La mejor universidad posible
En agosto del año pasado, tiempo que los Gobiernos suelen aprovechar para colar reformas que se temen impopulares, apareció, sin embargo, un decreto que no podía menos que encantar a su beneficiario: la universidad española. A profesores y estudiantes se les ofrecía la posibilidad de recuperar a un número no definido de científicos e intelectuales españoles de probado mérito, de dentro y fuera de España, que por las más diversas razones no ocupasen el puesto en la universidad española que tal vez les habría correspondido de haber transcurrido normal la historia de nuestra patria.En efecto, el decreto que prevé el nombramiento de «catedráticos extraordinarios » únicamente se justifica en razón de circunstancias extraordinarias. En el fondo subyace la sospecha de que los cuarenta años de dictadura hubieran podido dejar algunas huellas en el acontecer académico. Podría haber sucedido que en un país que ha sufrido una guerra civil, una emigración masiva de su profesorado y de sus intelectuales y la política cultural y universitaria del franquismo, hubiera dejado fuera de los claustros universitarios a algún científico o intelectual español que convendría recuperar.
Con el afán de superación que caracteriza a nuestra universidad, cabe imaginar con qué pasión no empezaría el curso, dispuesta a ampliar sus filas con lo mucho o poco bueno que por azar hubiera quedado fuera de su recinto. Como corresponde al mejor estilo universitario, esta labor de pesquisas y de selección se llevó a cabo con el mayor sigilo, sin aspavientos ni declaraciones innecesarias. Hubo algún periódico poco serio que hasta se atrevió a publicar una posible lista, tan arbitraria como infundada. Pero la universidad ni se inmutó ni se dejó presionar. Una vez más, nuestra universidad, que tan resueltamente se opuso a la manipulación política durante el franquismo, ha mostrado su independencia frente a posibles presiones políticas que pretendieran hacerla tragar algunos nombres que podrán valer políticamente lo que ellos digan, pero que nada tienen que hacer en una universidad del nivel científico y del prestigio de la española.
Tomándose el tiempo debido -nada hubiera sido más nefasto que tomar decisiones precipitadas, en este o en otro sentido-, después de diez meses, al terminar el curso, las -universidades españolas habían logrado separar diez nombres de la canga de pillos y aprovechados que, como se
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La mejor universidad posible
Viene de página 11sabe, abundan en los países mediterráneos, apuntándose a todo, de los cuales, comprensiblemente, sólo cinco lograron pasar el tamiz estrecho de los señores rectores. Pero ¿a dónde iríamos a parar si por lo menos en la universidad no se hilase fino, aun con el riesgo de que cuando se actúa con rigor y responsabilidad protestasen los de siempre?
No se ha insistido lo suficiente en el hecho, harto significativo, de que en el comportamiento de la universidad frente al decreto de marras ha habido acuerdo general, desde los señores catedráticos a los señores alumnos, pasando por la amplia gama de profesores numerarios y no numerarios. Justamente cuando algunos anunciaban el desmoronamiento de nuestra universidad, pulverizada en luchas y reyertas intestinas, una insidiosa intervención política la une férreamente. Me resulta bochornoso repetir públicamente lo que está en el ánimo de toda la universidad, pero me he visto obligado a hacerlo porque me importa subrayar dos hechos de la máxima importancia que creo que han pasado inadvertidos.
El primero, de carácter más general, es la comprobación empírica de que el franquismo no fue ni tan dañino ni tan aniquilador para la ciencia y la cultura españolas como quieren sus denigradores sistemáticos. Bien miradas las cosas, para corregir lo extraordinario de nuestro pasado ha bastado con abrir las puertas de la universidad, en el interior, a don Julián Marías, y en el exterior, a don Juan Marichal. No se puede decir que la persecución franquista haya impedido a muchas personas que lo merecieran el formar parte de la universidad. En cabeza de qué ministro cabría suponer que existían españoles dignos de ser catedráticos de la universidad española, que no lo fueran ya o que no lo vayan a ser pronto, eso sí, por el camino reglamentario. El que quiera peces, que se moje el culo.
Todo régimen dictatorial tiene su intelectual perseguido. Primo de Rivera, a don Miguel de Unamuno; Franco, a don Julián Marías. Se podrá estar de acuerdo con la perspectiva ideológica del señor Marías, pero nadie le puede negar el haber realizado la obra más abundante y sólida de su generación. Su alejamiento de la universidad constituía una injusticia manifiesta, que uno no se explica cómo ha tardado tanto su reparación. Pareciera que nuestro país no se atreve a reconocer ningún valor, si no después de muerto o, todo lo más, a punto de la jubilación. El que nuestra juventud universitaria no reciba la enseñanza de un maestro como don Juan Marichal es, ciertamente, una pérdida dolorosa, pero, repito, no se puede decir que el franquismo haya sido especialmente duro si únicamente ha obligado a que un gran intelectual español tenga que enseñar en Boston.
No encontrando a nadie, ni a derecha ni a izquierda -dicho en sentido directo y puramente local, porque en la izquierda política difícilmente podría encontrarse ningún universitario o intelectual de valía, pues, corno se sabe, la ciencia auténtica y la teoría pura están reñidas con la política-, para rellenar el cupo, se ha aprovechado la ocasión para ofrecer un sueldo seguro a un ilustre escritor, tal vez para evitar el sonrojo nacional de ver que se tenía que ganar la vida haciendo anuncios en televisión. Sobre la genial idea de convertir a todos los escritores ilustres en funcionarios del Estado volveremos en otra ocasión.
El segundo hecho es, si cabe, todavía más sorprendente. Las universidades españolas, con la perspicacia y buena información que las caracterizan, hicieron un repaso sistemático de los científicos españoles -físicos, químicos, biólogos- que trabajan en universidades extranjeras, no encontrando a nadie digno de intentar recuperarlo. Si no me equivoco, los diez de la lista y los cinco elegidos eran todos científicos sociales en sentido amplio, intelectuales, artistas, humanistas. Brillan por su ausencia los científicos naturales, tanto los dedicados a la investigación básica como a las ciencias aplicadas. España puede estar satisfecha de su universidad: ha logrado con éxito oponerse al «drenaje de cerebros», al «brain drain» que sufren sobre todo los países de desarrollo medio. Ocurre a menudo que sus mejores científicos terminan por trabajar en universidades norteamericanas, alemanas, británicas, francesas, en condiciones y posibilidades incomprablem ente mejores que las que ofrecen sus respectivos países de origen. El problema que se plantean estos países consiste, primero, en intentar parar la salida de sus mejores cerebros; segundo, en hacer lo posible para recuperar los establecidos en el extranjero.
En España ha quedado bien claro que es innecesaria una política de recuperación de cerebros; en el franquismo se llevó la inteligencia política de mantener en casa a los mejores, haciéndolos catedráticos, mientras que se distribuía por las universidades más conocidas de Europa y América a la morralla inservible. ¿Quién será tan loco de intentar recuperar precisamente a aquellos díscolos, aquellos incapaces altivos que en su día no supieron ganar una oposición y ahora se las dan de sabios, solamente porque han tenido un poco de suerte en el extranjero?
Evidentemente, el decreto veraniego que abría la posibilidad de nombrar catedráticos extraordinarios ha tenido la virtud de mostrar que tenemos la mejor de las universidades posibles.
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