. El mayor éxito acom pañó la salida de la nueva formación, de la que después se tuvieron pocas noticias, y no porque el Ballet Clásico no desarrollara una interesante labor, sino porque no siempre las actividades artísticas se benefician de la debida difusión.

En ese tiempo, la troune de Ullate una recorrido una quincena de ciudades españolas, ha aumentado el repertorio y se dispone a una gira por Francia y Suiza que comprende treinta ciudades. Corno preludio a ella, renueva sus triunfos en el teatro de la Zarzuela con dos programas, el primero de los cuales no ha hecho sino confirmar las positivas impresiones de su debú de octubre de 1979.Para nadie es un secreto que la formación de Ullate recibe un impulso definitivo durante su trabajo con Maurice Béjart. No ha de extrañar, pues, que la sombra del eran bailarín y coreógrafo uoritemporáneo se alce sobre buena parte de cuanto hace el Ballet Clásico Español. Ni es secreto ni inconveniente, sino todo lo contrario: un aval de garantía.

El público madrileño volvió a cntusiasmarse con ese prodigio de expresividad corporal que es la Cantata 51, de Béjart, sobre Bach, que, entre otras cosas, tuvo la ventaja de enfrentar a los espectadores, de entrada, con el arte vivo, ágil, inteligente, fuerte y lírico de Ullate y la elegancia poética, la levedad y el humanismo de María Jesús Casado.

Elena Sánchez y Miguel Galvane realizaron un «paso a dos», basado en pentagramas de Saint-Saëns y coreografiado por Ullate, capaz de enaltecer la pura danza según unos conceptos que aceptan la tradición romántica y la moderna para añadirle una organízación expresiva que, como los compases del compositor francés, tiene cierto sabor proustiano.

Otro hit: Traversee, coreografía de Olivier Perriguey para un tiempo de trío de Franz Schubert, que quiere ahondar, a través de una de las más emocio nantes páginas del autor de la Incompleta, en los sentimientos de amor y amistad; en el repertorio hondamente cordial que es sus tancia de la música schubertiana sobre la que Felipe Aleoceba, Saint Chaffray, María Jesús Casado, Carmen Molina, Miguel Galvane y Mauro Galindo trenzaron todo un repertorio de íntimas sutilezas. Parecía el alma del lied (que habita tanta música schubertiana) convertida en danza. Pasos, gestos, movimientos, ritmo, disposición de las figuras, constituyeron una soberbia schubertiada.

Lo religioso y lo profano

Fue muy brillante el éxito de Julia Olmedo en Posesión, música y coreografía de Alain Louafi, una cierta manera de ver lo español entre mística y popular. Sucede, sin embargo, que la sumaria composición organística, de carácter estático -por la que se cuelan, de vez en vez, compases de Falla o a la Falla- no resulta relevante, de modo que lo principal y casi exclusivo queda a cargo de la danzarina. Difícil problema el de entreverar su baile con frases poéticas -Vivo sin vivir en mí, etcétera-, que no llegan a formar cuerpo con la música. Lo interesante es la suma -tan bejartiana- de lo religioso y lo profano, lo místico y lo físico, lo real y lo subconsciente.En fin, El pájaro de fuego, de Straviriski-Béjart, cerró el clima de apoteosis un programa equilibrado, pleno de interés y espléndidamente realizado. El Ballet Clásico Nacional ya no es proyecto, promesa o esperanza. Constituye una espléndida realidad y un ejemplo de bien hacer.

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